Carta dominical de Monseñor Juan Martinez Obispo de Posadas

 

El Evangelio de este domingo (Lc. 12,13-21), nos propone que reflexionemos sobre la avaricia. Jesús hace una advertencia: «Cuídense de toda avaricia, porque aún en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por su riqueza». En seguida nos va a proponer la parábola del rico insensato. En el pensamiento bíblico, la riqueza, lo material y corporal no es algo malo en sí mismo como en otras visiones filosóficas o religiosas. Pero en todos los textos de la Sagrada Escritura encontramos una clara advertencia del peligro que pueden ocasionar la riqueza y el poder, cuando estos caen ante el pecado de avaricia.

El pecado de avaricia designa la sed de poseer cada vez más, sin ocuparse de los otros, incluso a sus expensas. Esto ofende a Dios y constituye una verdadera idolatría: «Por lo tanto hagan morir en sus miembros todo lo que es terrenal: … y también la avaricia, que es una forma de idolatría» (1 Col. 3,5).

El Profeta Amós denuncia a quienes extorsionaban a los pobres: «falseando las balanzas, especulando o haciendo dinero de todo» (Amós 8,5). Isaías lo hacía con aquellos que acaparaban las propiedades (cfr. Is. 5,5). El texto del Eclesiastés de este domingo cuestiona: «por qué un hombre que ha trabajado con sabiduría y eficacia tiene que dejar su parte a otro que no hizo ningún esfuerzo» y concluye diciendo: «Esto también es vanidad» (Eclesiastés 2, 21-23). En el Nuevo Testamento, Jesús nos enseña que quienes son «amigos del dinero» (con avaricia) (Lc. 16,14), ponen su corazón en los bienes creados, tomando estos bienes por señores y despreciando al único verdadero Señor, que es Dios (cfr. Mt. 6,24).

Estos textos bíblicos tienen mucha actualidad, como todos los temas importantes que tienen que ver con el corazón humano. Esta avaricia también puede ser extensiva no solo al tener, sino al poder. «Avaricia de poder». Seguramente, la avaricia es una de las causas principales de la concentración de riquezas y poder en manos de unos pocos, y la creciente marginalidad de muchos hermanos nuestros que padecen distintos tipos de pobreza.

En la V Conferencia de Aparecida hemos reflexionado sobre el flagelo de la avaricia que nos ha llevado a graves situaciones de inequidad social en nuestra América Latina. Creo conveniente la lectura y reflexión de un texto que puede ayudarnos en nuestra realidad civil y eclesial: «Conducida por una tendencia que privilegia el lucro y estimula la competencia, la globalización sigue una dinámica de concentración de poder y de riquezas en manos de pocos, no sólo de los recursos físicos y monetarios, sino sobre todo de la información, y de los recursos humanos, lo que produce la exclusión de todos aquellos no suficientemente capacitados e informados, aumentando las desigualdades que marcan tristemente nuestro continente y mantiene en la pobreza a una multitud de personas. La pobreza hoy es de conocimiento y del uso y acceso a nuevas tecnologías, por eso es necesario que los empresarios asuman su responsabilidad de crear fuentes de trabajo y de invertir en las regiones más pobres para contribuir al desarrollo» (62).

Nos viene bien reflexionar este tema de la avaricia, sobre todo por los escándalos que vivimos en estos días en nuestra Patria, tanto en la vida política y social como, en algunos casos, dentro de la misma comunidad eclesial.

En realidad todos debemos evaluarnos y realizar un examen de conciencia sobre el pecado de avaricia que nos plantea la Palabra de Dios este domingo. Tanto de la avaricia del tener, como de la avaricia del poder. Este examen de conciencia debe instalarse especialmente en todos los que tenemos responsabilidades públicas, para medir cuáles son las motivaciones que están en nuestro corazón. Debemos reflexionar sobre si realmente nos mueve el servir al bien común y si estamos dispuestos a darnos y a perder beneficios personales por este servicio. Quizás el cuestionamiento sobre las motivaciones implique evaluar si tenemos vocación de amar y servir. Esto es importante porque se ve demasiado el exceso de una búsqueda de aprovechar el momento para sacar rédito personal con más egoísmo que servicio. La avaricia lleva a que en algunos dirigentes sociales y eclesiales se note que con favores del poder tengan un excesivo enriquecimiento sin ninguna medida ética, perjudicando en última instancia a la gente que se transforma en víctima de tal avaricia. La pobreza crece por la avaricia y la corrupción.

En este domingo podemos reflexionar sobre la desorientación espiritual que implica cargarnos de tantas cosas innecesarias y preguntarnos dónde está nuestro tesoro. El Evangelio de este domingo termina diciendo: «Insensato, hoy vas a morir, ¿y para quién será lo que has amontonado?» (Lc. 12,20). Al final seremos evaluados por el Amor.

¡Les envió un saludo cercano y hasta el próximo domingo!

 

Mons. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas

 

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