10 de enero de Año 1756: Batalla de CAIBATÉ. El principio del ocaso de la República Utópica de los Jesuitas

El mismo ejército Misionero y Guaraní que recuperara 76 años atrás con sangre y fuego la Colonia del Santísimo Sacramento en manos de los portugueses, después devuelta a Portugal en la mesa diplomática, se aprestaba a dar combate para impedir, debido al ignominioso tratado de permuta, el trueque de ese asentamiento por los siete pueblos Misioneros al oriente del Río Uruguay, el río de los pájaros. Inconcebible. Los dos imperios de la península Ibérica, enfrentados por odios ancestrales, se unían para combatir a los guerreros de las Misiones, que por siglo y medio defendieron las fronteras mesopotámicas del avance lusitano.

 

(Rubén Emilio García) Y en víspera de la batalla una reconfortante brisa comenzó a soplar desde temprano, menguando de alguna forma el sofocante calor que volvía irrespirable el ambiente. Por esos días el Kuaraí resplandeciente achicharraba sin contemplación a todo ser viviente que se animara a desafiarlo a medida que aumentaba su calentura, convirtiendo en amarillo todo lo que fuera verde.

   Los desdeñados espartillos se movían al compás del viento imitando pequeños haces de trigo sin su valor nutritivo. Aunque la sabia naturaleza suele esconder sustancias beneficiosas en las entraña de cualquier vegetal por más insignificante que parezca, y de esto Aguaraí sabía lo suficiente. En su tiempo, lograba esencias de perfumes incomparables con espartillos triturados que esparcidos aromaban el ambiente y amainaban el ataque de moscas y mosquitos. También obtenía substancias aromáticas de otros vegetales que recogía de la costa del Uruguay al norte de Mbororé, en caminatas que no tenían fin. Y hasta preparaba venenos contra las hormigas y las bicheras de cualquier tipo con las hojas del tabaco. Aguaraí era un entendido recolectando hierbas, hojas y cortezas de árboles destinadas a preparar recetas que cicatrizaran heridas, curaran enfermedades, aliviaran dolores y hasta jarabes que inducían al sueño a insomnes o mantenían despiertos a los serenos. Incluso poseía brebajes de yuyos misteriosos que calmaban la locura de los más tavirongos.

   Más de un avá, seguro pensaba desde su puesto de lucha que la época de Aguaraí, de Ñaroí y del Padre Juan fue de una dicha sin igual; el tiempo en que felices sembraban y cosechaban, reían y lloraban, guardaban y desechaban, como estaba escrito en Eclesiastés. Período en que sus antepasados habían erigido una república de iguales donde el que nacía moría por mandato divino, no como ahora, donde eran obligados a matar o a morir por la decisión de hombres poderosos. “¡Ay, Tupá!, qué triste es nuestro destino. ¿Qué será de nuestra Nación y de nuestros hijos?”, pensaban.

   El sol a las ocho de la mañana de aquel martes 10 de enero de 1756, si bien atenuado por las nubes, enardecía igual la presión de las pasiones. El Ejército Misionero compuesto por dos mil hombres ya se hallaba en posición de combate esperando al rival. En el medio de la primera fila se destacaba la magnífica presencia de a caballo del cacique Nicolás Ñeenguirú, quien una década atrás fuera nombrado Corregidor del pueblo de Concepción por el propio rey español; es decir, que hasta el día de la fecha era su representante directo. A la diestra tenía al altivo y bravo Andrés Ñaró, el quinto de su generación, que había decidido quedarse a luchar montado en su brioso zaino oscuro. Al otro lado, sobre un caballo de pelaje ruano y cola blanca, el Padre Sebastián que, sin sotana, lucía el torso desnudo, con el santo rosario colgado del cuello y una lanza en la mano. Otros doscientos lanceros completaban el cuadro de Caballería. En la retaguardia, la Infantería, preparada con la parafernalia que utilizaban en las otrora luchas tribales, reforzados con los cañoncitos de tacuaruzú y los mosquetes y arcabuces hallados en depósitos, constituía el plantel de combatientes definitivamente peor armado para enfrentar al ejército profesional.

   El Padre Sebastián, sin alterarse, contemplaba la naturaleza brutalmente agreste y sin embargo tan hermosa.

