La historia del misionero que «no deja de crecer» y es el hombre más alto de Argentina

Con 2,26 metros de altura y 35 años, Sergio Daniel Gómez, el hombre más alto de la Argentina, llama la atención de todas las personas que se cruza por la calle en su localidad, Candelaria. Desde su casa, narra las aventuras de un pasado errante, donde su estatura le garantizó grandes oportunidades y también limitaciones.


Desde los 16 años que Sergio Daniel Gómez debe agachar la cabeza para pasar por cualquier puerta. “Todas miden 2 metros de alto, para mi es imposible”, comenta en un tono apacible y con una mueca que se parece a una sonrisa. El living de su departamento, en Villa Lugano, parece de juguete si se lo compara con sus dimensiones. Pero él ya está acostumbrado y se mueve por el lugar con total normalidad, como si supiera calcular a la perfección los centímetros que separan su cabeza del techo de algunas partes del hogar, como si la sillas del estar no le quedaran chicas.

 

Con 35 años, Gómez no para de crecer. Nunca ha dejado de hacerlo. Durante su infancia en Candelaria, Misiones, era el más alto del jardín de infantes. La diferencia respecto a sus compañeros de clase se hizo mucho más llamativa años después, durante la primaria y la secundaria. Con tan solo 12 años, llegó a medir 1,95 metros, mientras el promedio de altura para esa edad en el país se acerca a 1,45. A eso de los 17 pisó los 2,05, y a los 24, llegó a 2,20.

 

 

Hoy, Gómez mide 2,26 metros y es considerado el hombre más alto de la Argentina. Su altura y su constante crecimiento son algunos de los efectos de la enfermedad que posee desde que nació: Gigantismo, un tumor de hipófisis que provoca que su cuerpo secrete hormonas de crecimiento de manera excesiva. Pese a que su salud se va deteriorando con el tiempo, por ahora su cuerpo le permite hacer una vida normal y él elige transitar su enfermedad con buen humor.

 

“Las flores están floreciendo”, avisa, desde el balcón techado de la vivienda social donde vive junto a su familia. En ese pequeño ambiente de ventanas corredizas Gómez tiene su taller de plantas, donde pinta macetas y trasplanta jazmines, rosales y azaleas, entre otras, para luego venderlas en su puesto, en la esquina de su casa y en la feria de la zona los sábados y domingos.

 

Su vida ha cambiado de manera radical en los últimos años, cuando debido a la enfermedad que padece debió dejar su trabajo como seguridad en un boliche y comenzar a hacer una vida más tranquila. Hoy lleva una vida estable: vive junto a su mujer, Blanca Pereira, y las tres hijas menores de ella, a quienes considera sus hijas. Pero sus memorias, las que relata con detalle desde el living de su casa, dan cuenta de un pasado errante, donde su altura siempre fue un factor que le garantizó grandes oportunidades y también grandes limitaciones.

 

Del basket amateur a la Villa 31

 

Como se espera de todo joven cuya altura llama la atención, durante su adolescencia se dedicó al Basket en un club de Candelaria, donde se lució y llegó a salir en los diarios provinciales como “el jugador más alto de la Argentina”. “La vida allá era tranquila, linda. Pero había poco trabajo. Podía llegar a conseguir un puesto en un aserradero, en una obra o como empleado del municipio, como mi papá, pero yo quería otra cosa”, explica. Sin una madre presente, él fue criado por su padre y su hermano más grande, que continúan viviendo en aquel pueblo misionero.

 

Gómez se mudó con un amigo a Buenos Aires a los 18 para probar suerte. El joven se asentó en Once, donde consiguió trabajo en la caja de una cochera frente a Cromañón. Pero al tiempo perdió el trabajo y terminó viviendo en la Villa 31, donde conoció a un misionero que era encargado de un edificio en Suipacha y Lavalle, Microcentro. “Le llamó la atención mi tamaño y me ofreció trabajar como seguridad del edificio y la posibilidad de vivir ahí, y acepté”, recuerda.

 

Fue en esa época que descubrió que podía ganar plata por su altura. “Cuando caminaba por la zona, la gente se me acercaba a preguntarme: “me puedo sacar una foto con vos?”. Ahí se me ocurrió la idea. En mi tiempo libre empecé a ir al Obelisco. Me ponía la camiseta de Argentina de Messi y llevaba un balde con un cartel que decía: foto a colaboración. Venía bastante gente, turistas y argentinos, a sacarse fotos. No ganaba wow, pero me alcanzaba para cubrir mis gastos”, recuerda. Gómez repite esta misma actividad siempre que necesita dinero.

