Reflexión dominical de Monseñor Marcelo Martorell Obispo de Iguazú

La Palabra del Señor muchas veces no es escuchada y hasta es rechazada por nosotros. Nos olvidamos que es nuestro deber “escuchar al Señor”, aunque su palabra provenga de mensajeros humildes y modestos. La actitud propia del discípulo debe ser la de una escucha atenta a lo que el Señor quiera decirnos y descubrir en las cosas cotidianas la voluntad divina.

En la primera lectura (Ez. 2,2-5) el Señor dice que Israel es un pueblo rebelde, que no escucha, pueblo testarudo y obstinado. No sólo no lo escucha sino que lo rechaza. Y en uno de esos rechazos, el Señor les envió a Ezequiel y por eso dice la Escritura: “ellos te hagan caso o no, porque son un pueblo rebelde, al menos sabrán que hubo un Profeta en medio de ellos”. ¿Cuál es el pecado de Israel? La dureza de su corazón que le hace insensible al llamado y a las exigencias de las Palabras del Señor. Esta insensibilidad del corazón lo endurece más aún, de forma que se convierte en rechazo del Señor y de sus exigencias. Este rechazo es tal, que no solamente rechaza a sus Profetas, sino que rechaza a su mismo Hijo: “Vino a su casa y los suyos no lo recibieron” (Jn.1,11).

El evangelio de este domingo (Mc. 6,1-6) Jesús llega a Nazaret, su tierra, su pueblo, allí donde había vivido desde la infancia, allí donde lo conocían bien. Si bien esto podría haber facilitado su misión, en cambio -tras un momento de estupor frente a su sabiduría y a sus milagros- los nazaretanos, incrédulos, lo rechazan abiertamente: “¿No es acaso el carpintero, el hijo de María? … y sus parientes no viven entra nosotros … y desconfiaban de él”.

¿Que les pasó a los nazaretanos? Un orgullo mezquino y secreto les impide admitir que uno como ellos a quien habían visto crecer, en el trabajo cotidiano, de condición humilde como ellos, pueda ser un Profeta y menos aún el Mesías que esperaban. La modestia y humildad al mismo tiempo la sabiduría que escuchan de labios de Jesús son el escándalo en el que ellos tropiezan, cerrándose a la fe. Y Jesús mira con tristeza y le dice: “los Profetas son sólo despreciados, en su tierra y su casa y entre sus parientes” (Ib.4). Dios no obra donde no hay fe, aunque alguno debió tenerla, porque Marcos afirma que “que sólo curó a algunos enfermos imponiéndoles las manos” (Ib. 5). Aunque haya un solo hombre con fe, Dios se mostrará como Salvador y esto lo conocemos ya desde Abraham.

Normalmente, y hoy de modo especial, la debilidad del Profeta, su condición humana y su capacidad de pecar son causa de escándalo, los que son aprovechados por algunos medios de comunicación y por la personas que rodean al profeta o mensajero de Dios, para destruirle, humillarle y quitarle credibilidad a su persona y a quien él representa. Por eso, el Apóstol debe recordar que aunque enviado por Dios y dotado de gracias especiales, no deja de ser un hombre débil como los demás. San Pablo nos recuerda esto en la lectura de hoy (2 Cor. 12, 7b-10). Esta debilidad puede venir tal vez por alguna tentación, enfermedad, o tribulación apostólica que él mismo padecía: “hay una espina en mi carne” (2 Cor. 12,7). Dios ha permitido esto, quizá para que él no sea soberbio y para que humildemente tenga que confiar sólo en el Señor que lo ha enviado. Y es por eso que dice: “Muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo” (Ib. 9). El Apóstol debe tener bien presente esta realidad, porque su entrega completa a Dios, su consagración al Señor de la Vida, provocará el rechazo del mundo, pues él no es del mundo. Pero Dios no ha querido sacarlo del mundo, ni de sus dificultades, las que serán un componente indispensable para su misión. El Apóstol Pablo por eso dice: “vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, de las privaciones, de las persecuciones y dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (Ib. 10). La fortaleza del Pastor no reside en la confianza y el amor del pueblo, sino fundamentalmente en la certeza de que a pesar de sus debilidades, Dios -el Señor, a quien él se ha consagrado- lo ama, lo cuida, lo protege y estará en su corazón hasta el final de sus días: “Yo estaré con ustedes hasta el fin” (Jn. 3,20).

 

Que María, en quien el mismo Jesús recostó su cabeza, sea el descanso en el camino del Pastor.

 

Marcelo Raúl Martorell                        Obispo de Puerto Iguazú

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