A 100 años de las tapas de Selecciones, conocé los secretos de The Reader’s Digest, la revista que marcó al siglo XX

En principio, la idea inicial fue rechazada por todas las editoriales. Sin embrago, el matrimonio creador siguió sus sueños y apostó a una fórmula impensada. Con esto tiempo después logró llegar a millones de familias en la Argentina.

Una revista puede ser varias cosas: un artefacto cultural, un ritual de lectura, un GPS para la imaginación. En el caso de Fernando Parrado se convirtió en un kit de supervivencia. Fue en el medio de la Cordillera de los Andes, cuando el uruguayo casi se rinde ante la muerte.

El viernes 13 de octubre de 1972, un avión con cinco tripulantes y 40 pasajeros -en su mayoría rugbiers del club Old Christians- había despegado desde Montevideo con rumbo al aeropuerto internacional Comodoro Arturo Merino Benítez de Santiago de Chile.

Pocas horas más tarde, una tormenta de nieve provocó la tragedia: el avión se estrelló contra un risco y el grupo de sobrevivientes quedó abandonado a su suerte a 3500 metros sobre el nivel del mar. Un alud los tomó por sorpresa y Parrado quedó enterrado bajo una pared glacial. En la oscuridad no podía moverse; sentía como si su cuerpo tuviera diez mil toneladas de cemento sobre él.

“Y no te queda más remedio que aceptar que vas a morir”, diría más tarde en una entrevista. Pero entonces sucedió lo improbable: recordó haber leído en Reader’s Digest que era posible respirar bajo la nieve.

El artículo explicaba que en los intersticios de los copos había suficiente aire como para soportar un poco más; sólo debía permanecer tranquilo e inhalar. Luego de unos minutos vio cómo el brazo de su compañero Carlos Paez Vilaró se extendía para rescatarlo. Gracias a esos segundos de lucidez y al salvataje de su amigo, Parrado pudo emprender la expedición que 10 días más tarde les salvaría la vida. Lo que siguió, pasó a la historia.

La tragedia de los Andes fue la noticia que conmocionó al mundo en la década de los ‘70. Y la anécdota de Nando Parrado fue narrada en “¡Viven!”, el libro que terminó por convertirse en un guión hollywoodense. Por una extraña coincidencia, el “milagro de los rugbiers uruguayos” catapultó a Reader´s Digest a su número más taquillero en la historia. La edición en castellano, Selecciones, batió su propio récord con la venta de 800 mil ejemplares en agosto de 1974, al anticipar en su sección, “Selección de libros”, el relato que cautivó al público.

historia de The Reader's Digest

Para aquel tiempo, la revista fundada por el matrimonio de Lila y DeWitt Wallace ya se había instalado como un mito de la industria editorial. Desde un sótano en el Greenwich Village neoyorkino, su primer número se publicó el 4 de febrero de 1922 con una premisa sencilla: reunir en una misma publicación artículos de interés en una versión condensada.

El valor de su formato no estaba en la novedad sino en la atemporalidad de sus contenidos. La idea, que había sido rechazada por todos los grandes editores del momento, se convirtió en un éxito instantáneo.

Llegó a ser la revista más vendida del mundo, con ediciones en 40 idiomas y más países que los miembros de las Naciones Unidas. Su versión latinoamericana fue una de las primeras y desembarcó en la Argentina en diciembre de 1940.

Escuela de periodismo. Estilo de referencia imitado por plumas de calibre. Guía de lectura para principiantes. Empresa de comunicación pionera. Vehículo para exportar the american way of life en cinco continentes. Como en el relato de Nando Parrado, la historia de la revista que cumple 100 años en circulación -y 82 en Latinoamérica- abre y cierra su círculo con una misma escena: alguien que lee.

El cazador de historias

La etiqueta de un frasco de medicamentos, una revista de agricultura, un manual para llevar a cabo un buen interrogatorio: DeWitt Wallace leía todo lo que se le cruzara en el camino. Y tomaba nota.

