El telón perfecto de una obra sinfónica

Así tituló la revista del diario La Nación la nota que publicó sobre el Iguazú en Concierto,  contando historias de jóvenes participantes. Lea aquí el material completo.

 

Es temporada de lluvia. Llueve constante y espeso. Llueve para nutrir la selva, hasta camuflar las Cataratas y convertirlas en una masa uniforme de agua y niebla. Llueve hasta que todo es atravesado por un vapor que persiste. Es temporada baja para el turismo y por eso, hace siete años, con la intención fomentar los recursos turísticos y culturales, se gestó un encuentro. Hace siete años consecutivos que se lleva a cabo Iguazú en Concierto: 700 chicos viajan desde diferentes países para ensayar una obra sinfónica, durante una semana, y mostrarla ante miles de espectadores. Estos 700 chicos practican un instrumento. Cada uno, en algún lugar del planeta ensaya, aprende, se contractura, se acalambra la mandíbula, se desvela, pone el cuerpo.

 

Adelaide Harliono es una cantante y violonchelista prodigio de 11 años, con un aura de trenzas y una rosa negra en la cabeza. Se para en la mitad del escenario, se sienta, afina las cuatro cuerdas del chelo, las acaricia y las hace vibrar. Empieza a tocar una Sonata de Chopin. Sentada en una silla aterciopelada, con el violonchelo apoyado en el piso, sigue con los ojos cerrados y acompaña el estiramiento de la vibración de las cuerdas levantando el cuello y moviendo la cabeza. Se hace guiños con el maestro César Bustamente, que está tocando el piano y además le hace de escolta, para no dejarla sola ante las doscientas personas que la observan. Termina de tocar y Adelaide se para. Empieza a cantar I feel pretty, como si tuviera toda la fuerza de Natalie Wood en el musical West Side Story. Cuando termina, sonríe, goza, como si no estuviera nerviosa, y sigue con la introducción de Ave María. Hay una mujer que la mira y llora. Después, continúa cantando O Sole Mio, con una fuerza pavarotiana que emerge de ella. La gente en la sala se levanta. La aplaude. Adelaide Harliono sonríe y deja el escenario. Pareciera que dentro de ella hay una mujer de setenta años.

Una María Félix a quien se le precipitan con ofrendas florales, elogios y aplausos. Pero no. Adelaide es una niña de 11 años sentada en el lobby de un hotel al lado del maestro que conoció hace pocos días. Un fotógrafo la retrata y ella, que parece contenta, dice: «En Argentina la gente sonríe», y lo mira a su maestro.

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El maestro, César Bustamante, cuenta que muchos de los pequeños músicos de este encuentro dejan de sentirse freakies, como les pasa a veces en la escuela -en la mayoría de los casos sufren bullying-, y se encuentran con chicos iguales a ellos. Quizás es por eso que Adelaide también está contenta. Esta nena toma clases privadas de violonchelo desde sus cinco años y además integra la National English Orchestra.

 

Durante la jornada, Adelaide ensaya todo el día con la orquesta y Bustamente acompaña al coro de niños del Colón, del que es director. Exhaustos, se juntan después de cenar y luego de que cada uno termine sus actividades, ensayan la obra individual de cuarenta minutos que Adelaide va a interpretar. César piensa que en Londres los maestros son muchos más fríos y pragmáticos, y no demuestran un entusiasmo particular a la hora de preparar a los chicos en situaciones especiales como ésta, o al menos eso conversaban con la madre de la niña. Durante el resto del año, ya combinaron, Adelaide va a seguir compartiendo sesiones de acompañamiento con César vía Skype. Ahora Adelaide se tiene que ir a ver la presentación de una amiga.

