Reflexión dominical de Monsenor Martorell obispo de Puerto Iguazu

Al recordar a la Iglesia madre de las Iglesias cristianas, en su templo en la Iglesia Católica, la liturgia y los textos sagrados nos invitan a meditar sobre el sentido bíblico y teológico del misterio del templo.

El templo de piedra construido por la mano del hombre es imagen del templo humano construido por la mano de Dios, realidad viva y dinámica, donde Dios habita. Tenemos la misión de hacerlo crecer desarrollando en él la santidad de la vida, la pureza y grandeza de la fe, y el amor como nos lo recuerda el Apóstol Pablo (Ef. 4, 14-16). Quien en la doctrina y en las costumbres de la vida, no se comporta de un modo digno, atenta contra la vida misma del templo de Dios, que es santo, porque Dios habita en él, y ese templo somos nosotros. (1 Cor. 3,17).

La inserción en Cristo por el bautismo, nos hace miembros y templos vivos de la Iglesia, viviendo en el corazón del cristiano el Espíritu Santo (Rom. 8,11). De aquí deriva su gran dignidad y la responsabilidad de que -recurriendo a la gracia- pueda mantener santo este templo que Cristo se ha formado por medio de su sangre y que Dios hace sagrado con su especial presencia (1 Cor. 6,19), y así como mantenemos y embellecemos un templo material, así tenemos que mantener y embellecer el templo humano. La habitación de Dios en nuestro cuerpo y alma humanos, nos hace templos sagrados, y como tal lo tenemos que cuidar y embellecer con la práctica de las virtudes y así como en el templo de piedra elevamos el culto de alabanza y gloria a Dios, así también con el cuerpo y en el cuerpo y alma humana, el cristiano debe dar culto de alabanza y gloria a Dios (1 Cor. 6,20).

Así los cristianos, templos de Dios, nos constituimos en piedras vivas del gran templo que es la Iglesia. Uniéndonos a la piedra viva y angular que es Cristo, formamos el templo definitivo que es la Iglesia, “cuerpo de Cristo, lugar de encuentro entre Dios y los hombres, signo de la presencia de Dios en la tierra” (Ef.2, 21). Ella celebrando los misterios de la fe hace presente al Dios vivo, Señor de la historia y de la vida, que se da como alimento, haciendo posible en la solidez de las piedras, la fortaleza del templo eclesial en la tierra cuya cabeza es el Señor, dejándonos mientras peregrinamos en la tierra como cabeza visible a Pedro.

La Iglesia templo viviente del Dios viviente camina en la tierra, en y con sus miembros, templos vivos del Espíritu Santo, donde sus fieles tributan su culto a Dios, asediados continuamente por sus enemigos, mientras caminan hacia la Jerusalén Celestial, templo celestial, donde el Cordero inmolado se sienta sobre su trono, donde se celebra permanentemente una liturgia de oración y alabanza. Pero al final de los tiempos, esta dualidad, templo terreno y templo celestial, ya no existirá porque como dice la Escritura: “El Señor Dios todopoderoso con el Cordero, era su templo” (Ap. 21,22).

Los fieles ya no necesitaremos de un templo visible en la tierra para adorar y aclamar al Señor, pues ya no será necesaria la fe, lo veremos tal cual es, cara a cara, y ya no habrá más pena ni dolor, ni lagrimas, se habrá realizado la esperanza y se habrá alcanzado la plenitud del amor.

Así se realiza esta experiencia maravillosa de la fe cristiana, que nos hace vivir en la tierra, con una dignidad excepcional, la de sabernos todos -sin exclusión alguna- hijos de Dios, piedras vivas llenos del Espíritu Santo, templos santos de un Dios Santo, Señor de la historia, miembros del templo vivo de Dios en la tierra que es la Iglesia, hasta que el Señor vuelva.

Pidamos a la Virgen, templo santo de Dios, que nos ayude a caminar por la vida con esta experiencia de la fe cristiana.
(Jn. 2, 3)

 

Marcelo Raúl Martorell   Obispo de Puerto Iguazú

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