“Tengo hojas de 7×13 cm, y cuando leo un artículo anoto lo que quiero preservar o recordar en una de estas hojas. No veo por qué ese tiempo que dedico no puede ser tan beneficioso como si estudiara libros”, le había dicho a su padre.

Al tercer hijo del matrimonio de James y Janet Wallace nunca lo convenció la tradición académica. Su padre, quien coleccionaba una extensa lista de pergaminos como profesor, erudito en griego, doctor en Filosofía, Teología y Leyes, no logró que el joven Wally obtuviera un título aunque sí le inculcó el amor por las letras.

En la Universidad Macalester, de Minnesota, cursó dos años hasta que un confuso incidente con una vaca aparecida en la capilla del campus lo obligó a abandonar. Se mudó a Colorado para trabajar en un banco y jugar al béisbol. Luego de ese breve impasse, viajó a California para estudiar en Berkeley, pero esa experiencia tampoco prosperó.

Durante el verano de 1911 probó fortuna como vendedor ambulante de mapas y descubrió que tenía talento comercial. Cuando abandonó sus estudios universitarios fue contratado como administrativo en la Webb Publishing Co. En las horas libres leía revistas sobre agricultura y anotaba aquello que le resultaba de interés. Se preguntó: ¿podría armar una publicación que reuniera todo ese material? .

Le llevó la idea a los ejecutivos de la empresa junto con una lista de los errores que había detectado de su supervisor. Por el desliz, fue despedido. Por el hallazgo, le concedieron un crédito para que lanzara una publicación por cuenta propia. Distribuyó 100 mil copias en un Ford usado que recorrió todo el territorio norteamericano; no ganó un peso pero ya sabía algo del mundo editorial.

Con el auge del telégrafo, la radio y la prensa existía un público ávido de información. Y la histeria por los nuevos medios desató todo tipo de fantasías apocalípticas: “La locura por la radio causó un divorcio”/ “Los efectos de las películas son perjudiciales para los niños”/ “El consumo de alcohol y revistas, acusado de aumentar los crímenes sexuales”, eran algunos de los títulos sensacionalistas del momento.

En la era de las telecomunicaciones, Wallace se llevó una enseñanza para el futuro. Mucho antes de que las fake news y redes sociales aparecieran en escena, entendió que la audiencia podía sentirse agobiada por la cantidad de información que circulaba. Una publicación que incluyera lo medular de cada contenido parecía una apuesta atractiva: ¿podría ofrecer una selección así al público?

La idea tuvo que macerar. El estallido de la Primera Guerra Mundial lo encontró en la trinchera de la División de Infantería N° 35. Durante el cuarto día de la ofensiva de Meuse-Argonne, en octubre de 1918, las esquirlas de una metralla dejaron al sargento Wallace convaleciente.

En Francia pasó nueve meses herido, postrado en una cama del ejército de los Estados Unidos. Durante aquel periodo se dedicó a hacer lo que mejor le salía: repasaba revistas, desglosaba artículos, podaba los textos y transcribía lo importante en letra impecable.

Cuando pudo regresar a Minnesota trabajó otros seis meses en la biblioteca pública de St. Paul hasta llegar a los 31 artículos seleccionados que necesitaba para su primera publicación.

“Los lectores de hoy en día están ansiosos por llegar al meollo de las cosas”; fue su argumento para convencer a su hermano Benjamin de que le prestara dinero. Con 300 dólares logró imprimir el prototipo de Reader’s Digest. Wallace intentó persuadir a las grandes editoriales de la costa Este con la idea de una revista de bolsillo que compilara historias inspiradoras para el público.

 Todos la rechazaron: demasiado ingenua, demasiado educativa, demasiado seria. En un intento de diplomacia, el magnate de los medios Rudolph Hearst lo animó por su originalidad pero le explicó que su propuesta era inviable. Sin dinero ni trabajo DeWitt recordó la sugerencia de un amigo: ¿por qué no vender la revista por correo? De esa manera podría llegar a los lectores sin intermediarios.

