Reflexión dominical de Monseñor Marcelo Martorell, obispo de Iguazú

La salvación está cerca y la Iglesia se alegra por ello y aplica a si misma el cántico de Isaías por la restauración de Israel. La alegría de Israel es entonces el gozo de toda la Iglesia y es su acción de gracias por la salvación traída por Jesucristo. La misión que debía cumplir el Mesías es descripta de esta manera por Isaías: “El Espíritu de Dios Yahvé, está sobre mí, pues él me ha ungido, me ha enviado a predicar la buena nueva a los abatidos y sanar a los que tienen un corazón quebrantado, para anunciar la libertad a los cautivos y la liberación a los encarcelados (Is.61,1-10). 

Jesús leyó este pasaje en la sinagoga y se lo aplicó a si mismo (Lc. 4,17-21) mostrando que sólo en El se cumplió esta profecía, que su misión se extendía a todos los hombres de la tierra, que no vino a sanar solamente al pueblo de Israel sino a todos los hombres de la tierra. Pues a El le ha sido dado el poder de la salvación universal y sanar en la tierra la miseria más temible que es la atadura del pecado y de la muerte. En este sentido sólo Jesús cumplió verdaderamente la profecía de Isaías. El es el médico de la felicidad eterna que es capaz de cantar las bienaventuranzas: “Bienaventurados los pobres y los afligidos, los que tienen hambre y son perseguidos porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5,10). En Jesús se cumplen las profecías mesiánicas: los muertos resucitan, los paralíticos andan, los ciegos ven… 

Este es el sentido profundo de la obra redentora del Señor, que será proclamada hasta el confín de la tierra y que deberá ser proclamada por todos nosotros a todos los hombres para que todos en él encuentren un camino distinto al que les ofrece el mundo, encontrando en El el sentido profundo de la vida. Entonces comienza a tener sentido la penitencia de la espera en el tiempo del Adviento y la alegría inmensa de la Navidad del Señor y Salvador, alegría y gozo de los que ya le conocen, admiración de los que se encuentran aún lejos.

“Hermanos estad siempre gozosos…probadlo todo y quedaos con lo bueno. Absteneos hasta de la apariencia del mal…orando sin cesar” (1 Tes. 16-22). Es Cristo, el Redentor, que ha venido a contagiarnos en la obra de la salvación de su amor, misericordia y bondad, causa de nuestros gozos y alegrías, que nos une en la contemplación de un solo misterio por medio de la oración: el misterio de Cristo Jesús. La navidad trae este mensaje a un mundo cansado y abatido que va perdiendo sus principios y valores, donde la lujuria, el tener y el egoísmo se han convertido en sus patrones. En cambio la Navidad nos trae un mensaje distinto, el mensaje de Jesús, que es un mensaje de vida, de verdad, de valores trascendentes que le dan al hombre y a la humanidad toda una dimensión distinta, la dimensión de la eternidad. Jesús nace en el pesebre y el hombre -contemplando su misterio- debe renacer a una vida nueva, distinta, superadora del pecado y de la muerte y de todas sus ataduras.

Grita el Bautista en el desierto: “en medio de vosotros está uno, al cual no conocéis”. Hoy podemos gritar también con dolor: hermanos, en medio de vosotros está Aquel a quien no conocéis, Jesús el Señor, en la Iglesia hecho Eucaristía, en la gracia del bautismo, Jesús que camina con nosotros aunque no le veamos. El está presente, El viene de nuevo en la Navidad, nos renueva con su mensaje, escuchémosle, encontrémosle, vivámosle y llevémosle a los demás, como verdaderos discípulos y en El, hagamos con alegría un hombre nuevo, constructor de un mundo nuevo.

Debemos encontrar y conocer a Jesús a través de la oración y de la meditación diaria de su Palabra, en la intimidad de la Eucaristía, de otra manera nuestra vida cristiana será hueca y nuestro mensaje marchito y sin sentido. Hagámosle conocer con la profundidad de nuestro testimonio cristiano. Mostrémoslo en nuestra vida después de haberlo encontrado en el gozo de la navidad. Entonces sabremos descubrirlo en los pobres y afligidos, en los que sufren en cuerpo y en el espíritu, en los que tienen hambre y sed de justicia, en los que no encuentran consuelo en la tierra. Juan el Bautista se nos presenta como modelo fiel del testimonio de Jesús: una fe profunda y un testimonio de amor y de austeridad, humilde y caritativo. Juan “vino a dar testimonio de la luz, para testificar de ella, para que todos creyeran por él” (Ib.7).

Que María, modelo y testimonio de Jesús, nos ayude a encontrarnos con El para transformarnos y anunciarlo con alegría. (Lc. 1, )

 

Marcelo Raúl Martorell                                                                             Obispo de Puerto Iguazú

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