Carta dominical de Monseñor Juan Rubén Martínez, Obispo de Posadas

Desde este tiempo cuaresmal en el que queremos convertirnos a Jesucristo, el que murió y resucitó, estamos llamados a ser testigos de la esperanza. El Evangelio (Jn 11, 1-45), nos ayuda a encontrar el fundamento de la misma, ya que nos plantea la centralidad de la “Resurrección” en nuestra vida cristiana: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees en esto?”(Jn 11,20).

 Es cierto que a veces hacemos un mal uso de la palabra esperanza, la empleamos en frases engañosas y evasivas, o bien ligándola a un falso optimismo, a una mera ilusión o a una utopía idealista, o bien al “tener buena onda”; “fulano es el que nos va a salvar”…”tengamos buena onda y todo se arreglará”, “vengan a mi grupo y dejarán de sufrir”. En general hay muchas frases que pueden ser alentadoras, pero habitualmente son muy inconsistentes, porque delegan la propia responsabilidad a un mañana incierto, a un tercero, o son dichas simplemente para salir del paso. Lamentablemente este mal planteo de la esperanza nos va sumergiendo en nuevas y más profundas frustraciones.

 

La esperanza cristiana, teológica, está fundamentada en el misterio de la “Encarnación” y “La Pascua”, o sea en el hecho de que Dios quiso hacerse uno de nosotros y así se ligo a la historia humana. Por eso hablamos de una fe comprometida con la historia, con el drama humano, con la búsqueda de transformación, con la certeza de la dinámica de la Pascua, de la muerte y la Vida, que nos encamina a la eternidad.

 

Tenemos que tener los ojos abiertos para discernir y desechar a aquellos que postulan falsas promesas o bien una especie de esperanza humana fácil, sin ninguna exigencia y responsabilidad en la construcción y en la tarea de transformar nuestra sociedad.

 

Sería hipócrita pretender salir de las dificultades personales y sociales, de la crisis de valores y de las formas de corrupción, y no tener la decisión de asumir el propio compromiso responsable y constructor de un mañana mejor.

 

La esperanza cristiana nos debe potenciar a defender nuestros derechos, pero sobre todo a asumir nuestros deberes ciudadanos. Esta tarea se inicia con el compromiso en las pequeñas cosas cotidianas, en la participación de base, en nuestro pueblo o barrio, escuela o capilla. Podemos decir que si existen dirigentes sociales, políticos, religiosos inadecuados es por nuestra falta de responsabilidad y participación habitual, incluyendo el uso del voto que tenemos los ciudadanos, y con el cual decidimos quienes son nuestros conductores.

 

Quiero señalar algunos signos de esperanza en este domingo en que el Señor en el Evangelio nos dice: “Yo soy la Resurrección y la Vida”. El camino de evangelización que vamos realizando en nuestra Diócesis, aún cuando hay tantas cosas por mejorar y consolidar, revelan el compromiso de tantos agentes de pastoral, sacerdotes, consagrados y laicos en querer profundizar el pedido de Aparecida y nuestro Sínodo, de ser una Iglesia mas discipular y misionera.

 

Entre otros signos de esperanza también debemos subrayar la organización que se va generando en diversos emprendimientos, que aunque pequeños, ayudan en la promoción y autoestima de muchas familias que viven en situación de pobreza. Están formas de organización social superan ampliamente el asistencialismo, que solo se justifica en situaciones de real emergencia, y que nunca pueden sustituir la dignidad de aquello que se gana con el fruto del propio trabajo.

 

También quiero agradecer los frutos que se van dando en la colecta del 1% cuaresmal. El ejercicio de la comunión de bienes como fruto del amor que Dios nos tiene, y que nosotros debemos a nuestros hermanos, nos ejercita en la caridad. Con ese gesto muchos de nuestros hermanos podrán mejorar sus viviendas, ranchos, baños y letrinas.

 

La muerte y la vida, la esperanza del Señor Resucitado nos debe motivar a trabajar para mejorar nuestra realidad.

 

Un saludo cercano y hasta el próximo domingo.

                                                                                               Mons. Juan Rubén Martínez

 

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