Jürgen Habermas y la religión en el ámbito público

Pertenezco a una generación que se desayunó con la obra de Jürgen Habermas hace no menos de cincuenta años,  cuando este proponía hacer girar las ciencias sociales en torno a una teoría crítica impulsada por un emancipador interés directivo del conocimiento[1]. Su honesto esfuerzo por replantearse el alcance y límites de la Modernidad le ha acabado llevando por vías bien distintas. Baste recordar sus reflexiones bioéticas sobre el futuro de la naturaleza humana. Ya en ellas entra sorprendentemente en juego la presencia de la religión, junto a la ciencia, en el ámbito público; llegará a preguntarse: “¿es la ciencia moderna una práctica que puede explicarse completamente por sí misma y comprenderse en sus propios términos y que determina performativamente la medida de todo lo verdadero y todo lo falso? ¿O puede más bien entenderse como resultado de una historia de la razón que incluye de manera esencial las religiones mundiales?” [2].

Su intento de encontrar una respuesta acertada se volcaría no mucho después en el análisis de la relación entre la explicación científico-natural de nuestro entorno y la irrupción de lo religioso en el ámbito público[3]. Esto puede explicar que, al traducir al español otra obra posterior, se haya optado por marginar el título original para sustituirlo por otro capaz de acentuar su parentesco con la precedente: Mundo de la vida, política y religión[4]. Nos encontramos en realidad ante un repaso de los sucesivos debates mantenidos, especialmente en el ámbito anglosajón, con especialistas que habían prestado particular atención a sus planteamientos. Los discursos de sus interlocutores acaban en ocasiones distrayendo del eje central de los propios argumentos, pero no faltarán interesantes anotaciones que ayudan a desarrollarlos.

 

LA MODA DE LOS “POS”

La propuesta de Habermas se enmarca dentro un ámbito condicionado por una opción confesadamente “posmetafísica”, destacada -como hemos visto- en titulares, aunque matizada a su vez como “postsecular”; dentro de la peculiar acepción que atribuye en su discurso germano a un adjetivo que cobra diversas resonancias  en español[5]. Esta variante dialectal -nos reconoce- no deja de suscitar malentendidos: “La moda generalizada de denominar todos los tipos de nuevos fenómenos, para distinguirlos de otros ya conocidos, con el simple prefijo ‘pos’ tiene el inconveniente de la indeterminación”[6].

Preocupado por paliar la consecuencias, resaltará que “la expresión ‘postsecular’ no es un predicado genealógico sino sociológico”, que utiliza “para describir las sociedades modernas que se encuentran con que siguen existiendo grupos religiosos y que las diferentes tradiciones religiosas siguen siendo relevantes, aunque las sociedades mismas estén en gran parte secularizadas” (pág. 93). Ante el peligro de que se identifique a toda sociedad secularizada como laicista (‘secularista’), presenta como sociedad postsecular a la que ha superado el laicismo. Esto es lo que le llevará a distinguir entre “secular y secularista”: frente a “la actitud indiferente de una persona se­cular o no creyente que se comporta de una manera agnóstica frente a las pretensiones de validez religiosas, los secularistas adoptan una ac­titud polémica frente a las doctrinas religiosas que, pese a sus preten­siones no fundamentables científicamente, gozan de una importancia pública”. Como consecuencia llegará a preguntarse si “la situación de la conciencia secularista de una parte relevante de los ciudadanos sería tan poco digerible para la autocomprensión destacada normativamente [éticamente] de una sociedad postsecular como la tendencia fundamentalista de una masa de ciudadanos religiosos” (pág. 277).

Dejando a un costado el laicismo, la sociedad postsecular situará en el otro al fundamentalismo. Esto la lleva a distinguir “dos formas modernas de conciencia religiosa”; por un lado, “un fundamentalismo que o se aparta del mundo moderno o se vuelve contra él de una forma agresiva”, actitud bien distinta de la “fe reflexiva que se relaciona con otras religiones y que respeta las conclusiones falibles de las ciencias institucionalizadas, así como los derechos humanos”. Como consecuencia, un el “Estado democrático de derecho no casa con cualquier práctica religiosa, sino solo con la no fundamentalista” (págs. 91 y 101).

Para completar el cuadro, no sería ocioso preguntarse qué entiende por religión alguien como Habermas, agnóstico, que no duda en confesarse duro de oído para esa temática, sin descartar llegar a mostrarse sensible a alguna intuición que también “puede decir algo al que no tiene oído religioso”[7]. Para él la fe tiene, como “elemento específico”, “el arraigo en el trato ritual con la salvación y la condenación”; lo que no le impide añadir: “El protestantismo cultural, del que yo mismo procedo, conoce el peligro que se vincula con la disolución de la religión en mera ideología: es el presagio del fin de la religión” (pág. 151).

