Nada de locro: estos eran los platos que se comían durante la revolución de 1810

Mientras unos doscientos vecinos debatían en el Cabildo los destinos del virreinato del Río de la Plata y el futuro del virrey Baltasar Cisneros, la ciudad colonial seguía su rutina como si la Revolución de Mayo fuera un hecho ajeno sin demasiado impacto en el menú cotidiano de los porteños de la época.

Las ollas recostadas sobre el fuego seguían burbujeando entre carnes y porotos y el aroma a mulita asada impregnaba de a poco los pasillos de una ciudad donde oscurecía y se comía temprano, apenas entrada la tarde.

Dentro de las casas, lo que humeaba no era locro sino olla podrida, de los pastelitos y los churros ni noticias aunque sí se bebía, en las residencias más acomodados, chocolate caliente, de acuerdo con los cronistas de la época.

«No hay fuentes documentales que digan que se comía locro en la Buenos Aires de 1810. La gente que vivía en el centro de la ciudad, los criollos de clase alta y los españoles, comían a la española», cuenta Carina Perticone, semióloga especializada en alimentación y cultura.

Basada en el testimonio de los «memorialistas», la investigadora reconstruye el menú menos conocido de las familias durante mayo de 1810. Los potajes de cocciones largas como la olla podrida donde entraban todo tipo de cortes animales y vegetales hacían de la comida de cuchara la opción diaria, y la carne asada con una estaca, el antecedente más próximo del asado tal como lo conocemos.

«Comían carne de vaca y de cordero, que se podía comprar en el mercado de la plaza, lo que hoy es Plaza de Mayo; el vegetal más esperado era el choclo de verano, y durante los banquetes, el menú se componía de aves asadas, mucha perdiz, pato y pollo. El pavo era el plato de lujo», reconstruye Perticone.

«También se comía mucho pescado de río: surubí, dorado, pejerrey, los mismos pescados de río que comemos ahora, de acuerdo con lo que citan los cronistas, que era un plato de mesa, porque también estaban las comidas de calle, como las empanadas».

La revolución se hace con vino o no se hace

Las sesiones del Cabildo se pusieron intensas durante la semana de mayo de 1810, en especial la jornada del 22, cuando el general Pascual Ruiz Huidobro propuso que Cisneros debía renunciar de inmediato, cuenta el historiador Daniel Balmaceda en Historias Inesperadas.

«Los discursos secaron las gargantas y fue necesario ir en busca de provisiones. Diez botellas del básico vino de Carlón, seis botellones del buen tinto de Cádiz, más chocolate caliente y bizcochos sirvieron como refrigerio a los hombres que tomaban, además de una copita, graves decisiones».

¿Qué bebían los porteños de la época? Vinos de Mendoza y de San Juan. En los banquetes virreinales, vino francés de Burdeos, o el más común Carlón, importado de Catalunya. Para lo más pudientes, y solo en ocasiones especiales, champagne.

Una costumbre importada del campo se iba haciendo popular: tomar mate con chorritos de aguardiente, de dudosa destilación, como para calentar el espíritu.

En un artículo de la época publicado en el periódico Correo del Comercio se anunciaba la llegada de un barco al puerto de Santa María de los Buenos Aires cargado con una docena de botellas de cerveza, lo que por entonces era decididamente un lujo, de acuerdo con la cita de Víctor Ego Ducrot en los Sabores de la Patria (1998).

Los sabores de la calle

Los barcos traían especias, vajilla, ollas y sartenes muy apreciadas, y también, azúcar proveniente de La Habana y Río de Janeiro.

Las naves embarcaban a cambio tasajo, tiras de carne seca, curada con sal, que «no la comían lo ciudadanos porteños», cuenta Perticone «sino que se exportaba a Cuba y a Brasil a las haciendas azucareras» como alimento de esclavos.

Por cierto, de aquéllos destinos venía el azúcar para endulzar los paladares de 1810 y los «bollitos dulces» que ofrecían los vendedores ambulantes a la salida de la Iglesia.

«La comida de calle y la de mesa no tenía que ver tanto con clases sociales, si no con las circunstancias: aparentemente la empanada era algo que se comía al paso; es lo que sabemos por reconstrucciones a partir de memorias tardías de la época virreinal, los memorialistas hablan de la empanada no como una comida casera sino como algo que se podía comprar en la calle».

Consultada por La Nación acerca de qué otra cosa se podía comer «al paso», la semióloga especializada en alimentación cuenta que «los vendedores ofrecían pastelería, las llamadas tortas, que eran como unas masas a las que también les decían ‘bollitos dulces`. No era necesariamente un consumo de clases bajas, porque cuando las señoras salían, por ejemplo, de misa, compraban empanadas y bollitos dulces».

De postre, queso y dulce (de membrillos), una fruta como el durazno, la más codiciada por el porteño de la época, o jalea de pata de vaca.

Sí, leyó bien, jalea de pata de vaca.

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