La Argentina y un viaje que pasó de los cuatro fantásticos a los 11 guerreros

El déficit más grande que arrastraba la Argentina era que sus rasgos no definían ningún funcionamiento. Se había convertido en un equipo inexplicable: no era un extremista de la posesión pero tampoco del contragolpe, a veces decidía presionar y otras esperar porque el deber de la conducción lo maniataba.

Alejandro Sabella pareció tácticamente aturdido en el comienzo del Mundial. Tironeado entre su esencia y una imposición. Incómodo a la hora de administrar abundancia, en la duda mortal de atacar o defender. Y no es una u otra, son ambas en el fútbol de hoy, pero eso requiere de un trabajo y una actualización de ideas que la selección no trajo a Brasil.

 

Seguramente atribulado, Sabella falló en las primeras lecturas. Aquellos cinco zagueros iniciales con Bosnia que desactivó en el entretiempo, todo el partido con Irán sobrándole un central. Gago y Fernández más tiempo del aconsejable en la titularidad. Pero ni terco ni obcecado, asumió culpas y ofreció correcciones. Durante demasiados pasajes al equipo le faltaron comportamientos colectivos que explicaran su sustancia. Pero desde el tercer encuentro, cuando la lesión de Agüero le abrió paso a un Lavezzi con obligaciones, Sabella empezó a aliviarse. Encontró las páginas del manual en el que más se reconoce.

 

Definitivamente desde Bélgica los rasgos de la selección quedaron establecidos: un equipo corto, sólido entre líneas y comprometido, que inesperadamente hace de la defensa su concepto base. Con poca generosidad por el espectáculo, después acelera las transiciones y apuesta con menos poder de fuego del imaginado. Sabella se abrazó a una vieja receta, la que mejor conoce: defender y contraatacar. Vale volver al punto fundacional, la lesión de Agüero a los xxx minutos del primer tiempo contra Nigeria, cuando ingresó Lavezzi con la misión de disfrazarse de volante. La metamorfosis estaba en marcha. Aparecía un Sabella más intervencionista. Resuelto a imponer su sello de autor.

 

Históricamente más afín a los recaudos que al atrevimiento, el entrenador comenzó moldear el equipo que le reclamaban sus genes tácticos. Sabella entró por la hendija que le dejaron algunos imponderables (primero la lesión del Kun, luego se sumaría la de Di María) y los futbolistas con su falta de soluciones. Probablemente el técnico nunca haya estado totalmente de acuerdo con los Cuatro Fantásticos, pero en la medida que ellos fueron el motor y la explicación de su ciclo -especialmente durante las eliminatorias-, les concedió ese dominio. Se rindió ante su intimidatorio caudal ofensivo. Ellos resumían a la Argentina y maquillaban los daños estructurales.

 

Pero con la porción más rica del plantel disminuida, se planteó otro escenario. En la dificultad apareció el Sabella auténtico, formateado para entretejidos estratégicos más rocosos. La pérdida de cañoneo ofensivo lo animó al entrenador a hacer de la defensa el concepto base de la propuesta. Se sintió autorizado a ser cauteloso. Y apareció en toda su dimensión, por fin se sintió a gusto en el Mundial. Se sacó la mochila. Ya pudo dirigir sin culpas. El equipo intimidante se recibió de pragmático, una versión insospechada cuando amanecía la Copa. Esta Argentina se parece más al Estudiantes que diagramó para jugar el desquite de la Libertadores ante Cruzeiro, en el Mineirao, en 2009: 4-4-2, también con Enzo Pérez en el medio.

 

Tuvo Sabella la virtud de convencer a los futbolistas. De alinearlos detrás de ideas rectoras. El DT había aceptado a los Fantásticos aunque no completaran su credo táctico, y ahora ellos se comprometieron con un libreto que parece lejano de aquel Messi que hace 23 días aseguraba «somos Argentina, tenemos que fijarnos en nosotros sin fijarnos en el que está enfrente». Generosidad de ambos para imponer el bien común. «Nunca me habían pedido jugar así», aceptó Leo tras Bélgica. Y lo hizo. Se uniformaron detrás de la causa y las sensibilidades por el juego quedaron diferidas. Como un homenaje a una de las máximas de don Alfredo Di Stéfano: «Ningún jugador es tan bueno como todos juntos».

 

En el afán de barnizarla de versatilidad, detrás de controlar todas las fases del juego, la selección se despersonalizó. Había quedado atrapada en un vacío. Con Sabella mareado y el eje ofensivo sin aquel potencial que todo lo resolvía. Argentina se aprovechó de un fixture accesible para no pagar con la eliminación su tormenta conceptual.

 

Ahora encontró un molde. Con peligrosa tendencia a conformarse con lo suficiente, pero ya no se le puede recriminar que le falta estilo. Las preferencias estéticas abrirían otra discusión. La Argentina tiene un punto de partida reconocible y su nuevo desafío será evitar la exageración..

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