 

CARÁCTER SOCIALMENTE INDISPENSABLE DE LO JUSTO

A ello cabría añadir un elemento adicional, al que yo no dudaría en calificar personalmente como laical; afecta al correcto engranaje de derecho y moral[8], de lo justo y lo bueno. Frente a los intentos de abismar lo jurídico en el piélago de lo moral, no dejará de admitir -entre los requisitos hermenéuticos para mantener discursos interculturales- la necesidad de partir de la base de que “las cuestiones universalistas de justicia pueden diferenciarse de las cuestiones particularistas del bien”. Irá más allá, dejando sentado su aprecio a las aportaciones de John Rawls, por haber “marcado con claridad la relevancia que tienen las comunidades de creyentes para el estado constitucional secular” y haber sido “el primero en tomarse en serio el pluralismo ideológico y en iniciar un debate fecundo sobre la posición de la religión en la esfera pública”.

La alabanza parte de un planteamiento que recuerda su discutida versión del patriotismo constitucional: “los principios legales abstractos que prometen a todos los ciudadanos iguales derechos tienen que ser desvinculados de lo que la cultura mayoritaria hasta el momento dio implícitamente por sentado”; a continuación insistirá en que la “preeminencia de lo justo frente a lo bueno” encauza las cosas de tal modo que “la justicia política entendida como imparcialidad se compone exclusivamente de contenidos universalistas que también pueden justificarse como ‘morales’ en el sentido kantiano y que no están marcados por valores de una determinada cultura política” (págs. 145, 236, 103 y 239).

Solo así cabría esquivar “la interpretación radical del multiculturalismo” que, sustentada “en la idea errónea de una ‘inconmensurabilidad’ de las imágenes del mundo, de los discursos o de los esquemas conceptuales”, plantea como dilema la “alternativa entre sometimiento y conversión”. Como consecuencia, “las pretensiones universalistas de validez -como por ejemplo en los argumentos para la validez universal de la democracia y de los valores humanos-” pueden acabar apareciendo como “pretensiones imperialistas de poder de una cultura dominante” (pág. 274).

Frente al oximoron anglosajón que alude a unos pretendidos derechos morales, entiende que con “la positivación del primer derecho humano ha sido implementado jurídicamente un contenido moral excedente que ha quedado grabado en la memoria de la humanidad. Los derechos humanos formarán una utopía realista en la medida en que no evoquen por más tiempo las imágenes de tintes socio-utópicos de una felicidad colectiva, sino que consoliden en las mismas instituciones del Estado constitucional la pretensión de alcanzar una sociedad justa”. Lo dejará aún más claro al precisar: “los derechos humanos, de acuerdo a su forma, no son en absoluto normas morales, sino derechos jurídicos con contenido moral” (págs. 261, 262 y 253). O sea -apuntaría por mi parte- tan jurídicos como para generar obligaciones morales…

Al resaltar esta primacía práctica de lo jurídico respecto a lo moral, parece prolongar su diálogo con el entonces cardenal Ratzinger, cuando años después -ya pontífice- expresó su desconcierto ante a la suerte actual del derecho natural. Después de haber servido de fundamento a los textos constitucionales en la postguerra europea, “la idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término”[9].

Por si le sirviera de consuelo, Habermas no dudará en recordar el papel histórico cumplido por dicha doctrina. “En las condiciones completamente transformadas de la modernidad cultural y social, las concepciones de ‘lo político’ articuladas en la filosofía griega así como en el derecho natural cristiano perdieron, sin embargo, su ‘sitio en la vida”. A pesar de ello y de que, con “la secularización del poder del Estado en la sociedad civil hay que contar racionalmente incluso con un pluralismo religioso e ideológico”, no dejará de incluir “la posición particular de John Rawls en la serie de los pensadores clásicos del derecho natural”. Emparenta implícitamente esta realidad con otro de los discursos más polémicos de su compatriota: el pronunciado en su antigua Universidad de Regensburg[10]. Late detrás de ello todo un reconocimiento del laborioso esfuerzo católico por abrir un diálogo con la Modernidad, cuando constata que “el islam tiene por delante todavía este doloroso proceso de aprendizaje” (págs. 209, 238 y 277); a lo que no es ajena la ausencia de un planteamiento iusnaturalista que le pudiera servir de mediador…

 

¿RAZONES PARA UNA SOCIEDAD EN QUIEBRA ÉTICA?

En Habermas se dan cita la preocupación por no abdicar del legado recibido de la Ilustración y la constatación de un notable retroceso ético en las actuales sociedades desarrolladas. Ya vimos cómo las polémicas bioéticas suscitaron en él una particular inquietud. Le desasosiega el “desafío político-moral” que “representan las opciones eugenésicas, hacia las cuales están poniendo rumbo el desarrollo de ‘tecnologías convergentes’ movido por intereses económicos”. Su alejamiento del marxismo no se ha traducido en entusiasmo por el capitalismo, lo que le lleva a interrogarse sobre “si puede regenerarse por sus propios fondos la autocomprensión normativa de una modernidad ocupada por el neoliberalismo y reducida a tecnologías mejoradas y flujos acelerados de capitales” (nota 22 en la pág. 118, también pág. 162).