 

El hotel está lleno de gente que se prepara para la siguiente función. Afuera sigue lloviendo. Están ensayando desde las nueve de la mañana, con una pausa en el almuerzo. En el Instituto Tecnológico Iguazú hay una multitud de chicos y de instrumentos que genera un sonido uniforme que reverbera, entre murmullos y conversaciones suena un violín que afina, un saxo prueba una nota. Son las cinco de la tarde y está por empezar la última pasada de ensayo con el ensamble completo. Faltan dos días para la presentación del concierto en un escenario en la explanada del Sheraton -el hotel que ocupa una parte del Parque Nacional-. En una sala del instituto hay decenas de sillas dispuestas en semicírculo, no parece haber espacio para transitar entre ellas, y hay cientos de chicos sentados, algunos dispersos y otros todavía concentrados. Empieza la introducción de acordes de El Mensú, de Ramón Ayala, y vibra el espacio. Todos miran hacia la tarima desde donde Andrea Merenzon, la directora de la orquesta -y del encuentro- dirige agitando los brazos con fuerza. Los violonchelistas hacen girar el instrumento. Maureen Evans es la madre de Adelaide Harliono y mientras saca fotos y sonríe achinando los ojos, elogia a los argentinos como «excelentes anfitriones». Andrea Merenzon da instrucciones en español, inglés y francés, repite dos veces cada frase que enuncia, marca un cambio, pide un movimiento y anuncia que después de esa última canción se van a poder ir al hotel. Todos gritan, de alegría.

 

Empieza a sonar la introducción pegadiza de Mi tierra, de Gloria Estefan, y Maureen mira a su hija, que está camuflada entre la multitud: «Lo que más me impresiona es que hay muchos chicos que, a pesar de no hablar el mismo idioma, pueden hacerse amigos; esto pasa con la música». Merenzon pide algo más, el último esfuerzo. Suena un fragmento de un vals. Terminan. Se disipan. Los que toquen esa noche van a poder descansar sólo dos horas. Ahora hay silencio, ese que trae la lluvia y la selva.

Iguazú en Concierto reúne a chicos de diferentes orquestas infanto-juveniles. De diferentes provincias argentinas, de Paraguay, de Brasil, del Reino Unido, de Francia, de Trinidad y Tobago, de Suiza, de Zimbabwe, de Perú, de Ucrania, de Chile. Llegan chicos acompañados de sus padres o sus madres, de sus maestros de música y de directores de coro, para ensayar durante una semana un concierto entero y, además, para tocar las piezas que cada orquesta trae desde su lugar para poner en común en ese gran concierto final. Un concierto con las Cataratas del Iguazú de fondo.

Durante una semana, 700 chicos se levantan a las siete de la mañana y se van a dormir pasada la madrugada y van a ensayar seis horas diarias para participar de un ensamble, todos juntos. Durante una semana, van a hacer funciones individuales para demostrar lo que saben hacer: música sinfónica.

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Mientras que los músicos en algún momento descansan, Andrea Merenzon y su equipo no lo hacen. Merenzon es la directora artística, ejecutiva, productora general y cabeza de Iguazú en Concierto. Es la creadora de Fundecua, una fundación que trabaja a través de la música la inclusión y la contención social. Porque la música se pone al servicio de esto. Desde 1987 que es solista de fagot en la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires en el Teatro Colón y, además de todo, es delegada gremial. Hace décadas que ella milita un sueño: «Que en todas las escuelas del país haya música obligatoria en el programa oficial, y que sea música en orquesta». Esto quiere decir: música en conjunto. Para Merenzon, el género sinfónico propone respetar una metodología, tener disciplina, cumplir con la autoridad de un director y, sobre todo, trabajar en equipo. Sentada en la silla de un viejo pupitre de aula suena su teléfono varias veces y le piden respuestas. «Lo más difícil de este festival no es la preparación del repertorio ni el arreglo de los temas, sino tomar decisiones todo el tiempo.»

