Reflexión dominical de Monseñor Marcelo Raúl Martorell, Obispo de Puerto Iguazú

La liturgia de hoy nos sumerge en el itinerario de la vida cristiana: conversión, inserción en el misterio de Cristo y vivencia de la fe en la esperanza y el amor o caridad cristiana.

La primera lectura (Hech. 9, 26-31), nos cuenta la historia de la llegada de Pablo a Jerusalén donde todos le temían porque no creían que fuese discípulo del Señor quien había sido un feroz perseguidor de los cristianos. Pero Pablo “llamado por el Señor” e “iluminado fervientemente por la gracia”, de ser un terrible enemigo se había convertido en ardiente apóstol del Señor. Para comenzar a vivir como un cristiano es necesario que todos nos convirtamos, aunque no todos nos convertimos de una forma tan “particular” como sucedió con Pablo. Para muchos la conversión es fruto de un largo proceso. El conocimiento, y más aún el amor a Cristo, es fruto de un largo y costoso trabajo. Convertirse a Cristo es amarlo, conocerlo, pero sobre todas las cosas “imitarlo en nuestras vidas”, como nos enseña el mismo apóstol: “sed imitadores de Cristo”.

Los mismos apóstoles, cuando encontraron al Señor, le preguntaron de alguna manera “quien era” y “donde vivía. Y la respuesta de Jesús fue: “Vengan y vean”, y estuvieron con Él largo tiempo. Cristo nos llama y en su llamado nos muestra nuestro propio corazón, con sus pasiones y costumbres no siempre buenas y nuestra conducta tan enraizada tantas veces en nosotros mismos y en nuestros propios deseos y egoísmos. El cambio de mentalidad y conducta requiere un largo proceso y es posible para todos y el primer paso de la conversión es el de pasar de “la incredulidad a la vida de fe”, del pecado a la vida de la gracia, pero también implica el ejercicio en las virtudes, el desarrollo de la caridad y la ascesis hacia la santidad.

Cuando la conversión -iluminada por la fe primaria- es confirmada por el sacramento nos inserta en Cristo, para que viviendo en Él vivamos su misma vida. Este será el tema del evangelio de hoy en Jn.15,1-8: “permaneced en mi y yo en vosotros. Así como el sarmiento no puede dar fruto de si mismo, si no permanece en la vid, tampoco vosotros si no permaneciereis en mí”. Solamente unido a Cristo, como el sarmiento a la vid, puede el cristiano, vivir en la gracia de Dios, el amor y el ejercicio de la santidad en todos los órdenes de la vida. Será ciertamente imposible para el hombre por si mismo alcanzar el orden de la gracia; pero el Señor nos muestra su disposición de hacer al hombre vivir de su misma vida. Y es por esto que el cristiano tiene que vivir siempre en la esperanza de un Cristo que viene a su encuentro ya que el Señor declara: “sin mi nada podéis hacer”, y sería tremendo sabernos solos o luchando solos para encontrarlo. 

El vendrá siempre al encuentro de aquel por quien dio su vida –el hombre- y le dará, si encuentra apertura en su corazón, los elementos necesarios para construir una vida cristiana en si mismo. La inserción en Cristo por el sacramento representa para el cristiano un camino de luz y esperanza en la vida. Deberá ser fiel en la fe y en la vivencia de la vida sacramental y obtendrá los dones necesarios para crecer y creciendo llegar a la plenitud. La conversión es un encuentro personal con Cristo en el amor y en la gracia, que se alimenta con los sacramentos de la Iglesia y que le permite al hombre caminar con una certeza que le confiere equilibrio y serenidad en la vida. Especialmente frente a las pruebas que la vida le presenta al hombre.

Entre los elementos importantes de la liturgia de hoy hay una frase del Señor que tiene gran importancia, tanto para la vida de la gracia personal, como para la construcción de un mundo diferente, que sólo puede provocar en el hombre el ánimo la certeza de que tiene una obra por delante: “que nos amemos los unos a los otros” (1 Jn.3,18). El ejercicio de la caridad fraterna es el distintivo de la vida del cristiano, pues atestigua su comunión vital con Cristo. Es imposible decirse cristiano si no vivimos en el amor y es imposible amar sin estar unido a Cristo. Quien ama a su prójimo –amigo o enemigo- no tiene nada que temer ante Dios, no porque “no tenga pecado”, sino que Dios en su gran misericordia, le perdonará y lo sostendrá en el amor, en vista de la caridad para con sus hermanos que demuestra el cristiano.

Que María Santísima, Madre de todo Consuelo, nos lleve al consuelo del amor de Cristo.

Marcelo Raúl Martorell                                                                                                      Obispo de Puerto Iguazú

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