Será esta tesitura la que lleve al agnóstico a echar de menos lo religioso, al detectar su nada despreciable capacidad para aportar al debate público razones adicionales. “Las religiones son cosmovisiones, no sistemas de valores. Eso fundamenta un contenido cognitivo y una fuerza motivacional que se aparta de las visiones profanas de la vida”. Es consciente de que su -para muchos sorprendente- sugerencia podría malinterpretarse como si contemplara a la religión “únicamente como una ‘suplente’ de las motivaciones morales que le faltan a una modernidad agotada”. En todo caso, la “alternativa amena­zadora que se está iniciando en la actualidad” sería la extinción de la con­ciencia. De ahí que, imbuido por “la actualidad de la filosofía de la religión de Kant”, haga propia “la intención de buscar argumentos para la ‘autoconservación de la razón’ por la vía de una apropiación crítica de la herencia religio­sa” (pág. 162).

Lo que considera en juego es “la autocomprensión normativa de la modernidad sobre todo en la orientación hacia la verdad que posee la ciencia, en el uni­versalismo igualitario de derecho y moral así como en la autonomía del arte y de la crítica”. La pregunta surgirá inevitable, con el trasfondo de un “déficit político” que considera resultado “del carácter individualista de todas las éticas modernas”. “¿Basta el potencial de esta grandiosa y, tal y como espero, imperdible cultura ilustrada, para generar, en las condiciones de las sociedades complejas, los argumentos necesarios en situaciones de crisis para una acción soli­daria socialmente?” (págs. 118 y 117).

Los remedos débiles un Vattimo no le alimentan grandes esperanzas. No confía demasiado en ese “tipo de religión ‘templada’ que se disuelve en im­pulsos psicológicos hacia una conducta capaz de compasión y que pierde todo acicate cognitivo”. La duda seguirá presente: los “potenciales intelectuales y las dinámicas sociales que una moderni­dad que se ha vuelto global puede ofrecer a partir de sí misma, ¿son lo suficientemente fuertes para impedir sus tendencias autodestructivas, principalmente la destrucción de su propio contenido normativo?” (pág. 182). La religión seguirá pues ofreciéndose como refuerzo: “no debemos perder las sensibilidades morales que fueron practicadas en su día religio­samente de forma universal”. Al fin y al cabo también “una interpretación no teológica puede hacer suyo por completo el pensamiento de que, sin la fe en un ‘Dios en la historia’, la historización radical de la razón conduce a la renuncia de la razón misma”. No tendrá inconveniente en confesar que su “interés por la relación entre ciencia y creencia se explica, hablando en términos kantianos, por el interés filosóficamente autorreferencial en la ‘preservación de la razón” (pág. 194 y 196).

Por poner ejemplos… “En la discusión sobre la legalización del aborto o de la eutanasia, sobre las cuestiones bioéticas de la medicina reproductiva, sobre las cuestiones de la protección de los animales y del cambio climático y en cuestiones similares, la situación argumental es tan poco clara que no está decidido de antemano qué parte o partido puede remitirse a las correctas intuiciones morales”. Las escasas esperanzas que cabe depositar en lo que resta de la aportación ética de la Ilustración le animan a dar entrada a posibles nuevas fuentes normativas. “De las ‘frías’ sociedades de Europa, ampliamente secularizadas en la actualidad, no pueden esperarse apenas impulsos y reacciones dignas de mencionarse”; a no ser que “el pensamiento posmetafísico pudiera recobrar nuevas energías a partir del presupuesto semántico de las tradiciones religiosas y regenerar la sustancia normativa de una autocomprensión esclarecida, pero comprometida política y socialmente, y ello, ciertamente, sin desbancar a las religiones, o con la consecuencia de que ambas partes cambien su forma en el diálogo y en la práctica social conjunta” (págs. 268 y 197).

 

UNA SECULARIZACIÓN NO LAICISTA

Una primera exigencia será “revisar aquella comprensión del poder estatal secularizado y del pluralismo religioso que podría desterrar a las comunidades religiosas del ámbito político público al dominio privado”. La obligada neutralidad de los poderes públicos podría acabar traduciéndose en una forzada neutralización de la sociedad; esta no tiene por qué ser neutra, salvo que se pretenda imponerle una paradójica confesionalidad envasada al vacío. “John Rawls, en su teoría política, parte desde la visión de que la secularización del poder estatal no significa sin más la secularización de la sociedad civil”. Será en sintonía con él como Habermas se mostrará también preocupado por “las consecuencias que resultan con respecto al rol de las comunidades religiosas en la esfera pública política”. No disimulará que su “crítica se dirige contra la idea laicista de la separación de la Iglesia y el Estado”. En consecuencia, “los principios universales sobre el papel público de la religión -en general, sobre lo que nosotros en Occidente llamamos la ‘separación de Iglesia y Estado’- tendrían que ser especificados e institucionalizados de forma diferente en cada contexto local” (págs. 14, 19, 20, 101 y 102).

