El café en donde pagás 1200 pesos para acariciar gatos es tendencia en Argentina: enterate cómo funciona

Pensado para fanáticos de los felinos, ofrece la posibilidad de disfrutar de desayunos o meriendas mientras los animales recorren las mesas y se dejan acariciar por los visitantes.

 

El primer gato-café llegó a Buenos Aires y ya es un éxito. ¿La propuesta? Tomar un café y acariciar a un gato. De eso se trata. Ni más, ni menos.

El fenómeno es mundial: existen muchísimos lugares en todo el planeta donde se puede ir a tomar algo mientras se observa o se interactúa con varios felinos que deambulan por el local. Los fanáticos de los gatos son capaces de pagar cualquier precio con tal de entrar en contacto con su animal favorito, escucharlo ronronear, darle de comer o lograr que tome confianza y se duerma en sus brazos. Muchos de los que van a estos lugares tienen en su casa su propio gato, pero la experiencia de estar con muchos a la vez es lo que vale el precio de la entrada.

La Argentina no tenía ningún negocio dedicado a esto. Hasta ahora. Hace siete meses abrió el Cat Café de Buenos Aires en el barrio de Abasto, un escondite precioso donde se puede disfrutar de varios gatitos cariñosos mientras se toma un desayuno o una merienda. A diferencia de los gato-café del resto del mundo, la sucursal porteña no tiene un local a la calle. Para encontrarlo, hay que comunicarse por Instagram (@cat.cafe.buenosaires), reservar un horario y pagar por adelantado. Una vez concretados todos esos pasos, se comunica la dirección para que se produzca el encuentro.

Los turnos son de una hora y hay seis por día. La cantidad de gente que entra por tanda es poca: de dos a cinco personas. El precio por la experiencia (que incluye un café con leche y algo dulce) es de 1200 pesos los días hábiles y 1500 los fines de semana.

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Es una sorpresa llegar al lugar. Por fuera, es un edificio común y corriente. Hay que recorrer un largo pasillo para alcanzar el último departamento donde se deja atrás la ciudad y se entra a otro mundo. La descripción de una página inmobiliaria diría “tres ambientes con patio, cocina separada, muy luminoso”.

La realidad es que esta propiedad es un verdadero búnker gatuno, con decoración alusiva, tienda de recuerdos y fotos de gatitos. Antes de seguir, hay que leer las reglas. Hay que usar alcohol en gel, pero no por temas sanitarios sino para no perturbar a los gatos con olores de otros animales.

gato-café
El gato-café en Argentina.

Tampoco se les puede dar de comer algo que no sea lo que ahí se suministra. No se debe abrir ninguna puerta sin autorización. Las fotos están permitidas, pero sin flash. No se puede gritar, ni hacer ruidos fuertes: menos que menos despertar a un gato que está durmiendo. Y, por supuesto, está prohibido cualquier movimiento brusco como tirarles de la cola o correrlos.

Este gato-café tiene dos sectores para acomodarse. Uno está en el patio, con pasto artificial y un deck con sombrilla. El otro está adentro, en lo que sería el comedor de la casa. El “living” hace las veces de “feria” con ítems a la venta como remeras y buzos con estampas felinas, almohadones y otros objetos, por supuesto, con la misma temática.

Un porcentaje de estas ventas van a dos refugios (Rescatando bigotes y Proyecto Miau) que se dedican a rescatar y a transitar animales hasta que estén listos para la adopción. Los gatos del staff del gato-café porteño no están disponibles para adopción. Pero si después de la visita existe interés en adoptar un espécimen, las dueñas tienen muchos para ofrecer de establecimientos especializados.

 

Gato-café, un proyecto de amigas

La idea de hacer un café con gatos surgió por la falta de trabajo en la pandemia. Diana Capasso, Liliana Raco y Gabriela Marcos eran tres amigas que tenían una empresa de turismo. Llevaban viajeros a distintas partes del país, hasta que la cuarentena obligatoria suspendió todo. Al principio, vivieron con sus ahorros. Pero cuando las reservas se terminaron, empezaron a pensar qué hacer para sobrevivir.

El departamento donde ahora funciona el gato-café era una propiedad que ellas alquilaban en forma temporaria. Como tampoco pudieron ofrecérselo a nadie durante el aislamiento, decidieron usar el lugar para hacer otro tipo de negocio.

Fue Gabriela la que dijo: “Tengo unas amigas que aman los gatos, pero no pueden tenerlos en sus casas. ¿Por qué no armamos un lugar para que puedan estar con ellos y, además, tomar una merienda?” Diana, que tiene su casa en el mismo edificio, aceptó enseguida y ofreció sus tres gatos para hacer la prueba.

“Vinieron y ese mismo día, la hija de una amiga me contó que había encontrado dos gatitos bebés –recuerda–. Y bueno, le dije que los trajera. La intención no fue hacer un local, se fue dando entre amigos, con gente que tiene alergia y no puede vivir con gatos, la nena que quiere y el padre no la deja… Se armó un boca a boca. Cuando quisimos acordarnos, se nos desbandó. Ya era un gentío. Lo que había empezado los domingos, después también fue los sábados y los días de semana.”

Enseguida armaron una cuenta de Instagram para promocionarse, trajeron una máquina de café y cerraron un acuerdo con una fábrica de alfajores artesanales. Les escribió un montón de gente, las reservas se agotaron y la cosa empezó a funcionar.

A los cinco gatos iniciales, se sumaron tres más que una conocida rescató de la calle. Los ocho son el elenco estable del gato-café: Pipi, Coñi, Princesa, Bebé, Rubio, Silver, Luana y Peque. Todos son sociables y no tienen miedo. El momento cúlmine de la visita es cuando se les da su comida balanceada favorita.

En ese momento, las dueñas ofrecen usar un delantal para tirarse al suelo y aprovechar para que los gatos se trepen buscando el alimento. Ninguno es agresivo: no muerden ni arañan. Como cualquier gato, ante una situación incómoda pueden poner límites. Pero esas son cuestiones que las dueñas sobrellevan con profesionalismo y se dan cuenta inmediatamente si los animales no están cómodos y a punto de atacar a alguien.

“Es muy lindo cuando vienen personas con fobias o con alergias –explica Diana–. Se quedan una hora y se van felices. Lo hicimos más que nada por eso. Y también viene gente que ya tiene gatos en sus casas, pero se entusiasma con éstos, que son muy cariñosos. Hay quienes no estaban seguros de tener uno y después de venir acá, se van más convencidos. Nosotras hicimos esto para hacerle pasar un buen momento a la gente. No queremos gritos, ni ruidos. No queremos que los gatos se pongan nerviosos.”

Es por eso que el lugar se ocupa rápido y deja a muchos con las ganas: la idea es cuidar a los gatos y no estresarlos con demasiadas visitas. Aunque están acostumbrados, no ven multitudes por día ni tampoco se juntan muchas personas al mismo tiempo.

Por ahora, este gato-café de Buenos Aires seguirá funcionando así: con turnos y poca gente. Saben que varios se enojan porque se quedan afuera. Pero no quieren agrandarse porque no tienen intención de trabajar tanto ni de romper la armonía que hay entre los ocho gatos. “No quiero llenar el lugar con veinte mesas, ni cuarenta personas, no lo necesito –se sincera Diana–. Queremos vivir tranquilas y que los gatos estén felices.”

 

El gato-café alrededor del mundo

 

 

FUENTE: La Nación.

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