Reflexión dominical de monseñor Marcelo Martorell Obispo de Puerto Iguazú

La liturgia de este domingo nos lleva a contemplar la temática vida – muerte. Dios, el Señor, el que vive y el que es, no puede ser sino el Señor de la vida. El libro de la Sabiduría (Sab 1,13-15 . 2,23-24) nos dice que “no fue Dios el que hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes”. Ciertamente, quien creó al hombre a su imagen y semejanza no podía destinarlo a la muerte.

La Escritura afirma: “Dios creó al hombre incorruptible, le hizo imagen de su misma naturaleza (Ib. 2,23). ¿De dónde procede, pues, la triste realidad de la muerte a la que nadie puede escapar?

 

La misma Escritura desde sus primeras páginas (Gén.3, 19) la presenta como el castigo por el pecado y el fragmento de hoy en el libro de la Sabiduría, alude a esa idea precisa: “por envidia del diablo entró la muerte al mundo” (Sab. 2, 24). El Maligno incitando al hombre a pecar, lo arrastró a la muerte total -física y espiritual, es decir a la separación eterna de Dios- y aunque la muerte corporal siga siendo consecuencia del pecado, es para el “justo” paso y tránsito para la vida eterna. La muerte del impío, en cambio, coincide con la perdición eterna. La Justicia es inmortal, dice el libro de la Sabiduría (1,15). Es decir que los que viven según la “virtud” o el “amor de Dios” tienen asegurada la inmortalidad. En cambio los impíos, los que viven según el pecado “llaman a la muerte” (Ib.16), muerte eterna, eterna separación de Dios y de su amor pleno, eterna separación de la fuente de la vida y de la paz.

 


Cristo al redimir al hombre le ha devuelto su destino de “vida eterna”. Lo redimió del pecado y de la muerte, le da vida y vida eterna. Y muestra esto en el evangelio “dando vida a los que están muertos”, como en el relato de la hija de Jairo (Mc. 5, 21-43). Y para mostrar la diferencia con la muerte eterna, no dice Jesús que la niña está muerta, sino que duerme. Lo mismo pasa con Lázaro, y nos quiere enseñar que para Él es lo mismo “despertar a uno que duerme” que “resucitarle o despertarle al final”. La resurrección obrada por Jesús esboza una realidad muy superior que tendrá lugar al fin de los tiempos para todos los hombres: la resurrección de los cuerpos.

 


Los que Jesús resucitó durante su vida terrena morirán de nuevo, pero a su tiempo ellos resucitarán para siempre a la vida inmortal. Los que han vivido en el amor de Dios resucitarán por justicia para la eternidad del amor, y los que han rechazado en su libertad a Dios resucitarán para la perdición y la muerte eterna (Jn. 5, 29). En esto fundamos nuestra esperanza los cristianos para nosotros y para todos nuestros seres queridos, en la fe en Cristo Señor Justo y Leal. Y por eso esperamos “la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”, tal como rezamos cada domingo en el Credo de la Misa. En esta fe debemos mirar a la muerte propia y ajena, no como simple encrucijada de dolor, sino como un “tránsito al encuentro definitivo con el Señor”.
¿Y que nos hará ganar esta vida eterna? San Pablo, hoy nos enseña (2 Cor. 8, 7-9.13-15) que la caridad que alivia la vida del hermano perdona nuestros pecados y que el alivio de los que sufren la pobreza es una puerta abierta a la remisión de los propios pecados y males morales. La caridad, la benevolencia y la generosidad para con los pobres obtiene de Dios el perdón de los pecados y nos abre camino para la vida eterna.

 


Que María, Madre del Amor Infinito, nos anime a amar siempre, para ganar la vida eterna.

 

Marcelo Raúl MartorellObispo de Puerto Iguazú

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