Ahondará en lo que considera una contradicción del Estado liberal. “La separación de la Iglesia y el Estado en el contexto de una constitución liberal no puede resultar en una total eliminación de la influencia que las comunidades religiosas pueden tener en la política democrática”. La sesgada aplicación de la receta que prohíbe imponer las propias convicciones a los demás podría, en efecto, acabar llevando a una forzada discriminación de los creyentes. “Una democracia basada en el Estado de derecho, que explícitamente autoriza a sus ciudadanos a llevar una vida religiosa, no puede al mismo tiempo discriminar a esos mismos ciudadanos en su papel de colegisladores democráticos” (pág. 105).

Equivaldría a expulsarlos a la hora de conformar una opinión pública que fecunde el pluralismo político. “Mientras la opinión pública políticamente relevante se alimente de este depósito del uso público de la razón por parte de ciudadanos creyentes y no creyentes, debe formar parte de la autocomprensión colectiva de todos los ciudadanos el hecho de que la legitimación democrática formada deliberativamente se nutra también de voces religiosas y de interacciones estimuladas por la religión. En este sentido, el concepto de lo ‘político’, desplazado así del Estado a la sociedad civil, conserva una referencia a la religión incluso dentro del Estado constitucional laico”. Para ello es preciso “esclarecer el pensamiento secular sobre el automalentendido secularista de una Ilustración estrecha de mira.” (págs. 106 y 126).

Tras reconocer a John Rawls “el mérito de haber encauzado la aten­ción sobre este tema con su concepto kantiano del ‘uso público de la razón’ de los ciudadanos”, invita a superar esa paradoja. “Las mismas perso­nas que están autorizadas expresamente a practicar su religión y a lle­var una vida piadosa, deben participar como ciudadanos en un proceso democrático cuyos resultados tienen que permanecer exentos de toda presencia religiosa”. El secularismo laicista “practicado públicamente significaría que los ciudadanos seculares [no creyentes], en el mejor de los casos, pondrían bajo algo parecido a la protección de las especies a un determinado tipo de conciudadanos a causa de su mentalidad religiosa, pero no los tomarían en serio como contemporáneos modernos, y, por consiguiente, los discriminarían en su rol de ciudadanos” (págs. 135 y 234, 216 y 136).

Superando esa actitud, “todos los ciudadanos tienen que ser perfectamente conscientes de que una política deliberativa es el resultado del uso público de la razón tanto de los ciudadanos religiosos como de los no religiosos” (pág. 216). No cabría, en consecuencia, considerar aptos para política a quienes -entre nosotros- tienden a olvidar el ignorado artículo 16.2 de nuestra Constitución: “Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias”. Como consecuencia, bastará que algún ciudadano exprese una opinión que parezca concordar con la difundida por la confesión religiosa predominante para que se le descalifique inquisitorialmente; estaría imponiendo sus convicciones a los demás, ya que las defendería por ser católico.

Se equivoca pues -a su juicio- el laicismo cuando “resuelve esta oposición con una privatización completa de la religión”. Si, por el contrario, se facilita que “las comunidades religiosas desem­peñen un papel vital en la sociedad civil y en la esfera pública política, la política deliberativa resultará del uso público de la razón de los ciuda­danos religiosos en no menor medida que de los no religiosos”. Si no es así, avivarían “el debate únicamente las convicciones problemáticas en el trasfondo: por un lado, un relativismo cultural animado por la razón crítica; por el otro, un secularismo petrificado desde el punto de vista de la crítica de la religión” (págs. 234 y 274).

Esto último supondría alinearse con aquellos “intelectuales laicistas de origen francés a quienes iba dirigido originariamente el re­proche de ‘fundamentalismo ilustrado”. Desde su “interpretación crítica de la religión, esta tiene que retirarse de la esfera pública política al dominio privado, porque, contemplada desde una perspectiva cognitiva, la religión es una ‘figura del espíritu’ históri­camente superada”. Habrá quienes estén convencidos “por motivos filosóficos de que las comunidades religiosas solo deben la perduración de su in­flujo a la supervivencia tenaz -explicable desde la sociología- de las mentalidades premodernas”, ya que “desde el punto de vista de los secularistas [laicistas], los contenidos religiosos de la fe están desacreditados por la ciencia de una o de otra manera, y no los contemplan como dignos de ser discu­tidos” (págs. 275-276).