“Yo supe de inmediato que era una idea fabulosa”: su esposa Lila se ganaba la vida como asistente social y, aunque era ajena al universo editorial, ayudó a Wally a concretar el proyecto.

Se mudaron a un departamento en Greenwich Village y formaron The Reader’s Digest Association. Los Wallace recopilaron nombres y direcciones. En su máquina de escribir portátil escribieron cinco mil cartas dirigidas a sus futuros lectores: por la suma de 3 dólares podrían suscribirse durante un año. Si el lector no estaba satisfecho, se le devolvería el dinero. Sólo quedaba cruzar los dedos para que nadie pidiera un reembolso; para su sorpresa, recibieron 1500 respuestas de suscriptores dispuestos a leer The Reader’s Digest.

En el sótano del 1 Minetta Lane se editó el primer número en febrero de 1922. Tamaño de bolsillo, 64 páginas en blanco y negro, sin publicidad, ni imágenes. El guiño detrás de cada artículo era: “no importa cuándo leas esto”. Los contenidos no eran originales, ni pretendían serlo.

En la época dorada de la comunicación masiva, su estrategia de correspondencia directa simulaba una relación personal entre el editor y su destinatario. Su financiamiento es lo que hoy se conoce como crowdfunding.

Animados por las respuestas de sus primeros lectores, los Wallace mudaron una pila de revistas y su modesto proyecto a Pleasantville, en el estado de Nueva York. Alquilaron un espacio más grande, consiguieron máquinas de escribir y contrataron a sus primeros colaboradores.

Antes de cada nueva edición, el matrimonio se hospedaba en dos habitaciones de hotel contiguas para dedicarse a la lectura. Durante las horas de trabajo, DeWitt y Lila traficaban notas por debajo de la puerta: “Querida, ya revisé 12 números de cada una de estas revistas, ¡y estoy agotado! Espero que haya algo útil. Te espero para que me des un beso de buenas noches”. Quién lo creería: siete años después ese puñado de notas sirvió para crear la revista más popular del mundo.

Selecciones: un poco de sabor local

En diciembre de 1940 la revista Selecciones desembarcó en la Argentina y se transformó en un fenómeno editorial explosivo. La edición latinoamericana fue el tercer lanzamiento de Reader’s Digest -la segunda revista se publicó en Inglaterra hacia 1935- y fue la primera en editarse en un idioma fuera del inglés. Comenzó a imprimirse en Cuba con la misma matriz que su original: una publicación que condensara material de lectura disponible en otros medios y fuentes.

De allí que su nombre en español reprodujera la idea de un digesto para el lector. Fue un éxito instantáneo. “El fenómeno de esta revista fue tan grande que no llevaba publicidad, se basaba únicamente en la relación con el lector. Recién en los ‘50 empezaron a incluir anuncios, e iban al fondo porque lo más importante era el texto, darle al lector historias”, apunta Carlos Vetere -Director de One Minetta Media, actual licenciatario de Selecciones en Latinoamérica-.

El compromiso con la lectura era tal que podían darse el lujo de rechazar anunciantes. “Cuando se descubre que el cigarrillo era nocivo para la salud, los Wallace empezaron una campaña de concientización”.

Fue en la década del ’50, cuando la industria tabacalera era uno de los jugadores más fuertes en el mercado publicitario; los fundadores no sólo dejaron de pautar marcas de cigarrillos en la revista sino que emprendieron una cruzada antitabaco en los Estados Unidos.

Fue una guerra de opinión pública que la serie Mad Men retrató en su primer capítulo: el publicista Don Draper necesitaba idear una campaña de salvataje para su cliente más importante.

Uno de los agentes de Sterling Cooper anima a los ejecutivos preocupados: “La gente adora fumar, no hay nada que el Reader´s Digest o la Cámara de Comercio puedan hacer por evitarlo”. El pacto de confianza era lo que sostenía a la marca. Y la fórmula de la revista fue tan efectiva que se trasladó a otros formatos.

