Carta de monseñor Juan Rubén Martínez: “Bautizados y enviados”

En el mes de octubre siempre ponemos algunas intenciones especiales, rezamos por las familias y por las misiones. Este año, nuestro Papa Francisco nos ha pedido que durante el mes de octubre vivamos un tiempo extraordinario para conmemorar el centenario de la promulgación de la Carta Apostólica «Maximum illud» del Papa Benedicto XV. Nos dice Francisco que la visión profética de aquello que señala dicha Carta Apostólica le confirmó que «hoy sigue siendo importante renovar el compromiso misionero de la Iglesia, impulsar evangélicamente su misión de anunciar y llevar al mundo la salvación de Jesucristo muerto y resucitado».

En nuestra diócesis, este sábado 5, hemos vivido una tarde de vigilia y oración misionera en la Parroquia Inmaculada Concepción. Junto a la oración común, hemos compartido el testimonio de misioneros, consagrados, sacerdotes y laicos de distintos continentes. Se realizó también la expo-carisma presentando los dones de Dios al servicio de la misión. Hemos iniciado nuestro mes extraordinario misionero tratando de que todas nuestras comunidades, movimientos, instituciones educativas y otras, sean siempre proyectadas en la misión.

Desde hace varios años, los Papas, y también nuestro Papa Francisco, nos envían un mensaje para la Jornada mundial de las Misiones. Este año se titula «Bautizados y enviados la Iglesia de Cristo en misión en el mundo». En esta reflexión dominical tomamos algunos textos de dicha Carta:

«La celebración de este mes nos ayudará en primer lugar a volver a encontrar el sentido misionero de nuestra adhesión de fe a Jesucristo, fe que hemos recibido gratuitamente como un don en el bautismo. Nuestra pertenencia filial a Dios no es un acto individual sino eclesial: la comunión con Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es fuente de una vida nueva junto a tantos otros hermanos y hermanas. Y esta vida divina no es un producto para vender —nosotros no hacemos proselitismo— sino una riqueza para dar, para comunicar, para anunciar; este es el sentido de la misión. Gratuitamente hemos recibido este don y gratuitamente lo compartimos, sin excluir a nadie. Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, y a la experiencia de su misericordia, por medio de la Iglesia, sacramento universal de salvación.

La Iglesia está en misión en el mundo: la fe en Jesucristo nos da la dimensión justa de todas las cosas haciéndonos ver el mundo con los ojos y el corazón de Dios; la esperanza nos abre a los horizontes eternos de la vida divina de la que participamos verdaderamente; la caridad, que pregustamos en los sacramentos y en el amor fraterno, nos conduce hasta los confines de la tierra. Una Iglesia en salida hasta los últimos confines exige una conversión misionera constante y permanente. Cuántos santos, cuántas mujeres y hombres de fe nos dan testimonio, nos muestran que es posible y realizable esta apertura ilimitada, esta salida misericordiosa, como impulso urgente del amor y como fruto de su intrínseca lógica de don, de sacrificio y de gratuidad.

Es un mandato que nos toca de cerca: yo soy siempre una misión; tú eres siempre una misión; todo bautizado y bautizada es una misión. Quien ama se pone en movimiento, sale de sí mismo, es atraído y atrae, se da al otro y teje relaciones que generan vida. Para el amor de Dios nadie es inútil e insignificante. Cada uno de nosotros es una misión en el mundo porque es fruto del amor de Dios. Aun cuando mi padre y mi madre hubieran traicionado el amor con la mentira, el odio y la infidelidad, Dios nunca renuncia al don de la vida, sino que destina a todos sus hijos, desde siempre, a su vida divina y eterna.

Esta vida se nos comunica en el bautismo, que nos da la fe en Jesucristo vencedor del pecado y de la muerte, nos regenera a imagen y semejanza de Dios y nos introduce en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. En este sentido, el bautismo es realmente necesario para la salvación porque nos garantiza que somos hijos e hijas en la casa del Padre, siempre y en todas partes, nunca huérfanos, extranjeros o esclavos. Lo que en el cristiano es realidad sacramental —cuyo cumplimiento es la eucaristía—, permanece como vocación y destino para todo hombre y mujer que espera la conversión y la salvación. De hecho, el bautismo es cumplimiento de la promesa del don divino que hace al ser humano hijo en el Hijo. Somos hijos de nuestros padres naturales, pero en el bautismo se nos da la paternidad originaria y la maternidad verdadera: no puede tener a Dios como padre quien no tiene a la Iglesia como madre».

Un saludo cercano y hasta el próximo domingo.

Mons. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas

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