La ciencia debate la posibilidad de llegar a la inmortalidad

Una corriente científica asegura que, a partir de la tecnología, se podrá mejorar la especie humana y correr la frontera de la muerte. Criogenia, chips subcutáneos y robótica son algunas herramientas polémicas que ya están en marcha.

En muchos sentidos, la historia de la especie humana es la historia de la superación de obstáculos y de la ampliación de los límites de aquello que podemos hacer. Desde la invención de la rueda hasta la codificación del último algoritmo de machine learning en nuestro teléfono inteligente, hombres y mujeres hemos buscado ir más allá, venciendo miedos y enfrentando tormentas de todo tipo. Y mientras este progreso no es lineal ni está exento de dilemas morales, algunos creen que hemos alcanzado un nivel de avance que nos permite pensar en el desafío más grande de todos: vencer a la muerte. Es lo que el filósofo Francis Fukuyama describió como “la idea más peligrosa que existe el mundo” y que genera tantas esperanzas como temores, en una trama cruzada de sueños, creencias y negocios.

El deseo por terminar con el envejecimiento y las enfermedades es antiguo y todos, en algún momento de nuestras vidas, fantaseamos con poder evitar el sufrimiento que antecede y llega con la muerte. Mientras que durante siglos las promesas de vida eterna eran terreno de la religión y las leyendas, desde que la tecnología comenzó a ocupar el lugar de la magia y los milagros en la vida cotidiana, se ampliaron los horizontes de lo posible y se multiplicaron las predicciones. La corriente de pensadores y científicos que creen que podemos mejorar como especie gracias a la tecnología es conocida como “transhumanismo”, un término acuñado por el filósofo canadiense William Douw Lighthall en 1940, y que se popularizó gracias al biólogo Julian Huxley una década más tarde. Hoy existen varias corrientes que conviven bajo este nombre y que comparten la confianza en que los dispositivos artificiales son el camino para mejorar nuestras habilidades naturales. Así, por ejemplo, creen que hay que trabajar en prótesis que permitan tener más fuerza o aumentar nuestro campo visual y producir pastillas que reduzcan la cantidad de sueño que necesitamos o que mejoren nuestra atención o memoria. Para muchos, la meta final del transhumanismo es vencer la muerte, el último y más feroz enemigo que tenemos.

La idea de que la tecnología podría ayudarnos a vivir por siempre se popularizó gracias a Robert Ettinger, un profesor de física que se volvió el promotor en los grandes medios de la década del ‘50 de la “criogenia”, una técnica que ofrecía la posibilidad de preservar cuerpos o partes de cuerpos gracias a su congelamiento extremo hasta que la ciencia avanzara lo suficiente y pudiera sanar las dolencias que los aquejaban. La leyenda urbana de que varios millonarios –quizás el más famoso, Walt Disney, pero también el actor Dick Clair Jones o, más recientemente, Michael Jackson– habían decidido que lo congelaran tras la muerte hizo popular a la criogenia aunque no contara con ningún prestigio o rigor científico. Hace algunos meses, una noticia pareció reinvidicar a Ettinger: en julio pasado investigadores rusos lograron revivir nematodos, seres vivos microscópicos que habían estado congelados en el Ártico por 40 mil años, quienes continuaron con su ciclo de vida como si sólo hubiesen dormido una siesta.

Ya existen terapias genéticas que buscan cambiar el ciclo de vida de una célula; “hackeos” de ADN que intentan resetear nuestro reloj biológico.

La criogenia es sólo una de las posibles soluciones en las que la ciencia trabaja hoy para burlar nuestro inexorable destino. En la actualidad, existen terapias genéticas que buscan cambiar el ciclo de vida de una célula; “hackeos” de ADN que intentan resetear nuestro reloj biológico e implantes subcutáneos que administran sustancias como la adrenalina y que podrían extender nuestra vida. Entre los transhumanistas también están los que creen, en cambio, que aún restan muchas décadas de investigación para entender el proceso de envejecimiento de nuestras células. La solución, entonces, no es concentrarse en nuestro cuerpo degradable sino en nuestra mente y ver si podría trascender su actual sustento físico.

El excéntrico multimillonario ruso Dmitry Itskov, por ejemplo, es una de las personas que más invierte para poder codificar los 86.000 millones de neuronas que componen nuestro cerebro y llevarlo a otro soporte. “El objetivo final de mi plan es transferir la personalidad de alguien a un cuerpo completamente nuevo”, asegura en su portal www.2045.com, que reúne artículos y proyectos similares al suyo.

La propuesta de Itskov es tan ambiciosa como atractiva: alcanzar la inmortalidad en el año 2045, dentro de menos de 30 años. La fecha surge de un plan meticuloso con objetivos que viene cumpliendo hasta ahora: cuatro metas bien definidas que son los pilares de acción. Para 2020 espera tener un robot que pueda ser controlado por nuestro cerebro; en 2025, un robot al que se le pueda implantar un cerebro humano; en 2035 un robot con un cerebro artificial en donde se pueda descargar los contenidos de un cerebro humano y, finalmente, en 2045, un avatar holográfico que pueda tener todos nuestros pensamientos e ideas y que jamás muera, ya que sólo será un haz de luz.