En 1960, Argentina Reader’s Digest se instaló en el país y ya no solo se trataba de vender revistas. La compañía que llegó a tener 600 empleados y sucursales en Buenos Aires, Mar del Plata y Uruguay distribuía Selecciones mensualmente y desarrolló toda una línea de productos: libros condensados, enciclopedias, máquinas de escribir y colecciones de música. La clave estaba en elegir lo mejor de cada universo. Y el público esperaba ansioso cada nueva entrega.

Dora García comenzó a leer la revista hace más de 40 años. “Mi papá las compraba y yo le tomé el gusto. Así memoricé la historia del Volkswagen, y también me acuerdo de uno de los libros que tenía mi papá, la historia de Jean-Jacques Rousseau, ‘Una luz en los abismos’, eran unos libros grises con hojas amarillas”.

La madre de Osvaldo Maccio era bibliotecaria y fue quien inició a la familia en una colección que data de los ‘60: “debe ser una de las pocas revistas que seguimos comprando a través de los años y las vicisitudes del país. Incluyeron una selección de libros que me gustó mucho, se llamaba ‘El refugio secreto’ y era la historia de Corrie ten Boom, una holandesa que junto a su familia protegió judíos durante la Segunda Guerra mundial. Una vez hicieron un tomo entero de temas de salud. Mi papá se lo regaló a mi mamá cuando estaban de novios, a ella siempre le interesó la medicina”.

Las colecciones musicales fueron otras de las apuestas comerciales de Selecciones que luego sería replicada por medios de comunicación y compañías disqueras. “Comenzaron a comprar música y llegaron a tener una bóveda de más de 30 mil track. Los vendían en armados específicos y había editores de música a nivel mundial”, explica Vetere.

“La Gran Selección de Clásicos” o “Música para soñar y reposar”, que compilaba composiciones de Mozart con canciones de Frank Sinatra y Claude Debussy, fueron algunos de sus títulos. Al fin y al cabo, se trataba de ofrecer una curaduría de contenidos, sin importar cuál fuera el soporte.

Con su marketing postal, Reader’s Digest llegaba a las casas de los lectores con todo tipo de artículos promocionales destinados a incentivar la venta. Un gigante comercial pionero en atraer millones de clientes con una estrategia personalizada.

Cuando Sergio Sinay llegó a la redacción de Selecciones, en 1977, le advirtieron: “No estás entrando a una revista, estás entrando a una empresa de comunicación”. Para ese entonces la edición latinoamericana se había trasladado al DF de México, y desde allí se imprimían diversas versiones de la revista para Bolivia, Ecuador, Paraguay, Colombia, Chile, Centroamérica, Argentina, Uruguay y México. “Era un concepto novedoso, hoy se dice multimedios pero en esa época era innovador”.

Las oficinas de Selecciones en Buenos Aires cerraron su capítulo local en 1973 pero la revista continuó en circulación.

Su pico de ventas sucedió un año después, con la publicación de “¡Viven!”, la historia de los rugbiers uruguayos salvados en la cordillera. El criterio editorial había evolucionado a medida que expandían su mercado internacional y, para aquel momento, la publicación de Latinoamérica producía contenidos propios adaptados a la realidad de cada país: entrevistas a figuras de la política y la cultura, como Mario Vargas Llosa, e incluso algún artículo político sobre las dictaduras que gobernaban en la región, dentro de los límites que su estilo permitía.

Las secciones dedicadas a los lectores continuaron teniendo un lugar central. “Esta revista siempre hizo algo que ahora con las redes parece obvio, que la gente colaborara. Los lectores mandaban chistes, les dábamos un premio, participaban en las famosas ‘Citas citables’, o ‘Enriquezca su vocabulario’”. Estaba en su ADN, el vínculo con el público era lo único que no podía romperse.

