«Tuve que explicarle a mis hijos que su mamá había quedado así: ni viva ni muerta»

Alejandra Valenzuela entró a la clínica para operarse un quiste en un ovario y terminó en estado vegetativo. Estuvo así casi 5 años, hasta que murió. El anestesista, la prepaga y la clínica acaban de ser condenados a pagar a su familia casi 12 millones de pesos.

Era viernes y era la fiesta de egresados de séptimo grado de Mauricio, su hijo mayor. Alejandra se puso una camisa rosada y tacos, eligió la ropa que iban a ponerse los chicos y salieron de su departamento, en el barrio de Montserrat, Buenos Aires.

Cuando llegaron al salón, un fotógrafo les tomó esta foto: ella, con la camisa rosada, Nicolás, de negro, y Mauricio, que por alguna razón señala la panza de su madre. Faltaba una semana para que Alejandra cumpliera 38 años y nadie podía prever que esa iba a ser la última foto que iban a sacarse juntos.

El lunes 6 de diciembre de 2010, tres días después de la fiesta de egresados, Alejandra tenía que internarse en la Clínica Bazterrica para que le sacaran un quiste en el ovario mediante una cirugía laparoscópica. No había mucho de qué preocuparse: era sana, joven y los estudios pre-quirúrgicos habían mostrado que todo estaba bien. La cirugía estaba programada para las 14 y Alejandra Valenzuela se internó al mediodía. Ingresó al quirófano a las 17. Dos horas después, el cirujano, el ayudante y el anestesista pidieron a los familiares que subieran al tercer piso.

«El procedimiento quirúrgico salió bien pero hubo una complicación», les dijo Alejandro Salvó, el cirujano. Alejandra había tenido una «bradicardia extrema»: los latidos habían bajado a 30 por minuto, cuando la frecuencia cardíaca normal oscila entre 60 y 100 latidos por minuto. Les dijeron -así consta en la sentencia judicial- que habían tenido que reanimarla, que estaba en coma y que no sabían cómo iba a quedar neurológicamente.

«Entró caminando y no salió más. Estuvo cuatro años y seis meses en estado vegetativo persistente», cuenta ahora Jorge Ramos, ex pareja de Alejandra y padre de sus dos hijos. De un día para el otro, literalmente, los chicos fueron a vivir con su papá.

«Fue terrible para ellos, casi cinco años de una agonía difícil de explicar. Su mamá estaba internada con los ojos abiertos mirando un punto fijo. Los doctores decían que ella escuchaba pero no podía expresarse. Mauricio, que tenía 12 años cuando pasó todo, la iba a ver, le contaba cómo le iba en el colegio, le tocaba la cara, la abrazaba», cuenta.

Pero Nicolás, que iba a quinto grado cuando su madre quedó en estado vegetativo-, no pudo. «La primera vez que vio a su mamá en coma se descompuso y no pudo ir nunca más. A mi me tocó decirles la verdad, para no crearles falsas esperanzas. La verdad era esa: que su mamá estaba así, ni viva ni muerta, y que lo más factible era que no volviera, que permaneciera así hasta el final», sigue Jorge.

Elva Basualdo (57), la mamá de Alejandra, está tendiendo la ropa en su casa y tarda en atender. Llora antes de empezar a hablar: durante los 4 años y 6 meses en que su hija estuvo en estado vegetativo, era Elva quien llegaba al hospital de mañana y se iba de noche, quien le ponía la música que le gustaba y se ocupaba de moverla para que no se le hicieran escaras. «Era todo el tiempo pensar que mi hija se iba a poner bien, que me apretaba la mano porque estaba mejor, pero eran todos reflejos», dice ahora. «Nunca más un año nuevo, una navidad, una fiesta. Yo estaba siempre ahí con ella, era lo único que hacía».

Pero ¿qué había pasado? ¿por qué una cirugía menor había terminado así? Con la representación de la abogada Mariana Gallego, la familia inició un juicio por daños y perjuicios por mala praxis médica contra el anestesista, contra OSDE (la prepaga que Alejandra tenía por su trabajo de administrativa en una multinacional), y contra la clínica Bazterrica. Alejandra murió el 11 de junio de 2015, cuando el juicio ya estaba iniciado, y hace una semana se dio a conocer la sentencia de primera instancia.

La Justicia dio por probado que el cirujano Alejandro Salvó había trabajado correctamente. Pero también probó -por los dichos de quienes estuvieron aquella tarde en ese quirófano- que el anestesiólogo, Miguel Brienza, no le había colocado el oxímetro (un aparato que mide de manera indirecta la saturación de oxígeno en la sangre). De haberlo hecho, la falta de oxígeno podría haberse detectado antes y se podría haber evitado que el daño neurológico fuera irreversible. El cirujano, en cambio, se dio cuenta de que le estaba faltando oxígeno recién cuando vio que tenía los labios azulados (cianóticos).

«Además, con una pericia caligráfica se probó que el anestesista había adulterado la historia clínica para cubrirse», explica Gallego.

Brienza era, en ese entonces, coordinador de los anestesistas de la Clínica Bazterrica. La Justicia determinó que por esa omisión (no haberle puesto un aparato «cuyo uso era ineludible en la intervención quirúrgica») no pudo detectar a tiempo la disminución de oxígeno. Y que esa negligencia «habría desencadenado el cuadro neurológico».

La responsabilidad, entonces, no se limitó al profesional (que hoy tiene casi 80 años) sino también a OSDE y a la clínica Bazterrica. De este modo, determinó que entre las tres partes deberán pagar cerca de 12 millones de pesos (contando los intereses) que serán repartidos entre los hijos y los padres de Alejandra.

Para eso tuvo en cuenta no sólo la incapacidad (el lucro cesante) y la «pérdida de chance» de una mujer a la que le faltaban tres días para cumplir 38 años. También, la incapacidad psíquica que sufrió toda su familia «por el duelo patológico» que debieron atravesar y que aún viven. Ahora se esperan las apelaciones. La Cámara, después, decidirá si la sentencia queda firme.

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