Reflexión dominical de Monseñor Martorell, Obispo de Iguazú

La liturgia nos pone ante la realidad de la lucha espiritual por hacer la Voluntad de Dios. Las consecuencias del pecado original entrañan para el hombre una constante lucha contra el mal. El cristiano lucha para vivir el bien y debe renunciar a muchas cosas que le presenta el mundo y la vida cotidiana y tantas veces -como dice el Apóstol San Pablo- hacemos el mal que no queremos y no hacemos el bien que queremos.

El servicio de Jesús entraña una actitud de amor y de gracia. En la primera lectura de hoy vemos la afligida confesión de Jeremías (Jer. 20,7-9) que expresa el profundo sufrimiento de un hombre elegido por Dios para anunciar su palabra y perseguido por proclamarla. Jeremías se dice “seducido por Dios”, se siente casi engañado por Él; porque “su palabra lo ha hecho objeto de oprobio y desprecio todo el día” (Ib. 8). Perseguido por el sufrimiento, Jeremías quisiera alejarse de Dios pero le es imposible. El mismo Profeta declara “la palabra era en mis entrañas, fuego ardiente, encerrado en los huesos” (Ib. 9). Este fuego interior es el amor de Dios que lo ha conquistado y seducido y le ha dado el carisma profético, para anunciar la Palabra aun en el dolor y el sufrimiento. El es débil y pequeño, pero Dios es grande y poderoso. El no es más que un pobre y débil elegido por Dios para no sólo amarle sino hacer que los hombres le amen.

Estos sufrimientos de Jeremías, nos muestran -a modo de prefiguración- cómo serán los dolores del Mesías y también el mismo Jesús anuncia a sus discípulos cómo será su pasión (Mt.16, 21-27). Sin embargo los sufrimientos de Jeremías son una pálida figura de cómo serán los sufrimientos del Señor. Desde la confesión de Pedro en Cesarea, comienza el Señor a comentarles a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y allí padecer mucho y morir después. Allí es que Pedro -con la misma fuerza con que lo confesó Mesías e Hijo de Dios- rechaza el anuncio de la pasión hecho por Jesús. ¿Cómo es posible que el Mesías que viene a liberarnos debía sufrir mucho a causa de los hombres y después morir? Es el razonamiento propio de cualquiera, sobre todo de alguien que amaba a Jesús como lo amaba él. ¿Pedro acaso no había escuchado sobre los sufrimientos del Mesías? ¿No conocía al Profeta Isaías, Jeremías y los demás Profetas? La respuesta de Jesús sobre la opinión de Pedro es contundente y dura: “quítate de aquí Satanás que me haces tropezar, tú piensas como los hombres, no como Dios” (Ib. 23). Este es el pensamiento de los hombres, no el de Dios. Es la lógica del hombre que por naturaleza rechaza el sufrimiento. Jesús tenía que sufrir mucho para redimir al mundo del pecado. Así lo ha establecido el Padre. Esta es la lógica de Dios y por eso no encaja en la lógica de los hombres ni en la de Pedro. Pedro, apenas un momento antes era elogiado como quien expresaba a Dios y ahora es rechazado duramente. Y sin embargo ¡el amor de Jesús por Pedro era infinitamente más grande que el de Pedro por él!

Es más fácil reconocer en Jesús al Mesías, al Hijo de Dios, que aceptar verlo morir como un malhechor. Tengamos presente, que quien se escandaliza de la cruz de Jesús, se escandaliza de Él y se opone a la voluntad del Padre; porque Cristo es el Señor Crucificado. Hermanos, seguir a Cristo implica la cruz, la cruz de Cristo y la propia cruz. Él mismo nos lo dice para hacernos comprender que sería iluso pensar en seguir a Cristo sin llevar con Él la cruz: “el que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Ib. 24). Conociendo la existencia del pecado y la inclinación al mal, es éste el único camino de salvación para el mundo entero. En la cruz de Cristo, unidos a su pasión, el sufrimiento del mundo y del hombre adquiere un sentido distinto.

En nuestros días se rechaza el dolor y se busca evitarlo, incluso suplirlo por el placer. Cuánto bien nos haría comprender que el dolor y el sufrimiento, el hambre y la exclusión, las injusticias fruto de la soberbia y el desinterés por los hermanos, cuando están unidos a la pasión de Cristo adquieren un sentido salvífico, nos purifican y nos llaman más fuertemente a la conversión para gozar del Amor de Cristo, ahora y más tarde, al final, cuando sólo nos pregunten por el amor.

Que María al pie de la Cruz nos lleve a amar nuestras propias cruces y convertirlas en ocasiones de gracia y amor.

Marcelo Raúl Martorell                                                                              Obispo Puerto Iguazú
(Rom. 12, 2)

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