Una escuela de periodismo

En noviembre de 1977, Sergio Sinay estrenó su cargo como Secretario de Redacción: “Cuando entré tenía todos los prejuicios. Para mí Selecciones era: ‘me caí desde 200 metros de altura y no me hice nada porque el incendio me obligó a sobrevivir’.

Y la verdad es que aprendí cosas inéditas para el ambiente periodístico en donde me formé. Había muchos periodistas que venían de medios importantes, del Washington Post, del New York Times, de Newsweek”.

Uno de ellos era Edward Thompson, quien fue editor general de la revista durante dos décadas y autor de “Escribir con claridad”. La guía comienza así: Si usted tiene miedo de escribir, no lo tenga.

Si piensa que tiene que encadenar palabras llenas de fantasía con frases de alto vuelo, olvídelo. Para escribir bien todo lo que necesita es desplegar sus ideas con simpleza y claridad.

Cuando Sinay llegó a su oficina, una pila de manuales lo esperaba sobre su escritorio: debía memorizar todo tipo de técnicas de edición, investigación y redacción. La publicación que llevaba más de 30 años en el continente hispanoparlante se había convertido en un estilo de referencia.

Luego de dos meses en la redacción de México, el escritor se trasladó a Pleasantville para un entrenamiento desafiante: “A las 8 de la mañana no cabía un auto en la playa de estacionamiento, y a las 4 de la tarde, si tenías un lápiz en la mano, se te caía. Si a las 4:30 todavía estabas trabajando era porque estabas haciendo algo mal”.

Más que volver a sus viejos hábitos periodísticos, la cuestión fue aprender a formatear los textos a la manera de Reader’s Digest, una tradición que venía desde sus inicios.

El día que DeWitt Wallace comenzó a adquirir los derechos para publicar artículos, lo hizo con una enmienda: la posibilidad de editarlos manteniendo exactamente las palabras del autor.

No se trataba de resumir, tampoco de sintetizar. La condensación es una técnica de edición que requiere una destreza quirúrgica. “Una de las directivas en el manual de estilo era que si ibas a sacar un párrafo o una página porque te parecía que eso no estaba aportando al texto, tenías que encontrar la ligazón con palabras que estuvieran en el texto. Editar era encontrar dentro del texto los puentes para que se leyera al autor”.

Y cada palabra importaba: “Teníamos un departamento de traducciones formado por licenciados en lengua y literatura, y había un pequeño salón donde las paredes eran bibliotecas de diccionarios; se chequeaba el uso de cada palabra porque había que conseguir un español que fuera familiar pero no coloquial con los términos de cada país. Para mí esto era revolucionario”.

Dar con la palabra justa. Encontrar el dato exacto. La función de los colaboradores no era escribir, sino buscar materiales que siguieran la línea de la revista pero, sobre todo, chequear la información. “Una de las primeras advertencias que me hicieron cuando entré fue: gastar 10 mil dólares en verificar una fuente siempre va a ser más barato que una desmentida en el próximo número”. La práctica de fact checking se había iniciado durante la década de 1920 en las redacciones anglosajonas pero era una novedad para buena parte del periodismo latinoamericano. En la antesala de Internet, la tarea no era de lo más sencilla: “Si había una nota en la que José Pérez decía: ‘las mañanas son hermosas en Cusco’, el colaborador tenía que localizarlo y preguntarle al señor: ‘¿usted dijo que aquí las mañanas son hermosas?’. Si no lo había dicho, la nota no podía publicarse”. La rigurosidad de la información era una de las columnas vertebrales del contrato de lectura.

Si sus procedimientos periodísticos foguearon a muchos de los profesionales que pasaron por su redacción, la narrativa de Selecciones fue objeto de mímica entre escritores y humoristas. Su estilo naif se combinaba con una versión for export del estilo de vida norteamericano. La revista rara vez se ocupaba de temas políticos, pero la americanización que proponían sus notas le valió el frecuente mote de “anticomunista”, “pro yankee”, “imperialista”, “antisoviética”, al punto de convertirse en el blanco de críticas irónicas, cuando no de versiones paródicas.

