La dolorosa experiencia de la debilidad institucional

Por Efren C. Zapata (*)   zapata

 

En algunas áreas del Gobierno se toman decisiones que contradicen las políticas oficiales y que debilitan la confianza de los ciudadanos en las instituciones del Estado.
Un caso emblemático es el ocultamiento por parte de la Policía de Misiones de la identidad de personas acusadas de algún hecho delictivo, por grave o aberrante que sea. El argumento para justificar la omisión es pueril: salvaguardar la presunción de inocencia de los detenidos,  derecho que la Constitución Nacional y tratados internacionales confieren a los ciudadanos hasta que la Justicia dicte una sentencia condenatoria.
La norma constitucional no admite discusión.
Lo que no dice la norma es que la prensa debe actuar de la misma manera o que las autoridades policiales o su conducción política dejen de individualizar a los acusados. No tiene nada que ver con la presunción de inocencia.
Es obvio que el precepto sobre el tema contenido en la Carta Magna ha sido interpretado a la ligera y coloca a la policía en la  obligación de desinformar a los medios periodísticos con datos tan absurdos como “…el detenido por el homicidio es Juan P…” cuando la persona en cuestión haya sido sorprendida “in fraganti” cometiendo un crimen.
Las consultas efectuadas en diversos ámbitos institucionales acerca del origen de esta decisión supuestamente garantista no ha encontrado respuesta con asidero jurídico o legal. En general, la tendencia aparece fuertemente influenciada por el temor a las reacciones de las personas involucradas en un suceso delictivo. Más concretamente a eventuales demandas judiciales con las que suelen amenazar algunos abogados para impedir la divulgación pública de la identidad de sus defendidos.
El temor es infundado y solo puede ser inducido por la ignorancia o el desconocimiento. Lamentablemente, ese temor  pareciera haberse instalado en algunos estamentos del Estado y hace que un vasto sector de la población pongan en tela de juicio la capácidad del sistema institucional para enfrentar la situación.
Sobre todo porque el virus del temor ha contaminado fuertemente al organismo gubernamental que por imperio de sus funciones deben ser consecuentes con las políticas que el Estado dicta para asegurar el cumplimiento de sus obligaciones indelegables, una de las cuales es la de garantizar la seguridad de los ciudadanos.
El método –una clara muestra del desinterés de ciertos funcionarios de alto rango por la seguridad de la población- posibilita que individuos con antecedentes por delitos contra la propiedad, contra las personas o contra la integridad sexual (por citar los más frecuentes) sigan en las calles y en los barrios sin que sus vecinos estén enterados de sus actividades al margen de la ley y, por consiguiente, expuestos a posibles reincidencias.
La infantil excusa de la presunción de inocencia no resiste ningún análisis.
Los grandes medios de comunicación del país y del mundo cumplen ese requisito –vigente  casi universalmente- con términos como presunto autor, sospechoso o acusado, que en los principales diarios de Misiones, por ejemplo, se han utilizado históricamente, aún en épocas muy difíciles para el ejercicio del periodismo y parecieran estar vedados en tiempos democráticos.
Pero esta práctica desinformante y de virtual e involuntaria complicidad con los delincuentes tiene otros responsables: los editores de los medios de difusión que aceptan este criterio ya sea por ignorancia, desidia o por compromiso con el gobierno de turno, y  también a algunos cronistas más proclives al cómodo “corte y pegue” de la era electrónica que a consultar fuentes ajenas a la oficina de Prensa policial para acceder al nombre y apellido de las personas acusadas de algún delito e informar objetivamente.
Pero esto último no tendría que ser una tarea adicional para editores, redactores o cronistas.
Es el Estado, a través de sus organismos competentes, el que debe proporcionar información fehaciente que mantenga alerta a la sociedad acerca de la existencia en su seno de personas inescrupulosas, independientemente de lo que resuelva la Justicia.
Nadie puede ignorar que al ocultar la identidad de individuos acusados de un delito –a veces con el sustento de pruebas abrumadoras recogidas en la escena del crimen o de testimonios irrefutables- es allanarle el camino para que cometa nuevas fechorías al amparo de la impunidad que le confiere el anonimato.
Sería necesario, entonces, que se tomen decisiones para revertir esta tendencia y que las instituciones del Estado hagan valer sus fortalezas y no permitan que el temor, la ignorancia o la incompetencia de unos pocos funcionarios se anteponga al interés colectivo.
“Si ganan los malos, pierden los buenos”, enseña la experiencia hasta ahora dolorosa de quienes intentan vivir y crecer en paz.

(*) Periodista

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