Réquiem a Roque González: días antes de Mbororé, año 1641

Exactamente a las diez de la mañana la campana de la Iglesia comenzó a sonar a badajo batiente. Inmediatamente los chicos dejaron de jugar y se dirigieron a la plaza. Lo mismo hicieron los avá con sus familias, incluidos solteros y solteras, viudos y viudas, niños y ancianos; todo el pueblo debía asistir por invitación obligatoria.

Los monaguillos y sacristanes frente a la entrada principal de la iglesia colocaron presurosos una larga mesada, cubriéndola de manteles de algodón bordados con ñandutí. Encima pusieron el cáliz de oro, el atril con el misal, el incensario, el ostensorio, el hisopo en el acetre, las vinajeras y el crucifijo; objetos litúrgicos indispensables para oficiar la Santa Misa. Por último, dispusieron una fila de bancos frente al improvisado altar donde, momentos más tarde, el cura guerrero oficiaría el Réquiem.

Salvando las distancias, en las otras ciudades de la república jesuita iniciaron exactamente en el mismo horario el repique de las campanas llamando a los habitantes a exaltar el recuerdo de la muerte del hermano Roque González de Santa Cruz, asesinado doce años atrás por indómitos infieles en el asentamiento de Apóstoles de Caazapaguazú, apenas cruzando el Río Uruguay, cerca de San Nicolás, la reducción por él fundada.

La plaza principal estaba repleta de gente y los bancos totalmente ocupados cuando el cura de la guerra se ubicó ante el altar e hizo la señal de la cruz dando inicio a la misa. Luego levantó la vista y observó gratamente complacido  a la plana mayor del ejército indiano que se preparaba para la guerra. El Capitán General, Padre Pedro Romero, se hallaba en el centro acompañado en el ala derecha por el Comandante General Nicolás Ñeenguirú, cacique de la reducción de Concepción, sus asistentes Francisco Mbay Robá e Ignacio Abiarú, y Arazay, el cacique local. A su lado se sentó Ñaroí, recientemente llegado tras concretar el traslado del pequeño asentamiento de Acaraguá, que quedaba bajando el Río Uruguay en una loma a orillas de la desembocadura del arroyo Mbororé,  Sus montaraces en los atalayas hacían de vigías. Del lado izquierdo del padre Romero se ubicaron los ex militares y Hermanos de la congregación: Juan Cárdenas, Antonio Bernal y Domingo Torres, venidos especialmente para encargarse de la instrucción castrense del ejército guaraní. A estos le seguían sacerdotes de reducciones vecinas que fueron designados capitanes de otros tantos batallones.

Apenas terminó la liturgia de la homilía, el cura guerrero prosiguió con el panegírico de Roque González escrito sobre un papel que en voz alta leyó:

 

Hermanos y Hermanas:

Hoy se cumplen doce años del fallecimiento de nuestro querido hermano Roque González y ¡cómo lo extrañamos!, ¡cómo sentimos su ausencia y la falta de sus sanos consejos! Murió asesinado acá enfrente, cruzando el río, por las flechas y el hacha asesina del cacique Nezú, conocido por todos ustedes. ¿El motivo?, no toleraba que sus hermanos vivieran socialmente en pueblos organizados y se hallaran comprometidos a trabajar por el bien común. Como verán, los enemigos están afuera, pero también están adentro. Por ello, y por sus obras, Dios se encargará de juzgar a unos y a otros.  

Roque González tenía 52 años cuando murió y llevaba treinta predicando y fundando pueblos desde que salió de su Asunción natal. ¿Recuerdan los pueblos que fundó? Nuestra Señora de Encarnación del Itapúa en ambas orillas; Concepción, San Nicolás, Candelaria y San Ignacio Miní en el Guaira, destruido por los bandeirantes. ¿Saben que su cuerpo fue quemado? ¡Pero, oh milagro, su corazón quedó intacto! Por esa gracia divina fue llevado a Ñande Roga Guazú, nuestra casa grande en Roma donde vive el Santo Papa. Allí, su corazón descansa en paz, al lado del hacha del  martirio.

Dios lo tenga en la Santa Gloria. Pero ahora, hermanos:  ¡Aprestémonos a luchar contra el bandeirante!

 

Del libro “Misiones la república utópica de los Jesuitas.

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