Encuentran imágenes inéditas del ciclón que arrasó con Encarnación en 1926

Todo comenzó con un fogonazo. Poco después, casi al anochecer de aquel aciago 20 de septiembre de 1926, las puertas del infierno dejaron caer toda su rabia y su poder destructivos sobre la ciudad de Encarnación, indefensa ante la ira de los elementos. Luego de días de intensa lluvia, que no llegaban a aplacar el sofocante calor que venía sintiéndose semanas atrás.

Ese lunes 20 también llovió; después, la tarde se presentó límpida, pero el sofocante calor seguía. La puesta del sol presentaba un hermoso, pero misterioso espectáculo: el horizonte tenía un color rojo anaranjado subido, mientras que hacia el norte «se perdía en una sombra oscurísima que la cubría tinieblas insondables». En la ciudad, la atmósfera era una mezcla de vaho de horno que fue entremezclándose con fríos ventarrones, volviéndose espesa, enrarecida, irrespirable.

LA CATASTROFE

A eso de las 18:30, como por arte de magia, la oscuridad avanzó rápidamente y empezó a caer una copiosa lluvia, con vientos huracanados. Del sureste, sobre el río, algo así como un fogonazo dio principio al infierno. Según Fernando Rivarola, periodista y poeta -autor de Floripamí-, «se oyó un rugido terrorífico en el que se sumaban todos los ruidos y que en vano pretendían caricaturizar las más grandes batallas de los hombres, y el cielo parpadeó de relámpagos, y el espacio se llenó de chispas, y una granizada tamborilleó sobre la tierra, y los rayos cayeron como lluvia, y la lluvia cayó como un viento y el viento cruzó la ciudad con el latigazo de su vuelo múltiple, chocándose con sus múltiples brazos, y el torbellino, luego de cargar agua en el río, cayó sobre Encarnación como un mazazo apocalíptico, mortal».

«El aire -sigue relatando Rivarola-, ebrio de relámpagos, mentía a luz del día, una luz roja de incendio, una amarilla luz de muerte, y asfixiaba como una tumba. Y al bramido sin igual del viento se unía el de los rayos casi permanentes, el del alarido de las gentes, del desplome de las casas, del desarraigar y vuelo de los árboles, personas, animales, casa, muebles, madera, todo, y del silbido cortante de las chapas de zinc, que, al golpearse entre sí, se anudaban ferozmente, y abrazaban árboles y casas, y amputaban cuanto hallaban…». Todo sucedió en menos de un minuto.

La tromba se formó sobre el río Paraná. Dos corrientes de viento huracanado que, para desgracia de los encarnacenos, se encontraron justo frente a la ciudad. El encuentro de estas dos corrientes formó el torbellino que a su paso arrasó toda la parte baja de Encarnación. Según relato de sobrevivientes, el tornado entró por el muelle -que destruyó quedándose solo los pilotes como mudos testigos de aquel desastre- marchó hacia la usina, la que en breves segundos quedó reducida a escombros. Con inaudita rabia los vientos retrocedían y arremetían de nuevo derrumbando todo que «hasta pareciera quería cegar el pasto», abarcando una extensión de unos 350 metros y continuando hacia la «arribada», dirigiéndose luego hacia el sureste, camino de Poity, hacia Curuzú Miguel, destruyendo todo a su paso, inclusive parte de la Ciudad Alta.


DESPERTANDO DE LA PESADILLA

Al pasar el meteoro, y mientras duraba, «un general y único griterío» de espanto y desesperación se oyó en la ciudad. «Luego, un silencio, también general, durante algún rato. Silencio que fue a poco roto por los ayes dispersos, ahogados o fuertes de los heridos». Entre la lluvia y los relámpagos, empezaron a oirse por todas partes las lamentaciones y los pedidos de auxilio de los damnificados, que parecían más horrendos todavía que lo vivido momentos antes.

Luego de esa larga noche, el amanecer no trajo ningún alivio: por donde abarcaba la vista, las escenas más espeluznantes, mucho más trágica de lo que podía uno imaginarse, más macabra, más lúgubre, más tétrica, más pavorosa que la propia tromba caída horas antes. El cuadro era, simplemente, desolador: todo era escombros, árboles arrancados de cuajo, chapas de zinc que cubrían los techos, esparcidos por doquier. Animales muertos, descuartizados. Toda la ciudad baja en ruinas, reducida a un montón de escombros. Solo quedaron en pie seis casas.

Al amanecer del 21 de setiembre la ciudad ofrecía un aspecto dantesco, con escenas de espanto, como el de un hombre decapitado e incrustado en un árbol, «formando una sola masa horrible y escalofriante».

La identificación de muchos de los muertos era difícil por la desfiguración de los rostros o la mutilación completa de los cuerpos, que solo era posible identificarlos por las prendas de vestir. De muchas familias solo sobrevivieron uno o dos miembros. Varias casas de madera volaron con sus propios moradores. Una collera de canoa fue a caer en el centro de la ciudad convertida en astillas; un asta de bandera, venida de no se sabe dónde, fue hallada clavada verticalmente en un patio; una vagoneta de hierro, de gran peso, fue llevada por el viento al otro lado de la ciudad. En fin, el relato de las cosas que pasaron es largo y curioso.

UN TESTIMONIO Y UN MILAGRO

Una protagonista, doña Juana Bordenave de Díaz León, refirió que esa noche, viendo que arreciaba el viento y permanecía abierta una persiana del dormitorio -la luz no funcionaba-, «traté de alumbrar con una vela. Con ella fui hacia la ventana, que el viento hacía crujir fuertemente, e intenté cerrar la hoja, pero fue imposible. El golpe me hizo retroceder, y ya a oscuras fui en dirección a la otra pieza, en cuya puerta de comunicación tropezamos con la niñera, que tenía en brazos a mi nene de pocos meses. En el dormitorio dormía en su cama mi nena, la mayor».

