El coronavirus es el catalizador de la crisis mundial

Por estos días se hacen predicciones apocalípticas y se pretende que “el mundo ya no será igual”. Sesudos filósofos discuten si el virus derrotará al capitalismo o colaborará en construir dispositivos de control que le aseguren una vida más larga aún. Se debate, entonces, sobre la superficie del problema. El coronavirus no creó la crisis ni va a resolverla. No es el fin del mundo ni nada que se le parezca. La debacle que observamos en los mercados, la paralización de la economía mundial, el cierre de fronteras, por muy traumático que parezca, esconde un proceso aún más importante.

En efecto, la crisis económica que estamos viviendo no se desata con la aparición de la pandemia. Es anterior y tiene otras causas. Estrictamente hablando, se remonta a los años ’70, cuando la gran expansión de la posguerra se frena de un modo más bien abrupto.

Entre 1945 y 1970 el mundo participa de un crecimiento económico muy notable. A partir de allí, se inicia un proceso de ralentización de la economía, que cada 10 años cae en una recesión importante (1974, 1982, 1989, 2001, 2008). El último de estos procesos comienza a desanudarse con la llamada “guerra comercial” entre EE.UU. y China.

Todos estos momentos fueron bautizados como “efectos” (“tango”, “arroz”, “tequila”), según el lugar geográfico que afectaran en primer lugar, o como “burbujas” (de internet, subprime, etc.), según la rama específica de la economía en la que se desencadenara primero. En todos los casos, se trata de las dificultades que encuentra el capital para elevar la tasa de ganancia a un nivel compatible con una expansión sólida.

La última gran esperanza de la economía capitalista estuvo centrada en China. Su crecimiento la iba a transformar en un segundo (quizás, el primero, incluso) motor del mercado mundial. Y no se puede negar que ha cumplido.

Desde hace por lo menos 20 años, China ha venido empujando el carro con mucha energía. Su demanda se ha transformado en determinante para buena parte de los productos que se intercambian a escala planetaria, en particular, para las commodities. El problema es que hace por lo menos 10 años que la economía china viene mostrando dificultades crecientes que se manifiestan en tasas de crecimiento cada vez menores.

Esta disminución del ritmo de crecimiento de la economía china es la que provoca el desinflarse del mercado y genera la guerra comercial: menos para repartirse entre más. El crecimiento chino alcanzó tasas “chinas” del 11% anual. Hoy ronda el 5% y después de la pandemia probablemente se ubique debajo de 4. Dicho de otra manera, la economía mundial se desinfla porque se acaba la energía provista por su “segundo motor” a medida que China se acerca a las condiciones de funcionamiento del resto.

¿Por qué sucede esto?. China proveyó al mundo de una masa sorprendente de plusvalía absoluta que contribuyó a elevar la tasa de ganancia mundial: más horas de trabajo excedente por cada obrero en funciones sin modificar la base técnica. Es decir, mano de obra barata. Pero también contribuyó al bajar los costos del resto de las economías al ofrecer textiles, electrodomésticos, zapatos, etc., todo lo que consume un obrero, a precios ridículamente bajos. Eso significa que el salario real puede estancarse nominalmente, pero crecer realmente. Y que los capitalistas pueden pagar salarios más bajos sin que cambie la calidad de vida de los obreros.

Lo que los marxistas llamamos plusvalía relativa, otra forma de alimentar la tasa de ganancia. Al mismo tiempo, los “salarios chinos” contribuyeron a regular a la baja al conjunto de los salarios mundiales. Para que China pudiera continuar con esta función debiera continuar proveyendo de ese insumo inicial que ahora, en virtud de su propio éxito, se vuelve más caro, a medida que los niveles de desocupación latente en el campo chino disminuyen. O sea, la mano de obra barata es un combustible que se agota.

China va en camino, probablemente, de estancarse, como ya sucedió con Japón. Incluso su tasa de crecimiento actual está ya atada a medidas de estímulo que han inflado una burbuja inmobiliaria gigantesca, amén de la expansión de gastos improductivos, como los militares. Una creciente cantidad de capitales ha comenzado a escaparse de China e incluso el propio capital chino busca otras latitudes. Todo eso anticipa un aterrizaje, que no será suave, de la segunda economía del mundo.

Este proceso es el que ha estimulado la guerra comercial y los crecientes enfrentamientos, solapados y no tanto, con los EE.UU. China busca mercados. Esta búsqueda no puede sino chocar con los otros grandes capitales ya establecidos, agravando la tendencia a la crisis. Este proceso ya era muy visible hace dos o tres años y no puede atribuirse al “estilo de negociación” de Donald Trump. Así es como comienza a fracturarse el mercado mundial.

En este contexto, el coronavirus y su rápida expansión muestran el estado de debilidad física de una población mundial que se infecta con una facilidad que sorprende. Pero también, la debilidad de la propia economía mundial. Su expansión obliga a profundizar aquello que la crisis misma está ya produciendo: quebrantos empresariales masivos, desocupación, caídas salariales.

Está claro que esto iba a producirse aunque probablemente con menor intensidad y en un lapso más largo. El virus profundiza una tendencia en marcha y la esconde, en tanto se lo toma como causa y no como simple catalizador.

Cuando termine la pandemia probablemente la economía se recupere rápido de este pozo excepcional. No saldrá por eso de la crisis y países como la Argentina, cuya suerte está atada a la soja y el petróleo, lo sentirán primero que nadie. Se verá allí que el verdadero virus, el peligroso, se llama capitalismo. La historia ya conoce de una cura para esto.

 

 

 

 

(*) Por Eduardo Sartelli.

Doctor en Historia, docente en UBA y UNLP. Director del Centro de Estudios e Investigación en Ciencias Sociales (CEICS)

 

 

 

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