Reflexión del Obispo de Puerto Iguazú Marcelo Martorell para este domingo

Hoy la Sagrada Escritura que se proclama en la liturgia de este domingo nos centran en la realidad de la vocación. Los hijos de la tierra somos llamados por Dios desde toda la eternidad a la salvación, en Jesucristo Nuestro Señor. San Pablo en la Carta a los Efesios (Ef.1, 3-14), afirma y nos dice que fuimos “elegidos en la Persona de Cristo antes de crear el mundo, predestinados por Dios a ser sus hijos, mediante la sangre de su Hijo Jesucristo, que nos redime del pecado y nos confiere el tesoro de su gracia” (Ib.7). 

Esta elección, este llamado de Dios requiere sin duda alguna también la cooperación de cada uno de nosotros en la fe “para ser irreprochables ante él por el amor”, en el decir de San Pablo. 

Quien ha recibido cualquier beneficio o don de parte de Dios debe convertirse -para sus hermanos- en mensajeros de la salvación. El Señor actúa en la historia y lo puede hacer de distintas maneras a través de los hermanos, de circunstancias o hechos. Y así la gracia de la salvación y la santidad divina nunca se agotan, sino que siempre son dadas para ser transmitidas y compartidas. El amor de Dios nunca se agota en uno mismo, sino que está dado para ser transmitido, siempre. La naturaleza del amor es que es difusiva, existe para ser compartido. Por esto, nos dice el Apóstol que todos debemos llegar a ser mensajeros del “amor de Dios”. De otra manera no sería “santidad cristiana”, pues la santidad se realiza en la caridad de Cristo, quien ha dado su vida para la redención de todos y abarca a todos y cada uno de nosotros, aunque de manera diversa y con un carisma particular.

 

En la historia de la salvación, todos son llamados a la santidad, pero algunos reciben un llamado especial, por ejemplo los Profetas o los Apóstoles. Cada uno es llamado de manera particular y de un modo preferencial por causa del misterio del amor de Dios. Cada uno tiene una misión especial dentro de ese plan salvífico, son elegidos en la absoluta libertad de Dios, entre cualquier categoría de personas, pero ciertamente con preferencia de los más humildes y sencillos, sean éstos ricos o pobres materialmente.

 


Miremos por ejemplo como fue elegido el Profeta Amós: no de entre los profetas o hijos de profetas, sino que dice según la Escritura “fui sacado por el Señor de junto al rebaño y me dijo: ve y profetiza a mi pueblo de Israel” (Amós 7, 15). Dios lo envía a predicar en el reino del Norte a pesar de él vivir cerca de Jerusalén. Y allí, por ser un extraño, lo quieren expulsar. Pero Amós no flaquea en su tarea y fortalecido por la conciencia de haber recibido un llamado y una misión desde lo alto, sigue llevando a los hombres la Palabra de Dios.

 


El evangelio de este domingo nos relata cómo fue el llamado de los Apóstoles: “llamó a los doce y los fue enviando de dos en dos” (Mc.6, 7), encargándoles predicar la conversión, dándoles el poder de expulsar a los demonios y de curar a los enfermos, teniendo un comportamiento sencillo y desinteresado. Los apóstoles debían ir confiados en la Providencia que cuidaría de ellos, siendo necesario ayer como hoy tener un espíritu de pobreza y desasimiento. La riqueza más grande del apóstol es la gracia y el Espíritu de Jesús que ha recibido por la consagración a Dios y a su Iglesia. Predicar el Evangelio atendiendo a la pobreza de los hombres frente a Dios. Todos somos pobres cuando estamos ausentes de la gracia y nos alejamos del Espíritu de Dios. Otros son pobres cuando para ellos no existe la justicia y aún otros son pobres porque la vida no les brindó la oportunidad de vivir de otra forma. Todos deben ser evangelizados, pero preferencialmente los que viven ausentes de los bienes de la tierra. Solo así con amor preferencial por los pobres el Evangelio llegará a unos y otros y será aceptado por los hombres, de otra forma ni es aceptado ni convence.


Por otra parte los destinatarios del Evangelio tienen frente a Dios la obligación de reconocer su Palabra y aceptar a sus ministros proveyendo con caridad a sus necesidades, sintiendo que la obra de la Iglesia es de todos. Todos debemos ayudar a que muchos más, aparte de nosotros, reciban el Evangelio y practiquen la caridad. Quien no escucha a los ministros del Señor, en el ministerio de la Palabra y recibe de ellos la Eucaristía, se resiste a la gracia y cierra las puertas del camino de la salvación para él.


Que María Virgen y madre de los Apóstoles, nos ayude a escuchar la Palabra y ponerla en práctica.

 

Marcelo Raúl Martorell                                                                                                    Obispo de Puerto Iguazú

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