«Allí, bajo el marco de la puerta, que es antiguo y, por lo visto después, era además resistente, permanecimos durante un rato que no me es fácil precisar. Llovía a cántaros. El techo de la casa había ya desaparecido. Yo sentía mi rostro y mi cuerpo castigados por algo como pedruscos duros e insistentes. No nos ocurrió nada, sin embargo. Cuando volví en mí, me di cuenta de que estábamos más alto que anteriormente, sobre los escombros y que la niñera, que tenía en brazos a mi nene, tenía las piernas hundidas entre tierra».

«En el dormitorio dormía mi nena, cuando corrí hacia su cuna, la hallé cubierta de escombros, que se habían amontonado felizmente sobre una chapa de zinc que había caído primeramente, protegiendo su cuerpo contra los golpes de los escombros derrumbados».

Cuando llegaron a ayudarle, pidió que llevaran a los chicos a la casa de enfrente, pero le respondieron que todas se habían derrumbado.

EL SOCORRO

De todo sucedió en aquella desgraciada ciudad en la noche del 20 al 21 de setiembre: algunos miserables aprovecharon la desgracia para saquear mercaderías y otros objetos de valor de los comercios derrumbados, pero así también, y en mayoría, surgieron héroes, algunos con nombres y apellidos, los más, anónimos: el jefe de la usina, Juan Pedotti, al desconectar los motores, murió electrocutado, pero salvó muchas vidas, evitando que otros tuvieran contacto con los cables caídos.

El sacerdote José Kreusser socorrió como pudo a centenares de personas heridas en medio de los escombros y la oscuridad. Junto con Jorge Memmel -de nacionalidad alemana, al igual que el religioso-, cruzaron a bote y remos el Paraná para pedir auxilio en la vecina ciudad argentina de Posadas, donde nadie sabía nada de lo ocurrido a unos centenares de metros allende el río. En la Casa de Gobierno provincial se desarrollaba una fiesta estudiantil -de la que participaban muchos encarnacenos- y fue suspendida de inmediato al conocerse la noticia y el gobernador Héctor Barreyro dispuso la formación de una cadena solidaria, consistente en un equipo de médicos, enfermeras y monjas encabezado por los doctores Rodolfo Torres y Edmundo Barreyro. Las familias encarnacenas que quedaron sin techo fueron trasladadas y alojadas en Posadas, y se formaron bancos de sangre en la logia Roque Pérez. Las embarcaciones que se encontraban en el puerto posadeño se movilizaron para brindar ayuda, y los ferrobarcos «Presidente Roque Sáenz Peña» y «Exequiel Ramos Mejía» se convirtieron en hospitales flotantes e improvisados albergues.

En Asunción, la noticia se conoció a las 5:45 del martes 21 de septiembre, por medio de un escueto telegrama trasmitido desde Posadas y firmado por el jefe civil, Sr. Appleyard. El telegrama decía: «Ayer 6 y 45 (pm) un fuerte ciclón arrasó la mayor parte de Encarnación, ciudad baja. Hay numerosas víctimas».

Toda la ciudadanía se movilizó para socorrer a las víctimas del desastre, desde las autoridades hasta el más humilde de los ciudadanos. El ferrocarril, como nunca antes ni después, llegó de Asunción en siete horas a la ciudad de Encarnación, llevando médicos, medicamentos, ropas, comestibles, etc. Algunos cineastas viajaron a filmar lo que quedó y sus películas, durante muchos meses recorrían las ciudades del país y del exterior en exhibiciones para recaudar fondos para el socorro y para paliar en alguna manera las necesidades de los damnificados
Como gratitud al pueblo posadeño, algún tiempo después, las autoridades encarnaceñas erigieron un monolito y colocaron placas al pie de la Estatua de la Libertad. Inclusive, el poeta Ortiz Guerrero cantó a la mano solidaria de los posadeños con un poema que dice:
«Hermano argentino/ si a la antigua playa de Encarnación llegas un anochecer/ y al saltar a tierra tuya y paraguaya vieras un espectro blanco de mujer/ que un ramo de lirios arroja a tu paso/ háblale: es mi alma. Te tiende un abrazo/ el abrazo enorme de mi gratitud».

Fue una catástrofe que terminó con la vida de cerca de 400 encarnacenos. El ciclón de Encarnación, ocurrido el 20 de setiembre de 1926, a las 18.00, dejó la ciudad destruida, las costas irreconocibles y un gran susto para varias generaciones.

En esa noche, la Villa Baja de la ciudad (hoy conocida como la ex-Zona baja), fue arrasada por el ciclón originado en el río Paraná siguiendo por la Villa Alta (actual Zona Alta). El desastre dejó a la ciudad con enormes pérdidas en su infraestructura.

Un héroe de esta tragedia que cabe rescatar fue el jefe de la usina de la ciudad, Juan Perotti, quien murió en el acto de cortar las llaves que conectaban el sistema al tendido eléctrico, para evitar que mucha gente muriera electrocutada por los cables sueltos dispersos en las calles.

Y también son recordados como héroes el P. José Kreuser y Jorge Memmel, que cruzaron las procelosas aguas del Paraná hasta Posadas en busca de auxilio. Y con este ciclón se destruyó el muelle que había sido construido en 1918.

Después de la catástrofe, a Encarnación le tomó varios años recomponerse.

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