Reflexión dominical de monseñor Marcelo Martorell obispo de Puerto Iguazú

La Iglesia en su liturgia nos propone hoy meditar sobre la sabiduría que viene de Dios. En la primera lectura (Sab. 7, 7-11), Salomón pide a Dios la sabiduría sobre cualquier otro don o bien: “supliqué al Señor y se me concedió un espíritu de sabiduría. La preferí a los cetros y a los tronos y en su comparación tuve en nada a la riqueza” (Ib. 7-9). El oro posee un resplandor puramente humano, en cambio la sabiduría -no la humana, sino la que procede de Dios- es eterna.

La sabiduría de Dios se comunica al hombre por medio de la “Palabra de Dios”, la cual es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo y penetrante hasta el punto en donde se dividen alma y espíritu y juzga los deseos e intenciones del corazón” (Heb 4, 12). Es imposible llegar a conocer la sabiduría de Dios y menos aún llegar a poseerla sin la lectura, meditación y profundización de la “Palabra”. En ella el Señor nos expresa sus sentimientos y deseos, nos muestra los caminos de la vida y el gozo de las opciones santas. San Agustín nos enseña que ella debe ser “orada” antes que proclamada. La Palabra llega al corazón del que la lee y penetra como una espada de doble filo obligando a hacer una opción interior.

La Iglesia nos enseña que Jesús es la Sabiduría del Padre, exaltada desde siempre y que la “Palabra de Jesús”, sus enseñanzas y sus preceptos encierran toda la sabiduría del Padre. En el evangelio de hoy (Mc 10, 17-30), un joven se acerca a Jesús y le pregunta qué tiene que hacer para ganar el cielo y Jesús le dice que cumpla con los mandamientos de su Padre, a lo que él responde: “todo eso lo hago desde pequeño”. Jesús entonces le mira con cariño y le dice: “una cosa te falta, ve vende todo lo que tienes y da el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme” (Ib. 21). Jesús le propone la sabiduría suprema: renunciar a todos los bienes terrenales, para seguirle a él, sabiduría infinita. No es una orden, tampoco una imposición. Jesús lo invita, como hace siempre con todos, pero su palabra provoca en el joven una crisis. La palabra le penetró en el corazón como una espada de dos filos pero por desgracia el joven no acepta la invitación de Jesús: “frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico” (Ib. 23). También Jesús se entristece. Esta situación es muy común entre los jóvenes de hoy: siguen a Jesús, pero la entrega total les entristece. Es difícil desapegarse de los goces y los bienes de la tierra.

La riqueza aparece muchas veces en la Escritura como un obstáculo para entrar en el cielo. No porque ella sea de por sí mala, sino porque los hombres estamos inclinados a atarnos a ella, hasta el punto de llegar a rechazar a Dios. Preferimos la riqueza antes que a Dios y por eso se convierte en un obstáculo para la Vida Eterna. Dios, no obstante, es nuestro Padre que nos ama y nos da la gracia, para que aun ricos en el mundo, podamos optar por él y servirle, pues Dios lo puede todo (Ib. 27). La gracia de Dios puede hacer que un hombre rico utilice su riqueza para el bien de los demás, para aliviar los sufrimientos de tantos sufren a causa de la pobreza o la miseria, la enfermedad o la soledad. Así quien da mucho porque tiene mucho, mucho recibirá, tanto como el ciento por uno. Los Apóstoles, teniendo poco, no vacilaron en seguir a Jesús, dejándolo todo: casa, redes o tierras, hermanos, padre y madre, por amor al llamado de Cristo, en respuesta a su amor de predilección y del Evangelio.

Que María, la Virgen Madre, la llamada en la Iglesia Sede de la Sabiduría, nos ayude a alcanzar tan preciado bien.

 

Marcelo Raúl Martorell                                                                                        Obispo de Puerto Iguazú

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