Genes, ratones y placeres culinarios

La exportación de ganado es crucial en la historia argentina. Tanto, que el país es mundialmente conocido por el valor de su carne. Hoy, una nueva especie es protagonista de un singular intercambio internacional, aunque su faena pueda resultar poco atractiva: un ratón. Sí, pero este no es un ratón cualquiera.

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Un equipo de investigación del Instituto Nacional de Ingeniería Genética y Biología Molecular (INGEBI-CONICET) consiguió modificar un gen que actúa en distintas células del cerebro del roedor. Gracias a esta particularidad, los científicos pueden activar y desactivar al gen de un receptor de dopamina, un neurotransmisor relacionado con las situaciones de placer. Este superratón fue requerido por el Jackson Laboratory, el más prestigioso banco de animales de experimentación del mundo.

El director del Laboratorio de animales transgénicos del INGEBI, investigador Superior del CONICET, Marcelo Rubinstein, recientemente galardonado con el premio de La Academia Mundial de Ciencias (TWAS, por sus siglas en inglés) dialogó con la Agencia CTyS sobre la importancia que otorga esta innovación a la investigación y dio su ABC para la comprensión genética del apetito y el placer.

“Cuando se quiere saber cómo funciona un circuito, una de las cosas que hacemos es modificar alguna parte de ese circuito, para saber qué significado tiene en la conducta general del animal. Nosotros modificamos un gen, tenemos al ratón genéticamente modificado y tenemos a sus hermanos que son genéticamente idénticos, excepto este gen, y los comparamos”, señala Rubinstein.

Cuando los comparan, los científicos observan cómo el ratón genéticamente modificado se relaciona con la comida en relación a sus compañeros. Si no ven ninguna modificación significa que aunque cambie el gen no pasa nada, pero si observan conductas compulsivas ante la comida, el ratón se vuelve modelo experimental de interés.

“Para nosotros es un orgullo que Jackson se interese por nuestro desarrollo, porque nosotros somos siempre demandantes de su calidad. Hicimos un modelo atractivo, usando una tecnología que no es fácil y que la comunidad científica lo reconoce como válido. Nuestros colegas en el exterior nos dijeron que están muy entusiasmados con este modelo y que sirve para estudiar la función de este receptor de dopamina en muy variados entornos celulares”, se enorgullece el biólogo.

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¿Por qué comemos?

“Tenemos infinidad de circuitos neuronales en nuestro cerebro. El cerebro humano tiene 1011 neuronas (cien mil millones) y a su vez, cada neurona recibe un promedio de mil conexiones sinápticas. Y un circuito está formado por una serie de circuitos que le da una funcionalidad a un grupo de neuronas que se comunican para terminar ejecutando una función única entre varias posibilidades”, explica el científico.

Cuando los animales y los seres humanos están un largo tiempo sin comer, se activan receptores en el cerebro que dan la sensación de hambre. Esta sensación produce cambios en los animales que los hacen ir a conseguir comida y, cuando la consiguen, no ingieren una cantidad arbitraria, sino que esa cantidad está codificada por un programa genético ejecutado en una zona del cerebro llamada hipotálamo diga “listo”. “Este valor es compatible con la vida y no hay que comer más”, completa.

Esto, que puede resultar sencillo, en realidad es muy complejo, pero la impronta divulgadora de Rubinstein se encarga de facilitarlo: “Un animal puede estar varios días sin comer porque tiene reservas de grasa. Otras neuronas del hipotálamo computan cuántas reservas de grasa tenemos como medida de energía. Es como un repositor de un supermercado que mira cuantas latas de tomates hay, cuántas faltan, cuántas se venden, para poder después reponer. Eso el cerebro lo hace constantemente de manera automática, esa forma automática está codificada en los genes de todos los animales y son producto de millones y millones de años de evolución”.

Según explica el investigador, los animales tienen que alimentarse comiendo energía de alimentos que hay en la Tierra, pero para que eso funcione tiene que haber un dispositivo dentro de estos animales para que coman. Entonces, los sistemas que se mantuvieron vivos en la tierra fueron aquellos que lograron que comer sea placentero.

“Allí es donde interviene la dopamina. La dopamina es un neurotransmisor que cumple un rol clave porque, si está alterado, puede haber deficiencias. Si hay poca actividad, una situación de anhedonia, porque la comida para cualquier animal implica luchar por un recurso escaso, entonces, tiene que haber algo para lo cual el animal esté dispuesto a pagar un precio muy alto. Finalmente, cuando un animal come algo que le gusta, la dopamina envía una señal positiva y produce placer”, detalla Rubinstein.

El juego de ensamblaje de la vida

La mayoría de los genomas de los mamíferos posee alrededor de mil millones de bases (A, T, C, G) que albergan unos 30 mil genes en cada célula. De esas mil millones de bases, sólo el 1,5 por ciento son codificantes de proteínas, que otorgan particularidades específicas a cada célula. Al resto del genoma, que por décadas se pensó que no tenía una funcionalidad notoria, se lo denominó ADN basura. Pero investigaciones más recientes parecen haber encontrado dentro de esa enorme montaña de “basura genética” piezas claves para el funcionamiento de los genes.

El laboratorio que dirige Rubinstein estudia elementos repetitivos del ADN que se encuentran en regiones no codificantes del ADN. A pesar de la dificultad de detectar su función, los científicos lograron determinar la importancia de algunas regiones no codificantes de proteínas.

En 1975, un paper publicado por la genetista Mary Claire King en la revista Science determinó que muchas proteínas presentes en la sangre de chimpancés son idénticas a las de los seres humanos. Entonces, si los humanos y los chimpancés somos especies con características diferentes ¿Dónde están esas diferencias?

El doctor Rubinstein explica esta particularidad jugando con piezas de Lego y Rasti. Según él, los animales emparentados, como los mamíferos, están hechos con las mismas piezas aunque sean animales en apariencia completamente diferentes (como una foca y un zorro). Así como, en la caja de estos juegos de mesa aparecen escritas las instrucciones sobre cómo armar un barco o un avión, en el genoma de cada especie animal están las instrucciones que definen las diferencias particulares de cada una de ellas.

“Cada especie tiene un código con instrucciones sobre cómo se va a usar cada herramienta y eso es información que está en el ADN no codificante. Eso estaba en lo que se llamaba el “ADN basura” y era muy difícil poder detectarla. Pero, después de lo que fue la revolución de la ciencia genómica, donde se empezaron a secuenciar genomas, estos pudieron ser comparados y los códigos de uso de cada genoma comenzaron a emerger”, explica el biólogo.

Según el investigador, “cada vez se están descubriendo más secuencias no codificantes de proteínas pero que en realidad tienen códigos que se pueden interpretar”, es decir, esa no funcionalidad del ADN comienza a cobrar sentido. De hecho, el consorcio internacional ENCODE (Enciclopedia de los Elementos de ADN) se llegó a afirmar que el 80 por ciento del ADN es funcional.

Ante esta afirmación, Rubinstein se muestra austero: “Nosotros no creemos eso, lo que nosotros creemos que le dan una funcionalidad al genoma no es el 1,5 pero no es más que el 5 o 6 por ciento”.

Antes de finalizar, el científico se refirió al premio que recientemente le fue otorgado por La Academia Mundial de Ciencias: “Que la Argentina saque premios de esta academia sigue mostrando la realidad de nuestro sistema, que es un buen  sistema científico, y la potencialidad de hacer de esto algo mejor”.

Fuente: Agencia CTyS

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