En 2045 esperan crean un avatar holográfico e inmortal que pueda tener todos nuestros pensamientos e ideas.

Con una personalidad extrovertida y gran presencia en los medios rusos, muchos de los cuales controla con sus empresas, las ideas de este empresario pueden sonar descabelladas. Sin embargo, para muchos, no pertenecen al ámbito de la ciencia ficción sino que son el reflejo de un sano optimismo movilizado por una inversión millonaria. De hecho, aquel que tenga buenas ideas de robots que puedan ver, oír y sentir las pueden presentar en el sitio web y llevarse un premio de 10 millones de dólares.

La versión actual y más relevante de transhumanismo tiene su corazón nada menos que en la meca de las empresas tecnológicas, Silicon Valley, en donde muchos buscan “la singularidad”, un término utilizado para mencionar el instante en el que una máquina cobrará conciencia de sí misma. Para personas como Ray Kurzweil –quien trabaja hoy como director de ingeniería en Google y es reconocido como uno de los mayores teóricos en futurismo– no bien contemos con artefactos que tengan conciencia vamos a poder comenzar a dar pasos agigantados hacia la meta final: “descargar” ahí nuestro cerebro.

No es el único empresario nerd que quiere combatir a la muerte: el cofundador de Paypal y actual asesor de Donald Trump, Peter Thiel, declaró hace poco que está “en contra de la mortalidad” por lo que planea acabar con ella, y el CEO de Facebook, Mark Zuckerberg, y su esposa, Priscilla Chan, anunciaron la donación en 2016 de tres mil millones de dólares de su fortuna personal para emprendimientos que busquen “terminar con las enfermedades”.

Así, el transhumanismo ya no es sólo una corriente filosófica o ideológica: es también un potencial negocio multimillonario y varias compañías están dispuestas a apostar por el desarrollo de técnicas vanguardistas que podrían ser muy redituables en el futuro. Eso requerirá, en primer lugar, que se adecúe la legislación vigente para poder permitir muchas medidas que hoy no son legales o se aprovechan de un vacío en la legislación. Algunos no quieren esperar ese tiempo: en varias partes del mundo hay grupos de “biohackers” o “transhumanistas prácticos” que ya trabajan en su sueño de volverse cyborgs.

En la ciudad de Pittsburgh, por ejemplo, se realizan operaciones clandestinas para colocar implantes caseros y sin aprobación de ningún organismo estatal. No se trata de grandes mejoras –se trata de chips subcutáneos que permiten, por ejemplo, abrir un automóvil sin la llave o desbloquear una computadora– pero son indicios claros de que hay personas dispuestas a arriesgar su salud por estos ideales.

Con tanto dinero en juego y tantos dilemas éticos involucrados, ¿el trans-humanismo es un movimiento que busca acrecentar el potencial humano para hacernos mejores o una versión maquillada de la vieja codicia humana que pone la búsqueda de ganancias por encima de cualquier limitación?

Uno de los que más investigó sobre el tema es el periodista Mark O’Connell, quien trató de entender los verdaderos límites del transhumanismo actual en To Be a Machine, un libro tan exhaustivo como delicioso, en donde no teme señalar los sesgos presentes entre los más optimistas. Según su visión, muchos de los líderes de Silicon Valley vinculados con el transhumanismo tiene una visión ingenua de la tecnología y están alejados de los verdaderos problemas que aquejan hoy a la mayor parte de la humanidad, que está más preocupada por sobrevivir un día más que por vivir mil años.

Si el sueño del excéntrico ruso Itskov de “descargar” nuestro cerebro en una computadora se cumple, ¿quién debería ser el dueño de esos servidores? ¿Su familia? ¿Una empresa? ¿El Estado? No se trata de preguntas inocentes: lo que tienen en común todas las distintas maneras de alcanzar la inmortalidad es que su precio es elevado y que, por lo tanto, sólo serían accesibles para una cantidad pequeña de personas.

El transhumanismo, entonces, parece garantizar un futuro mejor sólo para quienes puedan pagarlo y con esto se aleja de cualquier idea democratizadora de la tecnología, ya que sólo consolida y perpetúa en el futuro las inequidades del hoy. Quizás el problema sea que estas empresas están más preocupadas por evitar la muerte que por crear las condiciones para que cualquiera pueda acceder a una mejor vida.

La mayoría de los argumentos que se exhiben en contra del transhumanismo provienen de la religión o de la idea de que no es “natural” que hombres y mujeres no envejezcan o no mueran, como si hubiese una esencia humana que se estuviese traicionando. Y si bien es cierto que la mayoría de los defensores de estas ideas son ateos, Mark O’Connell cree que, en el fondo, los transhumanistas son hombres de fe y que su confianza en cómo la tecnología mejorará nuestra vida no es, sino, una nueva forma de religión. Y sabe que en muchos ámbitos, lo mejor es la reflexión racional y serena que nos dan la ciencia y los datos.

Fuente: Clarín

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