Mandové. Un gorro, un gol en contra y un legado inmortal

En el corazón del tiempo suspendido, cuando el aire aún olía a selva y la tecnología no se había adueñado de los sueños, un artista esculpía en la penumbra de los días. Floriano “Mandové” Pedrozo, maestro de las manos que danzaban sobre maderas y lienzos, encontró de manera azarosa su destino en la red de un arco.

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Floriano Mandové Pedroso

Era el club Jorge Gibson Brown, donde reinaban los titanes del balón y la algarabía de la multitud era un himno perpetuo que se vestía de colores y sueños cada domingo. Pero aquel día, los astros tenían una travesura escondida para Mandové. Aquel domingo se convirtió en guardián de los tres postes, una suerte de centinela frente a un mar de incertidumbre.

Las piruetas de la de cuero, impredecible, fascinaron a la marea de los espectadores , y el fatum tejió su hilo invisible en el tapete verde.

En la agonía del tiempo, un penal fue dictado como un oráculo. Mandové deslizó la gorra de su cabeza, como quien despoja la coraza antes de un duelo caballeresco. Las briznas de pasto susurraban cábalas y el sol destilaba presagios. En el éter, el coro de las nubes cargaba una epopeya.

Sus ojos se cruzaron con el rival que, en su carrera, emulaba al centauro Quirón en un frenesí de crines y sudor. El tiempo, caprichoso fauno, ralentizó su danza y cada milímetro del balón esculpía una estrella en la atmósfera. Mandové, agazapado como un gato nocturno bajo el hechizo de Selene, desplegó sus alas y se apoderó de la esfera con un abrazo de titanes.

Con la pelota anclada a su pecho como un tesoro, dio unos pasos atrás en una danza inconsciente, buscando su gorra, ese fragmento de su alma. Como si estuviera bajo un sortilegio, cruzó la frontera invisible de su reino y la esfera cruzó la línea. La escena cúlmine de la tragicomedia acababa de consumarse, y en la tierra, Mandové fue parte de una sinfonía absurda y sublime.

En el antro de aromas y risas del Chichito, donde la vida se servía en porciones de pizza y ecos de historias, Mandové tejía su relato en un tapiz de alegría y melancolía. Aquel error se convirtió en una pieza de arte más, una pincelada juguetona en el lienzo de su existencia.

Cuando Mandové partió de este plano, dejó tras de sí un jardín de obras y enseñanzas, y su figura se desdobló como un eco en la historia de la tierra roja. Como en un cuadro mágico de Remedios Varo, el tiempo se plegó sobre sí mismo, y junto a la gesta heroica de Mbororé, se erigió el homenaje a un artista bohemio que desplegó sus alas más allá de las líneas de un dibujo o de un arco de fútbol.

Es imperativo que las almas jóvenes, los guardianes del mañana, se sumerjan en la oceánica riqueza de sus ancestros y descubran las joyas artísticas que los precedieron. Que cada pincelada de Mandové sea una caricia en el corazón de los soñadores, y que las notas de sus melodías inviten a bailar en un bosque de inspiración. Las raíces de nuestra cultura se entrelazan con las esencias de aquellos que, como Mandové, tiñeron el mundo con su arte. Que las nuevas generaciones se abracen a estas raíces y florezcan en un coro de colores y sueños.

Floriano “Mandové” Pedrozo, caminante entre sombras y colores, dejó la impronta de sus pasos en cada trazo y en cada mirada. Y en el firmamento de su tierra, jamás se vio una estrella con cara de gol en contra.

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