-No hay rincón en el mundo que no sea bello y magnífico -pensaba, abstraído de la contienda- porque, en definitiva, es la composición maestra concebida por la imaginación de Dios. A semejanza de Él, los hombres crean cosas materiales muy lindas pero, a su vez, cuánto destruyen. A tanto llega su destrucción que en el mundo es la única criatura de la creación que mata por matar. Tal era lo que estaba por ocurrir en instantes.

   Tan sumido en su abstracción lejana estaba, que ni siquiera lo devolvió a la realidad el vozarrón inconfundible de Andrés Ñaró, que a grito pelado para que escucharan los del frente lanzó su imprecación.

-¡Escuchen, malditos portugueses y españoles! Hasta ayer, enemigos; hoy, unidos para destruir y hacer el mal a gente humilde y sin maldad, a ciudadanos que viven en libertad por la gracia de Dios. Se unen circunstancialmente por codicia sin conformarse con lo que tienen, y cual avaros desean más y más, en la creencia de que la felicidad reside en la riqueza material. Por eso, ¡escuchen bien, malditos! Ahora nos echan de nuestras tierras que supimos labrar con dignidad; de nuestra Nación constituida sobre la base de una sociedad comunitaria junto a los treinta pueblos misioneros, pero a ustedes también los echarán en un futuro no muy lejano, y no por trabajar la tierra dignamente, sino por absolutistas, por mezquinos, por ladrones y ¡por asesinos de inocentes! Y la maldición que heredarán vuestros descendientes en estas tierras será el enfrentamiento entre ellos mismos sin que jamás se reencuentren para tratar de lograr lo que ustedes destruirán, la república de iguales de las Misiones, basada en la moral, la libertad, la justicia y ¡en lo espiritual por sobre lo material!   Soportarán a tiranos y a gobiernos hegemónicos, falsos profetas y aventureros que prometerán, uno tras otro, felicidad, igualdad y justicia; todo lo que nosotros concretamos en nuestra Nación y que ustedes, unidos, hoy están destruyendo. ¡Por esto, malditos, los maldigo!

   El Padre Sebastián, con el torso desnudo y la cabellera al viento, apenas si escuchaba la maldición que a voz en cuello echaba a los unidos peninsulares Andrés Ñaró. Su mente sometida a la sensación visual contenía discriminadamente el contorno castigado por el sol del verano más cruel de los últimos años, imponiéndose el amarillo por sobre los manchones escuálidamente verdes que pronto acabarían marchitos si persistía la falta de lluvia. Nada conmovía al Padre Sebastián. Para él, ensimismado en su yo interior, todo a su alrededor transcurría parsimoniosamente como si una orden superior lo instara a la tranquilidad absoluta. Tal vez su abstracción del mundo real fuera la razón que lo hizo percibir vagamente el grito de “a la carga” del cacique Ñeenguirú, los alaridos y el sapucai de los bravos que lo escoltaban. De lejos incluso sintió las repetidas detonaciones de los cañones acompañadas de agudos silbidos y ayes de dolor. Después del tumultuoso y explosivo pandemónium el mutismo lo fue invadiendo y comenzó a notar que el anterior contorno, predominantemente amarillo, se reconvertía en variados matices glaucos. Una sinfonía de tonalidades verdes alfombraba la sabana con los espartillos incluidos. Los árboles recuperaron su verdor y estaban llenos de flores, y el cerro Caibaté, antes grisáceo, redimió esplendores luciendo renovados musgos de colores aceitunados.

    La tranquilidad invadía el lugar y el Padre Sebastián, que ya no recibía el caluroso viento, dejó de transpirar y perdió toda sensación irritante que pudiera afectarle al cuerpo. Paulatinamente comprobó que sus compañeros en la lucha por defender la Nación Misionera estaban al lado suyo sonrientes y dichosos, como si estuviesen en otra dimensión protegidos de toda mala acechanza.   Infinita placidez comenzó a instalarse suavemente en su alma elevándolo a la cúspide del bienestar supremo. Sensación etérea y agradable que nunca sintió en vida y que lo instara a musitar: “¡ay, Dios mío, que sea eterno este sumo bien que ahora me brindas!”.

 

 

 

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