 

 

Su altura también le permitió conseguir más de un trabajo como personal de seguridad de boliches. “Una vez que él estaba desempleado, íbamos caminando por la calle y le gritaron desde un boliche: ¿no querés venir a trabajar acá? Y al tiempo lo tomaron”, cuenta, entre risas, Pereira, mientras cocina un guiso de lentejas en la cocina.

 

Ella y Gómez se conocieron hace siete años en un boliche de la ciudad de Buenos Aires. “Fue amor a primera vista. A mi nunca me impresionó su altura, y eso que mido 1,60”, cuenta ella. Al poco tiempo de conocerse, Gómez se mudó a su casa, en Villa Lugano, la misma en donde viven ahora.

 

Lo único de la casa que modificaron para que él esté más cómodo es la cama. “Con una cama normal, los pies y las pantorrillas le quedan afuera. La nueva cama que compramos era más larga y le quedaba bien, pero ahora que ya volvió a crecer, le volvió a quedar corta”, explica su mujer. Él se amolda al resto de los objetos de la casa, como las sillas, la mesa y las puertas. Está acostumbrado, lo hizo toda su vida, por lo que no lo considera un inconveniente.

 

Con 2,26 metros de altura y 35 años, Sergio Daniel Gómez llama la atención de todas las personas que se cruza por la calle. Desde su casa, narra las aventuras de un pasado errante, donde su estatura le garantizó grandes oportunidades y también limitaciones.

 

Desde los 16 años que Sergio Daniel Gómez debe agachar la cabeza para pasar por cualquier puerta. “Todas miden 2 metros de alto, para mi es imposible”, comenta en un tono apacible y con una mueca que se parece a una sonrisa. El living de su departamento, en Villa Lugano, parece de juguete si se lo compara con sus dimensiones. Pero él ya está acostumbrado y se mueve por el lugar con total normalidad, como si supiera calcular a la perfección los centímetros que separan su cabeza del techo de algunas partes del hogar, como si la sillas del estar no le quedaran chicas.

 

Con 35 años, Gómez no para de crecer. Nunca ha dejado de hacerlo. Durante su infancia en Candelaria, Misiones, era el más alto del jardín de infantes. La diferencia respecto a sus compañeros de clase se hizo mucho más llamativa años después, durante la primaria y la secundaria. Con tan solo 12 años, llegó a medir 1,95 metros, mientras el promedio de altura para esa edad en el país se acerca a 1,45. A eso de los 17 pisó los 2,05, y a los 24, llegó a 2,20.

 

Hoy, Gómez mide 2,26 metros y es considerado el hombre más alto de la Argentina. Su altura y su constante crecimiento son algunos de los efectos de la enfermedad que posee desde que nació: Gigantismo, un tumor de hipófisis que provoca que su cuerpo secrete hormonas de crecimiento de manera excesiva. Pese a que su salud se va deteriorando con el tiempo, por ahora su cuerpo le permite hacer una vida normal y él elige transitar su enfermedad con buen humor.

 

“Las flores están floreciendo”, avisa, desde el balcón techado de la vivienda social donde vive junto a su familia. En ese pequeño ambiente de ventanas corredizas Gómez tiene su taller de plantas, donde pinta macetas y trasplanta jazmines, rosales y azaleas, entre otras, para luego venderlas en su puesto, en la esquina de su casa y en la feria de la zona los sábados y domingos.

 

Su vida ha cambiado de manera radical en los últimos años, cuando debido a la enfermedad que padece debió dejar su trabajo como seguridad en un boliche y comenzar a hacer una vida más tranquila. Hoy lleva una vida estable: vive junto a su mujer, Blanca Pereira, y las tres hijas menores de ella, a quienes considera sus hijas. Pero sus memorias, las que relata con detalle desde el living de su casa, dan cuenta de un pasado errante, donde su altura siempre fue un factor que le garantizó grandes oportunidades y también grandes limitaciones.

 

Del basket amateur a la Villa 31

 

Como se espera de todo joven cuya altura llama la atención, durante su adolescencia se dedicó al Basket en un club de Candelaria, donde se lució y llegó a salir en los diarios provinciales como “el jugador más alto de la Argentina”. “La vida allá era tranquila, linda. Pero había poco trabajo. Podía llegar a conseguir un puesto en un aserradero, en una obra o como empleado del municipio, como mi papá, pero yo quería otra cosa”, explica. Sin una madre presente, él fue criado por su padre y su hermano más grande, que continúan viviendo en aquel pueblo misionero.