 

Llovió toda la tarde, por eso el concierto de las 20.30 que se iba a realizar en el Anfiteatro Ramón Ayala cambió de lugar. En minutos empiezan a tocar las arpas paraguayas en el centro de convenciones de un hotel local. Shania Díaz (16), Agustina Bogado (17) y Corina Suárez (18) son amigas y están esperando la función. También ellas viajaron, desde diferentes lugares de la provincia de Misiones, para tocar con los Grillos Sinfónicos, anfitriones del encuentro. Este conjunto forma parte del Sistema de Orquestas Infantiles y Juveniles de la Argentina y fue el primero de este tipo en Posadas. Para ellas también la música es una forma en la que cada persona se supera un poco más. Agustina, que toca la viola, dice que «lo más lindo es aprender en conjunto, y que para que suene bien hay que conectarse con los otros». Andrea Merenzon está subida en el escenario, da la bienvenida y comienzan las arpas. Suenan viscerales, parecen griegas, judaicas, pero todo eso en realidad es el sonido del litoral. Un hombre en primera fila cierra los ojos y las arpas paraguayas tocan una canción más.

 

Está nublado y el cielo espeso refleja una resolana que endurece la mirada. Los 700 chicos, los trabajadores del Concierto y del hotel, y el público están pendientes de la lluvia que se insinúa. Depende de ella si se hace el ensayo. Incluso, si se podrá hacer el concierto final al día siguiente, como está previsto, o si se pasa para el domingo.

Desde el lobby se oye, a lo lejos, la Garganta del Diablo. El sonido se mezcla con el de una máquina de café que muele los granos, el golpetear de los vasos sobre la barra y el de la caja registradora, que emite sin parar tickets de cuentas que pagan los huéspedes. Ambre Robert (12) está sentada sobre una manta en el piso junto a su mamá. Ellas vienen desde Lorint, una ciudad portuaria en la región de Bretaña, Francia. Ambre es ciega. Su voz es suave y apenas se deja escuchar entre los sonidos de los instrumentos que suenan aleatoriamente. Hay personas que hablan por megáfono y todo el predio del jardín donde está ubicado el escenario es un gran parque poblado. Ambre habla con candidez y escucha caer el agua de la Garganta del Diablo más cerca que los demás. Su madre la acompaña para traducirle las partituras que ella tiene que aprender. Ambre canta en Petites Mains Symphoniques y dice: «Lo que más me gusta son los ensayos y el ambiente que hay acá». A 200 metros están sentados sobre otra manta arabesca los chicos de la orquesta de tambores metálicos de Trinidad y Tobago. Estos tambores son instrumentos de percusión que parecen tachos que podrían encontrarse en un galpón cualquiera, pero suenan con un ritmo flagrante, como el de la espontaneidad. Los músicos trinitos populares utilizaban materiales de desechos que encontraban en las calles y los convertían en instrumentos. Durante la Segunda Guerra Mundial, utilizaron los barriles contenedores de petróleo que dejaba el ejército norteamericano, y los convirtieron en estos tambores que empezaron a sonar por todo el Caribe. Ifeyi Iton (15) toca el tenor doble -que la dobla en tamaño- desde hace tres años y mientras se saca una foto con su padre, cuenta que lo que más le interesa del festival -y de la música- es mezclarse con otros chicos de diferentes países. Eso pasa en una gran orquesta.

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Alrededor, cientos de chicos almuerzan en ronda mientras otros ensayan en el escenario. Los bailarines del ballet del Colón descansan mirando el sol, parecen agotados. Otros juegan al truco. Los chicos y chicas de Los Grillos -la orquesta anfitriona- están parados a metros del escenario tocando Jijiji, de Los Redondos; suena perfecta la introducción hecha por las cuerdas de los instrumentos de vientos. Cerca de ellos, sentado en una silla junto a su familia está Tahiel Lucero (17), un pianista que vive en Kines, un pueblo de San Luis, y que viaja todos los jueves setenta kilómetros hasta Villa Dolores, Córdoba, para tomar clases de piano. Esto lo hace desde sus cuatro años. Thaiel es uno de los solitas que fue seleccionado por el público. Para definir los seis participantes solistas del concierto, se divide la decisión entre el jurado y el voto de la gente que sigue la preselección. Lucero subió un video donde toca el piano y, con la ayuda de su padre, sus hermanas y hasta del Ministerio de Obra Pública de la Provincia de San Luis, difundió que necesitaba votos. Cuando todavía faltaban tres días para el cierre de la votación y no llegaba al primer puesto, Thaiel y su padre Dante se fueron a San Luis capital a recorrer todas las radios. Toda esa odisea para que fuera seleccionado y pudiera tocar por primera vez en una orquesta. Para acercarse un poco más a su meta: conseguir una beca para estudiar en el Conservatorio Amadeo Roldán o en la Escuela Nacional de Arte, ambos en La Habana, Cuba.

