Los cristianos de Irak, acorralados por la guerra y el fanatismo

En el interior de la iglesia católica asiria Rey Jesús solo quedan ruinas. El altar fue destruido a mazazos por miembros del grupo yihadista Estado Islámico (EI).

 

En uno de los muros, los yihadistas dejaron escrito en árabe una leyenda que dice: «Con sangre». Junto a ella dibujaron, con pintura roja o quizás con sangre, una cruz sobre unos peldaños, todo un símbolo de una continua persecución que ha forzado a más de 1,1 millones de cristianos a huir de Irak en los últimos 13 años.

De las 30 familias cristianas que vivían aquí en Sinyar, la mayoría escapó ante la inminente llegada de los yihadistas sunnitas, aunque pudo permanecer dentro del país.

«Otras fueron asesinadas inmediatamente», contó a Télam el residente Nasir Pasha Khalaf, quien durante la liberación de la ciudad, en noviembre de 2015, peleó como francotirador.

«Los yihadistas pusieron explosivos en las puertas de la iglesia. Querían volarla», dijo Nasir, y explicó que un equipo de ingenieros desactivó todos los artefactos. Por eso hoy el edificio sigue en pie, una suerte que no corrió la iglesia armenia de la ciudad, a unos 300 metros de la asiria, que fue reducida a escombros.

En Sinyar, los yihadistas persiguieron a todas los grupos religiosos que no abrazaron su fanática fe. Musulmanes chiitas, cristianos y particularmente los yazidíes, una minoría kurda que profesa una antiquísima religión anterior al cristianismo y el islam, fueron blanco de las atrocidades cometidas por el EI en la ciudad y en todas las otras áreas que tomaron durante su implacable avance en agosto de 2014.

Quienes lograron escapar lo hicieron hacia el Kurdistán, la región autónoma kurda del norte de Irak. Los yazidíes se instalaron en el distrito de Duhok, mientras que muchos de los cristianos buscaron refugio en el barrio cristiano de Ankawa, en las afueras de la capital del Kurdistán, Erbil.

Allí se encuentra la iglesia caldea católica Mar Elias, o San Elías. Su patio se convirtió en uno de los tantos campos de la ciudad donde se instalaron los refugiados cuando llegaron en agosto de 2014. Un año y medio después todavía viven ahí más de 670 personas.

En este campo casi todos son originarios de Qaraqosh, un pueblo en el norte de Irak, sólo 50 kilómetros al sudeste de Mosul, la segunda ciudad del país, aún en manos del EI.

«Durante un año la gente tuvo que vivir en carpas. Luego recibimos estos contenedores gracias a la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), pero ya se están oxidando», confió Daniel, de 26 años, sacerdote como su padre y su abuelo.

Daniel pertenece a la Antigua Iglesia del Oriente, una comunidad de apenas 100.000 cristianos que no responde a la autoridad de Roma. Sin embargo, dadas las circunstancias, comparte el templo de Mar Elias, que sí pertenece a la iglesia romana, junto con otros dos ritos católicos, la Iglesia Siria y la Caldea.

«No soy católico pero amo al papa Francisco. No construye residencias para él, sino que muestra el ejemplo de Jesús. Siempre envía delegados desde el Vaticano para visitarnos. Es mejor que algunos de nuestros obispos y patriarcas», señaló Daniel, que tiene su patriarca en Bagdad, la ciudad donde nació y pasó su infancia hasta que Al Qaeda lo amenazó de muerte, en 2006, por ser cristiano.

«El día anterior a mi cumpleaños de 16 nos dejaron en casa una carta con una bala y con sangre. Me daban 24 horas para abandonar Bagdad. Entonces vinimos a Erbil. Ese fue el regalo que me hizo Al Qaeda», aseguró Daniel e intentó reírse de su propia broma porque, explicó, la violencia es algo cotidiano en Irak.

«Cuando iba a la escuela, veía muchas cabezas cortadas en mi camino. También vi gente siendo asesinada. Esa fue mi infancia», contó.

Su historia con la violencia es similar a la que viven cientos de miles de iraquíes, entre ellos sus feligreses. Antes de la caída de Saddam Hussein, en 2003, Irak contaba con casi 1,5 millones de cristianos. Hoy quedan apenas 400.000. «Emigraron a otros países. Pero para mí esta tierra es sagrada, no puedo dejarla», se resignó Daniel.

Desde la puerta de un contenedor habla Suher Salim, 39 años y madre de dos adolescentes, quien no comparte la posición de Daniel. Suher escapó con su familia a Francia, donde vivió durante seis meses.

Pero a fines del año pasado regresó a Irak para ver a su madre enferma y ahora no puede volver a Francia. «Vivía en Lyon y mis niños iban al liceo San Juan. Allá la gente es buena. Tengo ahora una amiga que está tramitando mis papeles para que yo pueda volver», relató Suher, quien mostró a Télam su tarjeta de transporte público de Lyon y la visa francesa pegada en su pasaporte como una reliquia de su vida en Francia.

La mayoría de la gente vive en el campo de refugiados porque luego de un año y medio de destierro ya no cuentan con fondos para alquilar una casa o pagar una habitación de hotel.

Los refugiados, cristianos y otros, no consiguen trabajo por la difícil situación económica del Kurdistán, causada por el conflicto armado y por la fuerte caída del precio del petróleo, principal ingreso de la región. Para ganar algo de dinero, muchos han instalado puestos de ventas de comida y ropa en la vereda de la iglesia. Otros trabajan como cajeros en supermercados.

«Para las mujeres es aún más complicado conseguir trabajo», dijo el padre Daniel, tratando de explicar por qué durante el día en el campo sólo se ven mujeres y niños que, a pesar de las dificultades, tienen libros entre sus manos. «Están estudiando para los exámenes de la semana», explicó el cura.

En comparación con gran parte de los campos de refugiados en el Kurdistán, el de la iglesia Mar Elias es ejemplar. Sus instalaciones incluyen cocinas, sistemas básicos de refrigeración, un área de juegos y aulas donde los niños continúan recibiendo clases. Un privilegio con el que no cuentan los chicos de otros campos.

Mientras prepara queso en uno de los estrechos pasillos que separan los contenedores, Safaa Bihnan Waqoob, una mujer de 41 años, cuenta cuánto extraña Qaraqosh.

«Quiero volver a mi pueblo. No quiero emigrar porque extrañaría mi tierra», agregó Safaa, madre de tres jóvenes varones de 20, 16 y 14 años. Los dos más chicos viven con ella y su marido en el campo de la iglesia. Pero el más grande se unió a las Unidades de Protección de las Tierras Cristianas, una milicia que, junto a las fuerzas kurdas, luchan contra el EI.

A pesar del peligro, otros jóvenes del campo de Mar Elias también piensan en unirse, o ya lo han hecho, a las milicias cristianas, y muestran orgullosos las fotos que guardan en sus teléfonos de ellos armados con fusiles y vistiendo uniformes militares.
Una violencia que, como durante la infancia del padre Daniel, se vive desde muy temprana edad.

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