 

 

Gómez se mudó con un amigo a Buenos Aires a los 18 para probar suerte. El joven se asentó en Once, donde consiguió trabajo en la caja de una cochera frente a Cromañón. Pero al tiempo perdió el trabajo y terminó viviendo en la Villa 31, donde conoció a un misionero que era encargado de un edificio en Suipacha y Lavalle, Microcentro. “Le llamó la atención mi tamaño y me ofreció trabajar como seguridad del edificio y la posibilidad de vivir ahí, y acepté”, recuerda.

 

Fue en esa época que descubrió que podía ganar plata por su altura. “Cuando caminaba por la zona, la gente se me acercaba a preguntarme: “me puedo sacar una foto con vos?”. Ahí se me ocurrió la idea. En mi tiempo libre empecé a ir al Obelisco. Me ponía la camiseta de Argentina de Messi y llevaba un balde con un cartel que decía: foto a colaboración. Venía bastante gente, turistas y argentinos, a sacarse fotos. No ganaba wow, pero me alcanzaba para cubrir mis gastos”, recuerda. Gómez repite esta misma actividad siempre que necesita dinero.

 

Su altura también le permitió conseguir más de un trabajo como personal de seguridad de boliches. “Una vez que él estaba desempleado, íbamos caminando por la calle y le gritaron desde un boliche: ¿no querés venir a trabajar acá? Y al tiempo lo tomaron”, cuenta, entre risas, Pereira, mientras cocina un guiso de lentejas en la cocina.

 

Ella y Gómez se conocieron hace siete años en un boliche de la ciudad de Buenos Aires. “Fue amor a primera vista. A mi nunca me impresionó su altura, y eso que mido 1,60”, cuenta ella. Al poco tiempo de conocerse, Gómez se mudó a su casa, en Villa Lugano, la misma en donde viven ahora.

 

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Lo único de la casa que modificaron para que él esté más cómodo es la cama. “Con una cama normal, los pies y las pantorrillas le quedan afuera. La nueva cama que compramos era más larga y le quedaba bien, pero ahora que ya volvió a crecer, le volvió a quedar corta”, explica su mujer. Él se amolda al resto de los objetos de la casa, como las sillas, la mesa y las puertas. Está acostumbrado, lo hizo toda su vida, por lo que no lo considera un inconveniente.

 

Además de ganar medio millón de pesos, después del programa, un desconocido se contactó con Gomez para ofrecerle unos zapatos que se había comprado hace años en Estados Unidos para actuar de payaso. Gómez los saca del placard y los muestra contento. Este par le facilitó la vida. El jefe de Pereira le consiguió luego otros dos pares, que trajo de un viaje a Estados Unidos, pero hace poco estos también le empezaron a quedar chicos.

 

Hace dos años que la situación de salud de Gómez empeora. Pereira sabe que su marido no tendrá la misma expectativa de vida que ella. “El pronóstico es malo”, se lamenta. En 2019, Gómez tuvo la primera descompensación y terminó internado en el Hospital de Clínicas. Estos episodios se repetían cada tres meses, pero últimamente la frecuencia aumentó. El lunes pasado sufrió el último, menos de dos meses después del anterior.

 

“Me diagnosticaron tarde, ya no pueden operarme. Me tengo que mantener con remedios porque el tumor de hipófisis avanzó mucho. Mientras, no dejo de crecer, explica Gómez. Actualmente, toma unas pastillas que sirven para achicar el tumor, las cuales son costosas, y en cuanto los médicos se lo permitan, comenzará a aplicarse cada 28 días una inyección que tiene una función similar. El problema es que cada aplicación sale más de $100.000, y su familia todavía no sabe cómo va a hacer para pagarlo.

 

Más allá del pronóstico, se mantiene positivo. Su proyecto para este año es armar un vivero en un jardín en desuso del edificio, el cual ya fue aprobado por la comuna. “Se va a llamar vivero La Esperanza”, anticipa Gómez, mientras muestra el lugar.

 

Pereira, que hace años trabaja como empleada doméstica, también es parte del proyecto. “Nos dedicamos a disfrutar de la vida que le quede. Él es como un ángel para mi. El destino nos cruzó. Yo estaré con él el tiempo que sea, ocupándome de que esté bien, que disfrute lo más que pueda”, dice.


LN

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