 

ENTRE EL CONSENSO Y EL MODUS VIVENDI

La consecuencia que todo esto acabaría trayendo consigo sería un empobrecimiento del debate social. “El Estado demo­crático no debería reducir precipitadamente la complejidad polifónica de la diversidad pública de voces porque no puede saber si así cercenará a la sociedad de los escasos recursos de la creación de significado y de iden­tidad. Especialmente en lo relativo a los ámbitos vulnerables de la convi­vencia social, las tradiciones religiosas disponen de la fuerza para articu­lar convincentemente las intuiciones morales”.

A su vez los creyentes se verían tentados a considerar cuestionada su ciudadanía y adoptar un mero modus vivendi sin una real integración en lo vida social; lo que recuerda la distinción de Rawls entre la colaboración a generar un consenso entrecruzado, en el que fundar una razón pública, y el modus vivendi de quien asume resignadamente determinada situación, pero está dispuesto a abandonarla ante cualquier oportunidad más favorable[11]. También los “ciudadanos seculares que se toparían con sus conciudadanos con la reserva de que estos, a causa de su mentalidad religiosa, no pueden ser tomados en serio como coetáneos modernos, recaerían en un mero modus vivendi y abandonarían, por consiguiente, la base de reconocimiento de la ciudadanía en su conjunto”. La conclusión, “para que todo funcione bien”, llevaría a entender que “las dos partes tienen que comprometerse, cada una desde su perspectiva, a una interpretación de la relación entre ciencia y creencia que les haga posible una vida común, autorreflexivamente ilustrada” (pág. 278).

 

LA DISCUTIDA CLÁUSULA DE TRADUCCIÓN

Habermas no duda en resaltar esta “importante cuestión de si un Estado político de libres e iguales debe contentarse con un modus vivendi”. Nos reconocerá: “Coincido con Rawls en que el Es­tado constitucional democrático representa un orden político funda­mentado sobre principios, empeñado en ser reconocido como legítimo por los ciudadanos por buenas razones”. Considera, sin embargo, que ello queda en un “alegato en favor de un papel más bien restringido de la religión en la esfera pú­blica”. La cláusula tropezará con la constatación empírica de que “muchos ciudadanos, en sus posicionamientos políticos, no pueden o no quieren efectuar la se­paración exigida entre aportaciones en lenguaje religioso o en lenguaje secular”. Por otra parte, una constitu­ción liberal “no debe efectuar una carga adicional semejante y por tan­to asimétrica de sus ciudadanos”. Habría por ello que considerar ambos extremos al abordar “una institucionalización de la cláusula de traducción” (págs. 140-141 y 217)

Este intento de hacerlo posible llevará a contraponer y ponderar diversas exigencias. Así la viabilidad de la cláusula de traducción obligará a discutir si “las contribuciones religiosas tienen que ser traducidas a un lenguaje de acceso universal, antes de que su conte­nido pueda encontrar entrada en las deliberaciones de aquellas institu­ciones políticas que toman decisiones jurídicamente vinculantes”. Habermas se inclina a admitir que “la ‘separación de Estado e Iglesia’ reclama entre ambas esfe­ras un filtro que solo deje pasar las aportaciones ‘traducidas’, es decir, las aportaciones seculares, desde el vocerío babilónico de la esfera pú­blica a las agendas de las instituciones estatales”. La experiencia histórica respaldaría que “solo con la traducción del núcleo universalista de las propias convicciones religiosas fundamentales en los principios de los derechos humanos y de la democracia, fundamentados racional y jurídicamente, han en­contrado un lenguaje común más allá de las diferencias de fe irrecon­ciliables” (págs. 136, 278 y 139; también 256).

Lo importante a la hora de abordar tan compleja tarea será una “disposición al descentramiento de las perspectivas propias”. Se pone así en marcha “un aprendizaje recíproco unos de otros, en cuyo transcurso se funden, unos con otros, los puntos de vista particulares en un horizonte común ampliado”; que le lleva a remitir a Gadamer. “Tam­bién los ciudadanos seculares tienen que aprender naturalmente a dis­tinguir sus concepciones de la ‘buena vida” (Rawls), es decir, sus pro­pios proyectos existenciales para la vida y las orientaciones éticas de los valores, de los intereses universalizables y de los estándares universales de justicia”. El problema es que esto implicará inevitablemente que “los ciudadanos religiosos soportan, además, una car­ga específica, pues para ellos no son los ‘valores’, sino las ‘verdades’ las que tienen una relevancia existencial”, lo que les exigirá ahondar en la “diferencia entre argumentos públicos falibles y verdades de fe infalibles”. Más que un mero “tener-por-cierto”, experimentarán la “diferencia entre el sentido integrador a la comunidad y el sentido descentrante de ‘universalidad”. No cabe olvidar que “desde la perspectiva del creyen­te, las ‘verdades de la fe’ no son verdades sui generis. No obstante, se espera de él, como ciudadano de un Estado constituido democráticamen­te, que reconozca la relevancia política de la distinción entre ambos ti­pos de pretensiones de verdad” (págs. 139-140).

