Columna | La cuaresma un tiempo para redescubrir la importancia y el sentido de nuestra vida cristiana

El párroco Amaro C. René invita a reflexionar sobre la cuaresma como sentido de la vida y como el “verdadero deseo de Dios que vive en nosotros”. Además, invita a pensar en esta fecha por medio de un dialogo restaurador y personal.

Es difícil para nuestro organismo soportar la sed durante mucho tiempo; enseguida procuramos ir por el agua que nos la pueda apagar… Eso fue, justamente, lo que vivió el pueblo de Israel en el desierto y la mujer samaritana de Sicar: la sed les movió a buscar, a clamar, a ponerse en movimiento y “en camino”.

Es que la sed es símbolo de una experiencia humana muy radical: nos sentimos constitutivamente carentes, nos damos cuenta de que no somos completos …sentimos “la falta de…” (y en el caso de millones de hermanos, la falta de los elementos básicos para vivir con dignidad…) Es verdad que esta experiencia puede encerrarnos en la frustración, la queja y el aislamiento. Por eso, es necesario que la carencia nos despierte el deseo, un anhelo de plenitud que se convierta en nuestro motor vital de búsqueda. ¡Bendita búsqueda que nos pone de cara a Dios y de cara a los demás para el encuentro! La cuaresma que estamos recorriendo es, entonces, como esa experiencia de desierto que nos ayuda a reconocer la sed y el deseo que nos atraviesan, y a reconocer a Dios como la Fuente que necesitamos y buscamos…

Aunque, en verdad, cuando nosotros salimos en búsqueda de Dios… ¡siempre es Él quien nos sale al encuentro primero! Pues Él ya estaba buscándonos desde antes… como lo refleja este encuentro de Jesús y la Samaritana. JN 4,5—42

Nos acerca el diálogo de Jesús con la mujer samaritana. Un diálogo restaurador de nuestro «proceso de encuentro» con Jesús, un diálogo que nace motivado por la sed y que, al fin, culmina saciando esa sed porque guía pedagógicamente en el encuentro con el propio manantial.

Así, a partir de la experiencia de la sed física y del agua, Jesús ayuda a la samaritana a tomar conciencia de su propia sed interior: de sentido, de plenitud, de libertad… Jesús, por una parte, la encamina hasta que ella puede asumir su situación vital: «no tengo marido» … Por otro lado, palabras como «agua viva», «manantial de agua que salta hasta la vida eterna», la ayudan a abrirse, despertando en ella la esperanza tan arraigada en su pueblo: «cuando venga, el Mesías nos lo dirá todo». Es allí, cuando, desde la propia verdad y en la apertura del deseo, Jesús le revela su identidad: «Yo soy, el que habla contigo».

«Yo soy», en la Biblia, refiere al nombre de Dios; así, desde esta frase, podemos aventurarnos a reconocer a Jesús mismo como el «diálogo personal» que Dios establece con cada uno de nosotros, ya que Él mismo se autodefine que «el que habla contigo» … Así pues, ¿cómo no reconocer que nuestra existencia misma es un diálogo con Dios y que solo en ese diálogo somos «nosotros mismos»?

Sólo en diálogo con Dios somos lo que estamos llamados a ser, sólo «de cara a Él» somos restaurados en nuestra propia identidad… Pues, la palabra de Jesús –y Él mismo como Palabra– tiene la virtud de encender y despertar en nosotros el amor y, de este modo, sacia nuestra sed, porque nos descubre el manantial que somos, el surtidor que llevamos dentro: el Amor de Dios, derramado en nuestros corazones.

El diálogo restaurador nos pone, entonces, de cara a nosotros mismos y al Don de Dios, ese «don de Dios» que Jesús invitaba a conocer a la Samaritana y que, según el Apóstol, es el Amor de Dios «que ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5).

(*) Amaro C. René 

*Párroco de la Parroquia Espíritu Santo Km 9 Eldorado- Diócesis de Puerto Iguazú

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