Columna Pbro. Amaro René | La conversión a lo que agrada a Dios, salva nuestras vidas

Desde un punto de vista eminentemente práctico, ya lo había propuesto la profecía de Ezequiel, que pretende declarar inocente a Dios de las injusticias que descubrimos y experimentamos en el mundo de los hombres: Dios no es culpable de nuestro proceder, somos nosotros los responsables del mismo. Dios no puede promover más que el bien. No podemos hacerle culpable de aquellos males que hemos causado nosotros.

Desde un punto de vista eminentemente práctico, ya lo había propuesto la profecía de Ezequiel, que pretende declarar inocente a Dios de las injusticias que descubrimos y experimentamos en el mundo de los hombres: Dios no es culpable de nuestro proceder, somos nosotros los responsables del mismo. Dios no puede promover más que el bien. No podemos hacerle culpable de aquellos males que hemos causado nosotros.

El profeta nos llama la atención sobre la necesidad de cambiar nuestra perspectiva y nuestra vida cuando hablamos de lo que es justo o no lo es. Nuestras vidas se salvan, son agradables a Dios, cuando abandonamos nuestras injusticias y nos abrimos a su justicia.

El horizonte que Dios propone al hombre es un horizonte de vida y no de muerte. Y a ese horizonte nos acercamos cuando, arrepentidos de los males que hemos causado, nos abrimos a los bienes que Dios nos revela y ofrece. Es Dios quien salva, pero quiere contar con nuestra colaboración.

Lo que agrada a Dios no es la ofrenda correctamente pensada, sino la realización de su voluntad a través de la nuestra. No es la corrección de la reflexión, sino la veracidad de la vida mostrada en la veracidad de nuestras respuestas prácticas.

Es lo que nos enseña Jesús en esta parábola de los dos hijos: hay uno que responde a la propuesta de Dios con un “voy, señor” formulado desde la rotundidad y agilidad que suele acompañar, pero que luego resulta desmentido con la respuesta práctica, con el compromiso no asumido. Hay otro hijo que, al margen, acaba respondiendo positivamente a lo que se le pide, aunque tarde en comprender y a responder. Es el modelo que nos propone el Señor, que asume con realismo lo tortuoso de nuestros aciertos en la vida.

A una cultura como la nuestra, que valora tanto el protagonismo individual, le cuesta poner el plan de Dios como marco realizador, y cuestionador, de nuestros propios planes. Es costoso aceptar que “los publicanos y las prostitutas” de nuestro tiempo “nos llevan la delantera en el camino del Reino de Dios”, no por su forma de vivir, que no agrada a Dios, sino por su conversión a lo que les propone el Reino.

Debemos tener ese carácter práctico, de buscar en lo concreto de nuestra vida y en los compromisos de nuestra voluntad el valor de la conversión para hacer coincidir el proyecto de Dios con nuestros propios proyectos.

Con un lenguaje aún más accesible, si cabe, es lo que nos trasmite Pablo en su carta a los Filipenses. Apoyándose en un posible himno litúrgico, nos propone la aventura de Jesús como modelo para nuestra propia aventura. Lo que a Él y a nosotros nos salva no es la reivindicación de nuestros propios intereses, sino acertar a posponerlos ante el interés de los demás. En esto consiste el auténtico amor.

Pbro. Amaro René C.

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