«Busco alguien que me adopte»: conmovedora historia de anciano

Han Zicheng sobrevivió a eventos históricos en los que murieron millones de personas: la invasión japonesa, la Guerra Civil China y la Revolución Cultural. Pero, a sus 85 años, la soledad, el vivir y morir solo, fue su miedo más grande.

El pasado diciembre, el anciano escribió en una hoja en blanco: «Busco a alguien que me adopte».

La carta sigue: «Hombre solitario en sus 80. Fuerte de cuerpo. Puede hacer compras, cocinar y cuidarse a sí mismo. Ninguna enfermedad crónica. Jubilado como investigador científico en un instituto en Tianjin, con una pension mensual de 950 dólares».

Zicheng se rehusó a ir a un hogar geriátrico, su esperanza era que alguna persona de buen corazón o una familia lo adoptara, lo cuidara en su vejez y lo enterrara cuando mueriera.

Luego de publicar el anuncio en algunos lugares públicos, fue hasta su hogar a esperar una llamada con alguna «buena nueva», pero no llegaba y él estaba desesperado por tener compañía: su esposa había muerto, con sus hijos no tenía mucho contacto y sus vecinos tenían hijos pequeños que criar y padres ancianos que cuidar.

Su condición física era óptima. Manejaba su bicicleta hasta el mercado para comprar huevos, castañas y bollos de maza de arroz. Sin embargo, a pesar de ser un hombre activo, era consciente que más temprano que tarde comenzaría su declive; en fin, el de todo ser humano que siente sobre su cuerpo el peso de los años y la cercanía de la muerte.

Era también consciente que era solo uno de lo millones de chinos que llegan a la vejez solos y sin ninguna clase de ayuda o apoyo.

La historia de Zicheng se empezó a conocer cuando una mujer encontró su anunció pegado a la vitrina de una tienda, al que le tomó una fotografía y la publicó en redes sociales: «Espero que personas de buen corazón puedan ayudar».

Un programa de televisión se interesó por la historia y le hizo una nota. A partir de ese momento, y por casi tres meses, su teléfono no paró de sonar. A Zicheng eso lo llenó de esperanza.

Por años intentó que la gente lo escuchara, le decía a sus vecinos que se sentía solo, que tenía miedo a morir, que no quería morir solo. Y ahora muchas personas se le acercaban preocupadas por su situación.

Un simple anuncio pareció haber cambiado todo. Gracias a éste estableció una amistad telefónica con una estudiante de derecho de 20 años, un restaurante le ofreció comida gratis y un periodista le prometió que lo visitaría.

Pero Zicheng tenía sus expectativas altas y no quería que lo adoptara cualquier tipo de familia. Y así rechazó varias ofertas que no le gustaron.

Cuando era joven, mientras trabajaba en una fábrica, conoció a su esposa. Luego, con ganas de salir adelante, terminó sus estudios secundarios en jornada nocturna y luego entró a la universidad. Sus hijos crecieron durante la Revolución Cultural, un evento histórico que fracturó a las familias.

Zicheng anheló una vejez como la de sus abuelos, bajo los viejos valores chinos, en los que las familias era un núcleo sólido, donde hijos y nietos se hacían cargo de los mayores. Para él, el régimen chino tenía que encontrar un nuevo modelo para para cuidar y proteger a los ancianos.

El anciano tenía dos hijos, uno con el que tuvo poca relación y otro que vive en Canadá desde el 2003. Ante la pregunta de un periodista por los teléfonos de sus hijos, él se negó porque no los quería avergonzar.

Pasó el tiempo, llegó el invierno y el auge mediático que generó la historia  bajó como también lo hicieron las llamadas que recibía, que cada vez eran menos frecuentes.

Y así, el miedo de morir solo en su cama, sin nadie a su lado y que meses después encontraran solo sus huesos, regresó acecharlo. Zicheng pasó sus últimos días intentando conectarse con alguien. En febrero, llamó a una línea de ayuda para adultos mayores que intenta evitar el suicido en esa población.

El anciano llamaba varias veces a la semana a línea de ayuda. Sin nadie con quien hablar en persona, esas conversaciones con desconocidos del otro lado del teléfono era una forma para él de desahogarse sobre su soledad y sobre la situación de millones de adultos mayores que atravesaban su misma situación en China, un tema que lo atormentaba.

A comienzo de marzo, Zincheng dejó de llamar a la línea. Jian Jing, la joven estudiante de derecho con quien entabló una amistad, dijo que chateó con él por última el 13 de marzo. Zincheng la llamó al día siguiente pero ella no pudo contestar.

A comienzos de abril, la joven lo llamó pero ya era muy tarde: contestó una voz que no le era familiar, era el hijo de Zincheng que le informaba que su padre había muerto.

La muerte de Zincheng pasó casi inadvertida en Tianjin. Solo dos semanas después de su funeral, la comitiva de su barrio se enteró de la noticia. Cinco vecino notaron su ausencia en los pasillos del edificio, pero no chequearon qué le había pasado.

Han Chang, el hijo de Zincheng que vive en Canadá, viajó hasta China para ocuparse de los asuntos de su padre y al enterarse de que había publicado una nota para que lo adoptaran, se enojó.

Pese a su enfado, Chang reveló lo que ocurrió con su padre el día de su muerte: el 17 de marzo se puso muy enfermo y llamó a un número desconocido, quizás alguna de las amistades que hizo gracias al anuncio. Ese desconocido, de alguna forma que Chang no especificó, lo ayudó a llevarlo a un hospital. Allí, cuando su corazón dejó de latir, Zincheng murió en cama acompañado.

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