Reflexión dominical del Obispo de Puerto Iguazu Marcelo Martorell

El Evangelio de la liturgia de este domingo nos pone ante la realidad de la fe como don supremo que Dios concede al hombre y que le hace creer y despertar su vida a una dimensión distinta. Jesús provoca en el hombre una respuesta de fe, que se convierte para él en una tarea. Siempre que Jesús se encuentra con alguien lo interpela en su dimensión de fe. 

Recordemos el episodio en que Jesús, caminando sobre las aguas, provoca una confesión de fe espontánea en los discípulos: “realmente eres el Hijo de Dios” (Mt.14,33). Hoy Jesús en Cesarea de Filipo (Mt.16, 13-20) provoca una confesión más completa, pues los discípulos tienen ya un conocimiento más completo de la figura de Jesús, que trasciende al conocimiento de la gente común del pueblo, que cree y lo sigue simplemente por los milagros que hace entre ellos.

Jesús pregunta a sus discípulos sobre qué dice la gente sobre él y ellos le dicen que “algunos del pueblo piensan que eres Juan el Bautista, otros el Profeta Elías, otros Moisés, otros que eres Jeremías o alguno de los profetas” (Ib. 14). Prestemos atención que todos ellos eran grandes personajes del Plan de Salvación, pero todos ellos están muy lejos de ser el Mesías. Ante estas respuestas Jesús les pregunta a sus propios discípulos: “Y ustedes quien dicen que soy?” (Ib. 15). Allí interviene Pedro, humilde pescador, casi ignorante, sin letras y con el conocimiento común de las gentes sobre el Plan Salvífico, quien sin dudar confiesa, respondiendo en nombre de sus compañeros: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo” (Ib.16). Aquí comprendemos la exclamación de Jesús: “te doy gracias Padre porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los pequeños y sencillos” (Mt. 11, 25).

En este marco y frente a esta confesión de fe de Pedro, Jesús responde, haciendo de sus palabras una institución divina: “¡Dichoso tú, Simón hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne o hueso, sino mi Padre que está en el Cielo” (Mt.16, 17). Sin una gracia especial y una luz muy particular, no sería posible esta confesión tan explícita de fe en la divinidad de Jesucristo. Jesús le responde: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y el poder del infierno no la derrotará” (Ib. 18). Al humilde y sencillo pescador, Dios le revela un gran misterio de la Historia de la Salvación. Dios mismo le manifiesta que él vendrá a ser la roca firme sobre la cual se edificará y constituirá su Iglesia; que Pedro será el sólido edificio sobre el que se desarrollará el plan de Dios, una vez que Cristo haya subido al cielo y que a pesar de los ataques que pudiera sufrir por parte del maligno, no será destruido. Y añade Jesús seguidamente: “Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo” (Ib. 19).

En el lenguaje bíblico, las llaves indican poder, y por eso leemos en la primera lectura: “colgaré sobre sus hombros las llaves del palacio de David“ (Is.22, 19-23), refiriéndose a Eliacín, mayordomo del palacio real. El poder conferido a Pedro es inmensamente mayor. A Eliacín se les confieren las llaves de un poder terrenal, a Pedro Jesús le confiere las llaves del “Reino de los Cielos”, ese mismo Reino que Jesús ha venido a instaurar con su Iglesia, en la cual Pedro tiene el poder de “atar y desatar”, tiene el poder de todas las cosas que hacen a la fe y a las costumbres de los hombres. Potestad tan grande le es otorgada a Pedro, que sus decisiones son ratificadas por el mismo Dios. ¿Cómo podría ejercer un hombre poder tan grande sin una asistencia especial del mismo Dios, sin que el Espíritu Santo guíe su mente y su corazón en bien de los hombres?

Esta es la Iglesia fundada por Jesús, con Pedro como cabeza, y así debe ser aceptada por los hombres de fe y de buena voluntad de todos los tiempos. El cristiano auténtico reconoce con amor y gratitud lo que el mismo Cristo ha establecido, asegurando así, más fácilmente a los hombres el camino de la salvación.

Que María, Madre de la Iglesia, nos ayude a profesar y vivir la fe en Jesucristo y su voluntad.
(ROM.11, 36)

Marcelo Raúl Martorell
                                                                                                            Obispo de Puerto Iguazú

 

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