Reflexión dominical del Obispo de Puerto Iguazú Marcelo Martorell

Las Sagradas Escrituras propuestas de este domingo tienen un carácter marcadamente pascual, en las que se destaca el sacrificio y la glorificación de Jesús. La entrega y el sacrificio de Isaac por parte de su padre Abrahán es figura en el Antiguo Testamento del sacrificio del Redentor. Por obediencia a Dios, Abrahán había tenido la valentía de abandonar su casa, su tierra y su heredad. Y hacia el final de su vida Dios le pide hasta el sacrificio de su propio hijo: “Toma a tu hijo, a tu único hijo, al que amas, Isaac, vete y ofrécelo en holocausto…” (Gén. 22, 2).

Abrahán no quiere dudar de su Dios, pero lo que le pide es un acto terrible para un padre, es un acto que lo llenará de dolor. Además Isaac es la única esperanza que tiene para que se cumplan las promesas hechas por ese mismo Dios. Sin embargo “Abrahán cree” aunque no termina de entender. Se atreve a creer que Dios no cambiará su promesa, que el amor de su elección sigue vivo y que Dios no puede fallarle. Abrahán confía en que las promesas de Dios no pasan, confía en la Sabiduría de Aquél que conoce todo lo que puede acontecer. Así, cargado de fe, conduce a su hijo al holocausto. Y por este gesto de fe, verdaderamente Abrahán es constituido padre de la fe, es nuestro padre en la fe.

Dios no quería ciertamente la muerte de Isaac, pues éste estaba llamado a cumplir un papel preponderante en la historia de la salvación. Dios quería simplemente la obediencia en la fe, de su fiel y amado Abrahán. Y todo lo que Abrahán no hace porque Dios se lo impide, lo hará Dios mismo con su propio Hijo Jesús, como lo expresa San Pablo: “El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien, lo entregó por todos nosotros” (Rom.8, 32). Vemos en Isaac cargando sobre sus espaldas la leña para su propio sacrifico, a Cristo que sube al Calvario cargando el leño de la Cruz y sobre aquel madero extiende su cuerpo ofreciéndose libremente a su pasión. Hemos de entender esta figura de la siguiente manera: así como en Isaac, liberado de la muerte, se cumplieron las promesas divinas, también en Cristo resucitado de la muerte, brotan para el mundo y la existencia humana los frutos de la salvación eterna. Es por eso que dice la Escritura: “Jesús, que murió, más aún que resucitó de entre los muertos, está sentado a la derecha de Dios e intercede por todos nosotros” (Rom. 8, 34).

Es verdad, Jesús va a sufrir una muerte deshonrosa, quizás escándalo para los judíos y dolor para sus discípulos. Por eso muestra en una visión anticipada la gloria, en la que reinará a la derecha del Padre, transfigurándose en el monte Tabor, frente a sus discípulos Pedro, Santiago y Juan. Ellos serán testigos privilegiados del escándalo de la cruz pero también del gozo de la eternidad junto al Padre. Los discípulos, acostumbrados siempre a verle en su aspecto humano, un hombre entre los hombres, ahora contemplan su divinidad y ven el rostro luminoso del Hijo de Dios, “Dios de Dios, Luz de Luz. Cubiertos por la nube de Dios escuchan una voz que dice: “Este es mi Hijo muy amado, escúchenlo” (Ib. 7). Es necesario escuchar a Jesús para poder vivir los mandamientos de Dios. Escucharlos y obedecerlos en la fe para poder vivir en armonía con Dios los días de nuestra vida. 

Oír a Jesús en el Evangelio fortalece nuestra fe, como la experiencia del monte Tabor fortaleció la fe de los Apóstoles. Experiencia de fe en la que no estará ausente ciertamente la gloria del Tabor, pero en la que también estará presente el calvario, la muerte, la negación de sí mismo a la posesión de la propia vida. Sólo en la fe podremos obedecer y comprender, como lo hizo Abrahán, María, los apóstoles y los santos de todos los tiempos. 

Que la Virgen Madre nos fortalezca en la alegría de vivir en la fe en Jesucristo.

Marcelo Raúl Martorell                                                                             Obispo de Puerto Iguazú

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