Martorell: “Señor, que amemos con la medida de tu amor”

Monseñor Marcelo Raúl Martorell, Obispo de Puerto Iguazú dice en su carta de este domingo que la Pascua es fruto del amor infinito de Dios Padre por la humanidad. Jesús, protagonista de ese amor infinito e indiscutido, nos enseña el sentido del amor cristiano que es precisamente fruto del “amor pascual”.

“Señor, que amemos con la medida de tu amor”

 

Monseñor Marcelo Raúl Martorell, Obispo de Puerto Iguazú dice en su carta de este domingo que la Pascua es fruto del amor infinito de Dios Padre por la humanidad. Jesús, protagonista de ese amor infinito e indiscutido, nos enseña el sentido del amor cristiano que es precisamente fruto del “amor pascual”.

 

Al amor cristiano lo llamamos también “caridad” y la “caridad” procede de Dios. “Dios es amor” nos enseña el apóstol San Juan (1 Jn.4,7) y es precisamente lo que la liturgia de este día nos propone reflexionar. Es amor el Padre, que por amor envió al mundo a su propio Hijo unigénito para que nosotros vivamos por Él. Es amor el Hijo que ha venido al mundo para dar su vida no sólo por sus amigos como nos dice el evangelio de Juan (Jn. 15,13) sino también por sus enemigos. Es amor el Espíritu Santo en quien no hay acepción de personas (Hech.10, 34) y que se derrama sobre todos los hombres.

 

Pero es necesario saber que el “amor divino” precede a todo amor humano y se adelanta a toda acción humana: “en esto está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó primero (1 Jn.4, 10). El hombre por sí solo no es capaz de amar, al menos con el amor cristiano. Es Dios quien amándolo le da no solamente la existencia sino que además le perdona su pecado entregándole en su Hijo Jesús la plenitud del amor. Así como la vida no viene de la criatura sino del Creador, tampoco es posible que el amor venga de ella, sino de Dios, fuente del amor infinito.

 

Dios coloca el sello de su amor en el corazón del hombre y por la acción del Espíritu Santo lo conduce en Cristo a amar a los demás con ese amor que siempre construye y edifica la vida, un amor casi inentendible por los hombres, pues es donación total de todo el ser a amigos y enemigos, a todos, inclusive a los que nunca le retribuirán ese gesto de amor.

 

Es el amor de Dios que llegó al hombre a través de Cristo: “como el Padre me amó, así yo os he amado a vosotros” (Jn. 15,9). Cristo ama a la criatura, con el mismo amor con que es amado por su Padre y como sabe que este amor es la fuente de la vida verdadera, aconseja en el evangelio: “permaneced en mi amor”. ¿Y cómo permanece el hombre en el amor de Jesucristo? Cumpliendo los mandamientos del Señor: “quien cumple mis mandamientos, ese me ama” (Ib. 10). Jesús mismo nos enseñó que toda la Ley y los mandamientos se reducen al mandamiento del amor. Y por eso Él mismo nos manda: “amaos los unos a los otros, como yo los he amado”. Jesús nos ama, con el amor con que es amado por su Padre y quiere que sus discípulos se amen entre sí, con el mismo amor con el que nos amó. Así nos convertimos en sus amigos. Somos amigos del Señor por el amor que nos profesamos. Y ante esto deberíamos preguntarnos: ¿cómo ha de ser este amor? El apóstol Pablo nos enseña cómo es el amor cristiano en la primera carta a los Corintios, en el cap. 13.

 

Quien ama es “amigo del Señor”. También dice Jesús: “amaos siempre los unos a los otros”. La amistad exige reciprocidad de amor: Se corresponde al amor de Cristo, amándolo de todo corazón, y amando a los hermanos, con los que se identifica cuando nos enseña: “lo que habéis hecho al más pequeño de mis hermanos, a mí mismo me lo habéis hecho” (Mt. 25,40).

Así en el amor de Cristo forjamos una comunidad de amor, distinta a todas las demás. Pues todos llegamos a ser hermanos viviendo los unos para los otros, rompiendo todo egoísmo y personalismo y teniendo principios fundados en el amor cristiano que nos permite llevar al mundo un mensaje permanente de amor y esperanza.

 

Los paganos de los primeros tiempos de la Iglesia se admiraban y contemplaban a los cristianos como una “comunidad de amor” y decían “mirad como se aman” y queriendo ser como ellos se convertían al cristianismo. Esto lo debemos pensar muy seriamente en el seno de la Iglesia frente a un mundo relativista, sin principios permanentes, sin Dios, sin familia, sin patria. Un mundo globalizado que se comunica sólo en el dinero y en los males que destruyen el espíritu y el cuerpo del hombre. Un mundo que se va quedando sin “alma”. A ese mundo tenemos que cristianizar, llevándole un mensaje renovado en el amor y en la esperanza cristiana que no pasan. “Os he destinado para que vayáis y deis fruto y ese fruto sea duradero” (Jn.15,16), dice el Señor. Y sólo quien vive en el amor, puede dar al mundo el fruto precioso del amor y amar con la medida de Jesús.

 

Que María Santísima, nos lleve a conocer y a abrazar el amor de Cristo Jesús.

 

+ Marcelo Raúl Martorell

Obispo de Puerto Iguazú

 

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