¿Por qué ahora los hijos tardan más en irse de casa?

Tienen más de 25 años y convirtieron el hogar paterno en un all inclusive gratuito que garantiza la heladera llena, la ropa limpia y el pase libre a parejas estables u ocasionales.

Son estudiantes crónicos o asalariados indulgentes que se pueden permitir seguir modas, tendencias y complacer sus caprichos. Y sus padres son víctimas y/o cómplices de estos eternos adolescentes con los que “mal viven” fuera de calendario. La tendencia es global: el caso de una pareja italiana que llegó al extremo de recurrir a la justicia para echar a su hijo de 41 años de su casa parece parodiar una realidad que es materia fértil para guiones de cine y series televisivas.

Desde las ciencias sociales delinean el contexto en que se da este fenómeno: “Está asociado a la mayor extensión de la educación (más jóvenes cursan más años de estudios), la movilidad de las primeras inserciones laborales (que se dan también a edades más tardías entre quienes se lo pueden permitir), la dificultad para estabilizarse laboralmente y el cambio en las familias que promueven la protección y tienen posiciones de mayor amplitud frente a las decisiones de los jóvenes”, enumera Ana Miranda, coordinadora del Programa Juventud de FLACSO (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales).

Por supuesto que esta tendencia adquiere matices diferentes según la clase social y hasta el género del adolescente tardío en cuestión. ¿Son los jóvenes de hoy la generación más inmadura y cómoda que haya existido? ¿O son sus padres sobreprotectores los que “malcriaron” a estos hijos incapaces de abandonar el nido? Otro interrogante que queda flotando en el aire: ¿Hay una edad concreta en que sea más saludable irse de casa?.

Mi hijo, el intruso

La convivencia con Santiago, mi hijo de 29 años, es una pelea constante. Estoy cansada de decirle que la casa no es un hotel. Hace años que soy testigo de un permanente desfile de amigos y novias, que duran pocos meses. Con su padre no nos preocupa que no haga aportes económicos porque no los precisamos, pero sí que sea más respetuoso de nuestro estilo de vida que es el de una pareja madura que precisa tranquilidad. Invade los espacios comunes como si viviera solo. Tengo amigas que pasan por la misma situación con sus hijos y me pregunto si por darles lo mejor siempre, no malcriamos a esta generación que es más cómoda de lo que éramos nosotros. Son chicos que llegan a adultos sin poder tomar responsabilidades. Desde los profesional no puedo decir nada de él, porque hizo su carrera, tiene un buen trabajo, un auto, viaja al exterior… Pero creo que justamente no se va de casa por no hacerse cargo de otras cosas y resignar todo ese bienestar al que sus padres llegamos con mucho esfuerzo, después de años de trabajo. (Adriana, 63 años, odontóloga) Hedonistas, adictos al confort, incapaces de sostener un compromiso, así suele calificarse a esta generación de hijos de las clases medias y altas que el marketing, siempre ágil para etiquetar potenciales consumidores, bautizó como kid adults. Muchos de ellos conviven con sus padres con tal de no resignar su nivel de vida. “Hay dos factores determinantes, la sexualidad se lleva a la casa, ya no es necesario tener un espacio fuera para estar con la pareja. Entonces no es la independencia la meta sino tener acceso a lo último en cuestión de consumo. Se sacrifica independencia por tener los últimos objetos de marcas, viajar, tener auto”, analiza Graciela Moreschi, médica psiquiatra y autora del libro Eternos adolescentes (Editorial Paidós).

Rosalía Alvarez, coordinadora del departamento Familia y Parejas de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA), pone el foco en esos padres que, a pesar de sentirse invadidos, no pueden resolver la situación: “Les cuesta frustrar a sus hijos, carenciarlos del confort de cuando eran niños. Creo que la autoridad paterna debe ser más fuerte, estar presente, hacerse oír. Pero también pienso que los padres no ofrecemos una apetitosa imagen de lo piola que es vivir siendo independiente. Solemos quejarnos de los sinsabores de la vida, de la plata que no alcanza, de las injusticias. Aquellos padres más conformes con las vidas que han amasado ofrecen otra imagen con la cual identificarse”.

