Columna | “Ser sus testigos hasta los confines del mundo”

Celebramos esta Fiesta solemne de la Ascensión del Señor que destaca y subraya un aspecto, un acontecimiento, una realidad del único Misterio Pascual: la muerte y resurrección de Jesucristo. Cada domingo, al profesar nuestra fe, decimos: “subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre”.

Los cristianos sabemos que no se trata de un mero cambio de lugar; se trata del cambio de un modo de existencia. Jesús acaba su vida en la tierra y vuelve al Padre. Su resurrección no fue una vuelta a la vida anterior, no fue un paso atrás, sino un paso adelante y definitivo a la Vida Eterna y Gloriosa junto al Padre.

Desde esta verdad, este hecho, los cristianos, todos los seguidores de Jesús, conocemos nuestra meta final: estar donde está Jesús. Es nuestro sueño y nuestro destino. En definitiva, todos los seres humanos, también hoy, tenemos y sentimos “nostalgia del cielo”; aspiramos a estar en la gloria, a vivir en la gloria. Así lo expresamos en las mejores ocasiones cuando decimos: “esto es la gloria”.

La Ascensión completa el círculo de la vida de Jesús. Son sus últimas palabras, el mensaje definitivo. El evangelio de San Mateo 28,6—20. Lo sitúa en Galilea; y es que Dios sigue estando y haciéndose presente en los lugares donde se desenvuelve nuestra existencia, y en la vida de cada día. Galilea fue el escenario del encuentro y la vocación de los primeros discípulos del Señor. Galilea es también el lugar donde son convocados todos ellos, sus seguidores y seguidoras, para encontrarse plenamente con el Resucitado. Galilea, es nuestro encuentro de cada Domingo con el resucitado.

Ante la partida del Maestro, los discípulos ahora no se entristecen. Su alegría se explica porque Jesús les dejó un don: la promesa del Espíritu Santo; y una tarea: ser sus testigos hasta los confines del mundo. Además, aquella despedida fue muy diferente a otras. El Señor Jesús mientras se marchaba les bendecía. Se fue de este mundo con los brazos abiertos, como los tuvo en la cruz, bendiciendo a la humanidad y abriendo definitivamente la senda y las puertas del cielo a todos.

Así pues, la Ascensión del Señor nos ha de colmar de esperanza, da plenitud a la alegría pascual, porque Jesús nos abre el camino para el cielo. Se fue a la Casa del Padre a prepararnos sitio. Desde esta convicción, en la liturgia propia de difuntos, los cristianos expresamos que “adquirimos una mansión eterna en el cielo”.

San Pablo en su carta a los Efesios afirma que la Iglesia entera, cada cristiano, está, estamos llamados a participar de la misma gloria del Señor. A partir de esta fe y esta confianza, a nosotros nos corresponde recoger de nuevo el mandato de Jesús: ir por el mundo a ser sus testigos y a hacer discípulos; a evangelizar, trasmitir y compartir con todos esta Buena Noticia de Dios para todos los hombres. Y a ser discípulos como Él: confiados en el Padre, sencillos, servidores, entregados.

A veces nos puede la debilidad, nuestras limitaciones… Pero contamos con su gracia, con la garantía de su presencia. No nos deja solos. El Padre y Él se quedan con nosotros y con su Espíritu hacen morada en nosotros, en nuestra vida, en nuestro mundo. Así podemos decir que el cielo está aquí en la tierra, donde Él está y se ha quedado para siempre. Mirar al cielo es mirar a la tierra. Ascender es también crecer, ir hacia arriba, huir de lo vulgar y mediocre; es soñar, aspirar a la plenitud en lo más humano, que es lo más divino que somos cada uno de nosotros.

Pbro. Amaro Carlos René

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