Reflexión dominical del obispo de Iguazú Monseñor Marcelo Martorell

La liturgia de este domingo nos lleva a contemplar el misterio de la Santísima Trinidad. En el Antiguo Testamento este misterio es desconocido. 

Solamente a la luz de la revelación neotestamentaria se pueden descubrir en aquél lejanas alusiones. Una de las más expresivas es la contenida en el elogio de la Sabiduría, atributo divino presentado como persona (Pr. 8, 22-31): “El Señor me poseyó al principio de sus tareas, al principio de sus obras antiquísimas…Antes de los abismos fui engendrada…Cuando asentaba los cimientos de la tierra yo estaba junto a El, como arquitecto” (Ib. 22, 24-30). Es, pues, una persona coexistente con Dios desde toda la eternidad, engendrada por Él y que tiene junto a Él una misión de colaboradora en la obra de la creación.

 

Para el cristiano no es difícil descubrir en esta personificación de la sabiduría una figura profética de la sabiduría increada, el Verbo Eterno, segunda persona de la Santísima Trinidad, de la que escribió San Juan: “En el principio la Palabra existía, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios…Todo se hizo por ella” (Jn. 1.1-3). Pero las expresiones que más impresionan son aquellas en que la Sabiduría dice que se goza por la creación de los hombres y que tiene sus delicias en ellos. ¿Cómo no pensar en la Sabiduría eterna, en el Verbo que se hace carne y viene a morar entre los hombres?

 

El aspecto esencial del misterio de la Trinidad es el amor. El amor ilumina el misterio trinitario en cuanto que Dios es Amor, que engendra, se da y se comunica. El Padre engendra desde su eternidad al Verbo –El Hijo – en el cual se expresa todo Él comunicándole toda su divinidad. El Padre y el Hijo se dan y se poseen mutuamente en un acto de amor infinito, en una comunión perfecta y sustancial que es el Espíritu Santo. Pero el amor de Dios no se queda encerrado en el seno de la Trinidad, sino que se da, se comunica a nosotros, desde la obra de la creación y  hasta en las acciones más íntimas del hombre y de la Iglesia. Porque sin El nada podemos hacer. La revelación de la Trinidad es claramente manifiesta. Ahí están las tres Personas divinas en sus relaciones con el hombre. Dios Padre que lo justifica restableciéndolo en su gracia, el Hijo se encarna y muere en la cruz para obtenerle ese don y el Espíritu Santo viene a derramar en su corazón el amor de la Trinidad. Y tengamos siempre en cuenta que el amor adquiere el matiz maravilloso de la Misericordia como respuesta a la súplica de la Iglesia y del hombre. Por su infinita misericordia responde a las súplicas de Moisés sobre su Pueblo. Así como Dios no privó a Israel arrepentido del perdón que nace de la misericordia, así tampoco priva al hombre -en su amor- de su misericordia.

 

Pero para entrar en relaciones con los “Tres”, el hombre debe creer en Cristo su Salvador, en el Padre que lo ha enviado y en el Espíritu Santo que inspira en su corazón el amor, el amor del Padre y del Hijo. De esta fe nace la esperanza de poder un día gozar “de la gloria de los hijos de Dios”, en una comunión sin velos con la Trinidad Sacrosanta. Las pruebas y las tribulaciones de la vida no pueden remover la esperanza del cristiano. Ésta no es vana porque se funda en el amor de Dios que desde el día del bautismo “ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Ib. 5). Fe, esperanza y amor son las virtudes que permiten al cristiano iniciar en la tierra la comunión con la Trinidad que será plena y beatificante en la gloria eterna.

 

En el Evangelio encontramos una nueva luz con respecto a la misión del Espíritu Santo (Jn. 16,12-15) y sobre el misterio Trinitario. En el discurso de la última cena, al prometer el Espíritu Santo, dice Jesús: “cuando venga él, el Espíritu de Verdad, os guiará hasta la verdad plena”. También Jesús es la Verdad (Jn. 14,6) y ha enseñado a los suyos toda la verdad que ha aprendido del Padre: “Todo lo que he oído de mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn.15, 15) y como nos lo dice el Evangelio de hoy: “Tanto amó Dios al mundo que nos entregó a su único Hijo (Jn.3,16). Con la Encarnación del Hijo de Dios por voluntad del Padre y la acción del Espíritu Santo, y con su Pasión y Muerte, se manifiesta contundentemente el amor hecho misericordia entre nosotros.

 

Por eso el Espíritu Santo no enseñará cosas que no estén contenidas en el mensaje de Cristo, sino que hará penetrar su significado profundo y dará su exacta inteligencia preservando en el amor, la verdad, separándolas del error. Dios es uno solo, por eso única es la verdad. El Padre la posee totalmente y totalmente la comunica al Hijo: “Todo lo que tiene el Padre es mío”, declara Jesús y añade: “El espíritu Santo tomará de lo mío y os lo enseñará” (Jn. 16,15). De este modo anuncia Jesús la unidad de la naturaleza y la distinción de las tres Personas divinas. No sólo la verdad y el amor, sino todo es común entre ellas, pues poseen una única naturaleza divina. Con todo, el Padre la posee como principio, el Hijo en cuanto engendrado por el Padre y el Espíritu Santo en cuanto que procede del Padre y del Hijo. No obstante el Padre no es mayor que el Hijo, ni el Hijo que el Espíritu Santo. En ellos hay una perfecta comunión de vida, de verdad y de amor. El Hijo de Dios vino a la tierra precisamente para introducir al hombre en esta comunión altísima haciéndolo capaz, por la fe y el amor, de vivir en sociedad con la Trinidad que mora en él. No hay modo más hermoso que honrar a la Trinidad Sacrosanta y atestiguarle amor, que vivir en plenitud sus dones, y por ello abrirse a la acción del Espíritu Santo, para comportarse como hijos del Padre y hermanos de Cristo.

 

La inmensa Trinidad vive en el corazón del hombre y lo hace actuar como hijo de Dios y hermano de todos los hombres que moran en la tierra. Por eso no hay distinción entre los hombres y mujeres frente al amor de Dios Trino, así como tampoco hay distinción entre los hombres hermanados por la vida de la Trinidad en sus corazones. Los cristianos -por la vida de la Trinidad en nuestros corazones- estamos destinados para la herencia del Cielo, para la luz, la paz y la alegría del encuentro definitivo con el Señor en el Reino de los Cielos.

 

Que María, Templo de la Trinidad Sacrosanta nos ayude a abrir nuestros corazones a su presencia.

 

Mons. Marcelo Raúl Martorell                                                                                 Obispo Puerto Iguazú

 

 

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