El humorista cubano Marcos Behmaras lanzó “Salaciones de Reader Indigest”, una versión criolla del estilo RD con historias del tipo: “los soviéticos perderán la Guerra fría por un desembarco masivo de hamburguesas y hot dogs”. La Unión Soviética intentó replicar su formato con “Sputnik”, la publicación que mensualmente se editaba desde Moscú y se distribuía bajo el gobierno de Fidel Castro. En la Argentina, Roberto Fontanarrosa imitó magistralmente sus marcas de estilo en cuentos como “Una lección de vida”, una hilarante charla de café entre dos parroquianos que referenciaba al Reader’s Digest del siguiente modo: Yo también leía literatura del imperio, no se confunda usted, mi estimado amigo.

Más acá de la crítica ideológica se encontraba el interés por su narrativa. “El público era masivo, eran millones de lectores en el mundo, de hecho, conocí lectores comunistas que la buscaban por el acceso a los valores literarios”, recuerda Sinay.

Y es que Selecciones hizo escuela para más de una pluma, a tal punto que autores reconocidos publicados por el medio valoraban su estilo editorial. “Una cosa extraordinaria eran las cartas de escritores importantes que agradecían la condensación de su libro porque habían entendido cuánto habían escrito de más”.

Manual de escritura y guía de lectura, fueron varias las generaciones que vieron en la revista su primer -y quizás único- vehículo de acceso a la literatura.

Una misma idea, cientos de notas: se arroja a la calle una billetera que guarda 100 pesos, una estampita y una foto vieja. Quien la encuentre deberá probar su honestidad, ¿la devuelve o no? El experimento probado en innumerables países, programas de televisión y medios de prensa, fue la nota de lanzamiento de la edición exclusiva para la Argentina de Selecciones, en abril de 2000 (las anteriores eran para Latinoamérica).

El artículo tenía el copyright de Reader’s Digest y era parte de una tradición global cada vez que se inauguraba una nueva edición. Cuando la empresa de los Wallace decidió discontinuar sus operaciones internacionales a fines de los ‘90, Carlos Vetere -entonces director regional- tomó a su cargo la licencia para América del Sur. “Ahí fue que le puse a la empresa One Minetta Media; se llama así porque los Wallace empezaron en el One Minetta Lane, en el Village de Nueva York. Es un homenaje a los fundadores de esta historia”.

Revivir la mística de la revista era cuestión de mantener su receta fundacional: contar historias que pudieran tocar una fibra en el lector. Una narrativa que acompañó a más de una generación.

“Mi papá Demetrio nació el mismo año que la revista. La compré de casualidad en un viaje y cuando la traje, él me dijo ‘esta revista la compraba siempre’. Yo la leo por internet y él en papel”, cuenta Fernando Peralta. “Las seguimos conservando en la familia. Es una cuestión afectiva”, agrega Osvaldo Maccio.

La publicación que llegó a los 30 millones de ejemplares en todo el mundo también cautivó a nombres propios del periodismo y la cultura, como Roberto Fontanarrosa, Santo Biasatti, Jorge Lanata y León Gieco. Célebres o no, todos aprendieron a leer con Selecciones.

Nostalgia y vigencia pueden coexistir. Sus lectores transformaron a la revista en un objeto de coleccionismo. Según Walter Benjamín, lo que caracteriza al verdadero coleccionista es su admiración ante las cosas, porque apenas las tiene entre sus manos “parece inspirado por ellas, parece mirar a través de ellas hacia su lejanía, como si fuera un mago”. Esa lejanía es un pasado que se conjuga en presente.

“Creo que, de alguna manera, esos suscriptores son como los protagonistas de Fahrenheit 451 -la novela de Ray Bradbury- a los que les quemaban los libros y las paredes de las casas eran pantallas televisivas, pero se habían empeñado en seguir leyendo y cada uno memorizaba un libro. Me parece que Selecciones sigue actuando como esa memoria”, agrega Sergio Sinay.

(Fuente: Clarín)

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