Por otra parte, será ineludible reconocer una realidad puesta ya de manifiesto por Habermas en su obra anterior: también “un proceso complementario de aprendi­zaje solo resulta necesario del lado secular si no queremos confundir la neutralización del poder del Estado con la exclusión de las declaracio­nes religiosas de la esfera pública política”. Al fin y al cabo, “La conciencia religiosa, que se ‘reformó’ (en un sentido no confesio­nal), y el pensamiento posmetafísico, que, sin volverse derrotista, elabo­ró una crítica ‘de la’ razón” no son sino “respuestas complementarias a los mismos desafíos cognitivos de la Ilustración alimentadas por las fuentes seculares del conocimiento. Esta complementariedad fundamenta entre ambas formas intelectuales una contemporaneidad que excluye una devaluación secularista de la religión”

(pág. 277 y 113).

 

UN DOBLE APRENDIZAJE

Este escenario plantea una “exigencia mo­ral a los ciudadanos individualmente”, pero también –más allá de ella- reclama “un filtro institucional”, que operará “entre la comunicación informal en la esfera pública y las deliberaciones for­males que conducen a decisiones vinculantes para la colectividad. Con esta propuesta se alcanza el objetivo liberal de que todas las decisiones sancionadas estatalmente pueden ser formuladas y justificadas en un lenguaje accesible para todos sin tener que limitar, ya en la raíz, la po­lifonía de la diversidad pública de las voces”. Es obvio que “una regulación semejante impone cargas a ambas partes” pág. 218).

Los creyentes “que se consideran miembros leales a la constitución de un Estado democrático tienen que aceptar la mencionada ‘cláusu­la de traducción’ como precio por la neutralidad ideológica del poder del Estado”. Los no creyentes, por su parte, han de asumir “un deber con una carga similar ya que tienen que rendir cuentas recíprocas frente a todos los ciudadanos. En la esfera pública política simplemente no deben ignorar las manifestaciones religiosas ni rechazarlas de plano por absurdas”. Unos y otros han de “poder encontrarse de tú a tú, a una misma altura de los ojos, porque para el proceso democrático las aportaciones de una de las partes no son me­nos relevantes que las de la otra”. Serán necesarios “procesos complementa­rios de aprendizaje”, para llevar a la práctica “un posicionamiento epistémico muy exi­gente, aconsejable desde un punto de vista moral pero que no puede im­ponerse jurídicamente” (pág. 218).

Habermas reiterará su deuda con Rawls, pero procurando dejar siempre abierto un ámbito más flexible para que los creyentes puedan moverse con facilidad: “De Rawls aprendí mucho sobre el ethos democrático de los ciu­dadanos”; pero eso no le impide insistir en que “el Estado liberal que autoriza expresamente a sus ciudadanos a llevar una vida piadosa no debe truncar las voces religiosas ya en las raíces de la so­ciedad civil del proceso democrático”. A su modo de ver “los ciudadanos deberían ser libres en la esfera pública para servirse también de un lenguaje religioso; sin embargo, tienen que aceptar entonces que el contenido de las declaraciones religiosas tiene que ser traducido a un lenguaje de acceso general, antes de que pueda encontrar una entrada en las agendas y en las negociaciones de los parlamentos, de los tribunales y de las instituciones estatales de toma de decisiones”. “Sin duda, las aporta­ciones ‘monolingües’ de los ciudadanos religiosos siguen dependiendo de los esfuerzos cooperativos de traducción”; pero no dejará de añadir que, al mismo tiempo, esta situación “recla­ma a los ciudadanos no religiosos un espíritu abierto frente a las aporta­ciones de sus conciudadanos religiosos” (pág. 256).

 

RELIGIONES QUE APORTAN RAZONES

La experiencia de secularización acabará llevando a reflexionar sobre una genealogía de la razón. Habermas parte de su especial énfasis “en dos cuestiones controvertidas acerca de si los conciudadanos religiosos tienen que ser to­mados en serio como tales en el proceso democrático de la formación de opinión y de si sus declaraciones religiosas pueden tener un potencial cog­nitivo al que el Estado secular no debe renunciar por buenas razones”. Su agnosticismo no le impide constatar que “las religiones mundiales son el único elemento que ha conservado vitalidad y presencia de ánimo en las sociedades moder­nas”. No le parece discutible que “las certezas religiosas han conservado credibili­dad y están vinculadas a impresionantes testimonios de biografías au­ténticas”; como consecuencia, no dudará en confesar: “la constelación actual de ciencia y de creencia no me la tomo en serio únicamente como un hallazgo empírico, sino también como un hecho dentro de la historia de la razón” (págs. 137 y 161).