 

Ellas se van, ellos se quedan

Soy padre de tres chicos, dos mujeres y un varón, Martín. Las chicas son mellizas, un año menores que él. Siempre trabajaron y estudiaron, y una vez que se recibieron y tuvieron sueldos razonables, se fueron de casa. Tienen proyectos y por supuesto, dificultades como todos, pero siguen adelante. En cambio, Martín con 28 años ya cambió de carrera cuatro veces. Pasó de las ciencias exactas a las humanísticas, después se le ocurrió que quería ser chef. Nunca duró más de tres meses en la facultad. Abandonó todo salvo la PlayStation. Tiene épocas en que se la pasa días enteros encerrado en su habitación con la computadora. Otras, en que viene con proyectos de negocios delirantes que nunca se concretan y después se deprime. Todo esto genera muchos conflictos entre su madre y yo porque ella lo sobreprotege y lo justifica en todo. Siempre tiene la comida lista y la cama hecha como si fuera un escolar. A su edad, hacía rato que yo ya era un hombre. Tenía una familia a cargo, no me podía hacer el gil. (Ricardo, 56 años, comerciante) Es un hecho: a la hora de abandonar el nido, los hombres se muestran más reticentes que las mujeres. Según datos recabados por FLACSO, es más frecuente encontrar mujeres jóvenes que vivan por su cuenta sin estar casadas que varones. La salida del hogar de ellos parece estar más vinculada a la convivencia en pareja. La tendencia no es sólo local, sino que también se replica en el exterior. En el Reino Unido, uno de cada tres hombres de entre 20 y 34 años vive con sus padres. En el caso de las chicas el número desciende a una de cada 7. Milena Arancibia, socióloga de FLACSO y CONICET, que investiga el tema, relaciona estas diferencias de género con la persistencia del modelo de hombre proveedor que sigue predominando: “Ellos se quedan más tiempo en el hogar familiar por la búsqueda de credenciales educativas o puestos laborales que les permitan independizarse en mejores condiciones económicas. Por eso entre los que no logran independizarse predominan los hombres de menor nivel educativo”, argumenta. Desde la perspectiva psicológica, tanto Alvarez como Moreschi subrayan que los varones tardan más en madurar: “En principio, porque la mujer tiene el reloj en el cuerpo. La biología le recuerda que no puede ser adolescente eterna. Además, ella tiene entre sus prioridades la casa, no importa si es compartida con la pareja, o sola, pero la casa es una de sus metas, mientras que el hombre tiene sus intereses fuera de la casa: salir, autos, motos, objetos para el trabajo, deportes”, enumera Moreschi. En estos casos en particular se suele generar una suerte de contienda con el dueño del nido, el proveedor en el sentido más tradicional del término: “La ley paterna continúa siendo estructurante. Los padres sienten que pierden autoridad frente a sus hijos que ya son ‘hombres’. Esto es un conflicto muy grande”, señala Alvarez.

Rehenes de mamá y papá Soy hija única, tengo 34 años y recién hace dos que conseguí irme de la casa de mis viejos. Digo que lo conseguí porque para mí fue todo un logro obtenido con terapia mediante. Durante mucho tiempo dije que me quedaba porque estaba cómoda, porque me permitía ahorrar plata o que me daba claustrofobia vivir en un monoambiente que era para lo único que me alcanzaba. Mil excusas. Era una situación ambivalente porque socialmente también me daba mucha vergüenza tener que reconocer que aún estaba viviendo con papá y mamá. Ellos siempre estuvieron muy pendientes de mí, nunca se quejaron, incluso facilitaban las cosas para que todo siguiera así. Igual yo la pasaba mal, había algo que me hacía ruido. En la terapia me di cuenta de que me quedaba para tapar problemas de pareja de mis viejos, para sostener la imagen de la familia feliz de cuando era chica. Tenía miedo de dejarlos solos. (Florencia, empleada bancaria, 34) Los casos de jóvenes que terminan siendo rehenes –la mayoría de las veces de forma inconsciente– de los conflictos de sus padres también son frecuentes y muestran otra cara de esta problemática. “La familia es un sistema y están todos implicados, cada uno juega su parte”, dice Graciela Moreschi y apunta directo a papá y mamá: “Muchos sostienen esta situación que después se les viene en contra por temas personales. La mayor parte de las veces han puesto el objetivo de sus vidas en los hijos y no saben qué hacer solos. Otros necesitan sentirse potentes, jóvenes y mientras tengan hijos ‘adolescentes’ frizan el tiempo. También lo hacen por cubrir problemas de pareja que podrían aparecer si quedaran solos”.

La gran cuestión que queda implícita es si existe una edad o un contexto “saludable” para emanciparse del hogar paterno. Para Rosalía Alvarez no se puede establecer una regla general: “En algunos casos se puede dar muy bien una salida temprana a los veintipocos y en otros, casi rozan los 30 y no se los ve capacitados ni a los padres ni a sus hijos”, explica. Moreschi, en cambio, piensa que la entrada al mercado laboral es un momento definitorio: “Un punto interesante es que se reciben antes los chicos que estudian y trabajan, y no los que están becados por sus padres. Pero hay padres que bancan a sus hijos para que terminen sus estudios porque temen que abandonen la carrera. Muchos de estos hijos usan la libreta universitaria como pasaporte para seguir siendo hijos”, advierte. Y concluye: “Hay una edad donde uno tiene necesidad de poner sus propias reglas, no puede haber dos gallos en un gallinero, y cuando hay adolescentes eternos, éstos desplazan a los gallos legítimos”.

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