 

Thaiel Lucero espera su turno para subir al escenario, para mostrar lo que practicó esta semana, y dice: «Me hubiera gustado tener más tiempo solo con los maestros que me tocaron, porque son genios». Ya son casi las cinco y está terminando el ensayo. En unos minutos va a quedar el predio vacío, el escenario solo y la Garganta del Diablo.

Amaneció gris. Es el día del concierto y de la grabación. Nadie ensaya porque los instrumentos no se pueden mojar. No se sabe qué va a pasar. Atrás, las Cataratas siguen su curso. Siguen cayendo como lo harán hasta el fin del mundo. Ni Andrea Merenzon, los maestros, los cientos de chicos, los sonidistas, ni las coordinadoras de logística saben si se quedan o se van. Hay que esperar. Todavía nadie sabe que va a seguir lloviendo y que el concierto pasará de día.

 

En el hotel del Parque Nacional, los turistas almuerzan en su mayoría, los periodistas persiguen a un coordinador, los concierges caminan apurados, los mozos cargan bandejas, los sonidistas van y vienen con cables, y los chicos y chicas hacen lo mismo con instrumentos en sus manos. En medio del circular, dentro del restaurante con vista al escenario vacío está Victoria Warzyca (15), que toca el violín y fue una de las solistas seleccionadas por el jurado. Ella, como todos los demás, espera saber qué pasará con la lluvia.

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Cuando Victoria tenía tres años, sonó un video de Las cuatro estaciones de Vivaldi en su casa, y ahí mismo escuchó un instrumento que le hacía imaginar el sonido de los pájaros. Fue ese día que se encontró con el violín. Después de insistir durante un año, empezó a tomar clases y nunca paró. Ahora ella cursa la escuela secundaria en un sistema a distancia porque así puede dedicarse a estudiar el instrumento cada vez con mayor profundidad. Lo que más le agradece Victoria al violín es que la ayudó a ejercitar la memoria y, claro, los sonidos: «Me gustan los agudos y las dobles y triples cuerdas porque puedo transmitir cualquier sentimiento. Cuando agarro el violín me olvido de todo», asegura.

Se suspende el concierto por mal tiempo. En ese momento, mientras se pasa el encuentro final para el domingo, Iguazú en Concierto es distinguido como Marca País, y esto lo convierte en uno de los festivales más importantes del calendario turístico internacional.

 

Al día siguiente, Adelaide Harliono, Tahiel Lucero, Victoria Warzyca, Amber Robert, Ifeyi Iton y cientos de otros músicos y coristas tocarán en el escenario ante cinco mil personas. Va a seguir nublado, pero la lluvia va a esperar. Se va a iluminar el escenario y va a comenzar la mega orquesta con la obra Montescos y Capuletos de Romeo y Julietaque dirigirá el francés Eric du Fäy. Una pantalla atrás del escenario va a transmitir lo que suceda adelante y los instrumentos de viento, de cuerdas y de percusión van vibrar para darle paso a un vals, al sonido de las arpas paraguayas y a obras de diferentes musicales. Van a tocar durante dos horas y mientras se dé el concierto final van a estar sonando también las Cataratas, constantes, inmensas y eternas, como la música que suena.

 

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