Del respeto a la libertad religiosa pasa pues al reconocimiento del papel histórico de la religión en su defensa de la razón. “El asunto de la relación de ciencia y creen­cia en las sociedades postseculares me retrotrae finalmente, más allá de estas cuestiones de la ética política y de la epistemología, al círculo pro­blemático citado en varias ocasiones de una genealogía de la razón”; o -dicho aún más claro-: “mi interés por la relación entre ciencia y creencia se explica, hablando en términos kantianos, por el in­terés filosóficamente autorreferencial en la ‘preservación de la razón”. Tanto la fe como el saber pertenecen “a la historia de la razón. Por ello, la razón secular solo aprenderá a entenderse cuando clarifique su posición hacia la conciencia religiosa de la modernidad, una conciencia que se ha vuelto reflexiva, y comprenda el origen común de estas dos formas complementarias de la mente” que alimentan un mismo “empuje cognitivo” (págs. 195, 196 y 159).

Como apuntamos al principio, contribuyó decisivamente a este descubrimiento su preocupación ante sesgo marcado por la pasividad ética con que se contemplan los avances de la biotecnología. En diálogo con Magnus Streit asume: “Hasta ahora, la estructura natural de nuestra forma de vida aseguraba una indisponibilidad de la propia naturaleza”, de la que “se nutrían las formas del trato del universalismo igualitario e in­dividualista. En la actualidad nos estamos acercando a las posibilidades técnicas de intervenir en la configuración genética de la naciente vida humana, que hasta entonces era el resultado de una unión casual de los grupos de cromosomas de los padres. Con ello se introduce la amenaza de una vulneración de la constitución comunicativa de nuestra forma de vida hasta en las capas morales profundas. Striet posiciona la cuestión de Dios en este contexto”, dado que “la cuestión no es ya lo que es moral sino por qué hemos de actuar moralmente”. El resultado no le parece tan sorprendente porque, ante “el caso concreto de la licitud de la investigación en embriones o de la eugenesia liberal, las respuestas inspiradas por Kant no resultan muy diferentes de las argu­mentadas desde un punto de vista teológico” (pág. 190).

Nos encontramos, sin embargo, ante un proceso a medio hacer, necesitado de una mentalidad post-secular, porque entre los no creyentes “la intelección de que las gran­des religiones vitales llevan posiblemente consigo ‘contenidos de ver­dad’ en el sentido de intuiciones desbancadas o de intuiciones morales inexploradas, no resulta obvia de ninguna manera. En este contexto re­sulta útil una conciencia genealógica del origen religioso de la moral ra­cional de igual respeto hacia todas las personas. La evolución occidental se caracteriza esencialmente por el hecho de que la filosofía se apropió una y otra vez de los contenidos semánticos procedentes de la tradi­ción judeocristiana; y es una cuestión abierta si este proceso de apren­dizaje de siglos de duración podrá proseguirse en la actualidad o si per­manecerá inconcluso” (pág. 219).

 

EL MUNDO DE LA VIDA EN EL MARCO DE UNA DISCUTIBLE HERMENÉUTICA CIENTIFÍCA

Enmarcado en un mundo de pensamiento marxista, Habermas sintonizó hace ya más de cincuenta años con la consecuencias del giro lingüístico que experimentaba la reflexión filosófica. No extraño que al cabo de estas décadas haga suyos los puntos de partida básicos de la hermenéutica en la que había profundizado Gadamer. Si la posibilidad de una reflexión realmente posmetafísica sigue pareciendo discutible, también resultará llamativo que Habermas se empeñe en conservar la identificación entre racionalidad y ciencia, consolidada en la pleamar del positivismo. La defensa de esa peculiar filosofía científica perece forzadamente exigida, para evitar una filosofía que, por no ser científica, habría abandonado el ámbito de la racional.

La vivencia hermenéutica del conocer se hará pronto perceptible. Detectará la peculiaridad de los “conocimientos de trasfondo que nos acompañan, que son ciertos intuitivamente, pero que, implícitamente, continúan siendo prerreflexivos”. En nuestra comunicación lingüística “la mayoría de los enunciados permanecerían opacos o ambiguos si el hablante no compartiera con el oyente unos conocimientos previos implícitos”. La clara distinción entre el erklären y verstehen, las “ciencias humanas y sociales” y las “ciencias naturales”, la perspectiva de “un observador que reúne y procesa datos empíricos”, y la del “intérprete que, en cierto modo, tiene que participar virtualmente en prácticas y juegos lingüísticos antes de poder objetivarlos, es decir, transformarlos en datos, describirlos y procesarlos analíticamente”. De ahí que en “las ciencias humanas y sociales” latan “los rasgos inevitablemente no reflejados de una precomprensión constitutiva” de todo “acceso cognitivo”. Habrá que acabar reconociendo que la “pretensión de objetividad de las ciencias humanas, lograda hermenéuticamente, es menos ingenua que la ‘mirada desde ningún lugar’ que testifican las ciencias naturales” (págs. 22, 54 y 147).

Desde este punto de partida defenderá que el “filosofar” se siga entendiendo en la actualidad como una “actividad científica”, aunque su “cientificidad” no signifique que “la filosofía sea asimilada por la ciencia o que represente una ciencia ‘normal’ junto a otras”. De todos modos, aunque de “manera diferente a lo que ocurre en las ciencias, la filosofía no tiene que avergonzarse de esta función de autoentendimiento”. En consecuencia, pese a la discutible coextensión de razón y ciencia, la “filosofía puede que no sea ninguna disciplina científica corriente, pero sabe desempeñarse bien como una actividad científica” (pág. 148).

Desde este emplazamiento, sugiere “un cambio de actitud a favor de una relación dialógica, abierta al aprendizaje, con toda tradición religiosa y de una reflexión sobre la posición del pensamiento posmetafísico entre las ciencias y la religión”. El posmetafísico sería “un pensamiento secular que insiste en distinguir fe y conocimiento como dos modos esencialmente diferentes de pretensión de verdad”. De ahí que nos lleve a evitar el “autoengaño” característico de un laicismo enredado en “la autocomprensión secularista estrecha de una filosofía ‘científica’ que se considera a sí misma exclusivamente como heredera de la filosofía griega y como la adversaria natural de la religión”. Habrá pues de conceder que “filosofar es una actividad científica, pero predicar la ‘cientificidad’ de la argumentación filosófica no quiere decir que la labor generalizadora de autocomprensión que incumbe a la filosofía se agote en la ciencia” (págs. 94, 96, 97 y 98).

 

 

[1] Erkenntnis und Interesse (1965), en Technik und Wissenschaft als “Ideologie” Frankfurt, Suhrkamp, 1969, págs. 146-168. De ello me ocupé en la primera parte de Derecho y sociedad. Dos reflexiones sobre la filosofía jurídica alemana actual Madrid, Editora Nacional, 1973; versión alemana: Rechtswissenschaft und Philosophie. Grundlagendiskussion in Deutschland Ebelsbach, Rolf Gremer Verlag, 1978.

[2] Die Zukunft der menschlichen Natur. Auf dem Weg zu einer liberalen Eugenik? Frankfurt am Main, Suhrkamp, 2002 (4ª ampliada); citamos por la versión española: El futuro de la naturaleza humana. ¿Hacia una eugenesia liberal? Barcelona, Paidós, 2002, pág. 155.

[3] Zwischen Naturalismus und Religion. Philosophische Aufsätze Frankfurt am Main, Suhrkamp, 2005; hay versión en español: Entre naturalismo y religión Barcelona, Paidós, 2006.

[4] Madrid, Trotta, 2015; más sugerente que el genérico título alemán: Nachmethaphysisches Denken II. Aufsätze und Repliken Frankfurt, Suhrkamp, 2012.

[5] Aspecto este que, en aras de la literalidad, no parece haberse valorado adecuadamente por sus traductores españoles. La contraposición “secular”-“religioso” queda muy alejada de existente en nuestro lenguaje cotidiano, que no califica como “secular” al “agnóstico” sino, más frecuentemente, a un sector del clero; a la vez considera como “religioso” a otro sector del mismo, sin que se le ocurra identificar con él a todo “creyente” de a pie. Ello me ha llevado a recurrir ocasionalmente incisos a [entre corchetes] para sugerir obligados retoques.

[6] En diálogo con Eduardo Mendieta lo ejemplifica elocuentemente: “El pensamiento posmetafísico continúa siendo secular incluso en una situación descrita como ‘postsecular’, pero en esta última puede llegar a ser consciente de una errónea autocomprensión secularista. Parece que yo debería haber evitado la engañosa igualación de ‘posmetafísico’ con ‘postsecular” -pág. 92; citaremos por la versión española, salvo aviso en contrario. Más claro habría resultado también el texto si se hubiera traducido “secularista” por laicista…

[7] “Creer y saber”, en El futuro de la naturaleza humana (cit. nt. 2), pág. 145.

[8] Me remito a lo que he tenido ocasión de desarrollar en Derecho y moral. Una relación desnaturalizada, en diálogo con Juan Antonio GARCÍA AMADO y Cristina HERMIDA DEL LLANO, Madrid, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, 2012.

 

[9] Mis reflexiones sobre este discurso del 22 de septiembre de 2011 ante el Bundestag se han recogido en Religión, racionalidad y política Granada, Comares, 2013, págs. 103-111.

[10] También me he ocupado de él; Assecondare Dio, como è lógico en “La legge del Re Salomone. Pope Benedict XVI public speeches” (coordinado por Marta Cartabbia), Milano, Rizzoli-BUR, 2013, págs. 167-175; versión en inglés Acting contrary to Reason is contrary to God’s Nature en “Pope Benedict XVI’s Legal Thought. A Dialogue on the Foundation of Law” (ed. Marta Cartabbia & Andrea Simoncini) Cambridge University Press, 2015, pp. 205-212.

[11] J.RAWLS El liberalismo político Barcelona, Crítica, 1996, pág. 179.

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