U2 llega a la Argentina

Los irlandeses acaban de iniciar su tercera gira por América del Sur en el Estadio Nacional de Chile y el miércoles aterrizará en la Argentina, a cinco años de su última visita, con la promesa de montar el espectáculo más grande de la era del rock de estadios.

«Esperamos que disfruten del show.» En boca de Bono, el verso de Sgt. Pepper’s Lonely Heart Club Band que se entremezcla en la primera canción del concierto suena más irónico que genuino. El cantante está parado en medio de 60.000 fieles que aún no dan crédito de la impactante nave espacial que tienen delante de sí como escenario, con una torre de casi 50 metros de altura que se pierde en la neblina, cuatro columnas gigantes en forma de garra y una pantalla circular que todo lo acerca. U2 acaba de iniciar su tercera gira por América del Sur en el Estadio Nacional de Chile y el miércoles aterrizará en la Argentina, a cinco años de su última visita, con la promesa de montar el espectáculo más grande de la era del rock de estadios. Porque así como con aquel Sgt. Pepper los Beatles se convirtieron en una banda de estudio y abandonaron los escenarios multitudinarios para siempre, U2 ha corrido en la dirección contraria para mutar en un grupo dedicado al vivo, al entretenimiento de las masas, cueste lo que cueste y aunque para ello haya que mezclar ciencia y religión, política y circo, arte y beneficencia.

Si aquella frase de T-Bone Burnett acerca de que los conciertos de la banda irlandesa son lo que la Iglesia debería ser si aún mantuviera su vigencia, habrá que agregar ahora que U2 se ha construido su propia catedral. La estructura del escenario de esta gira 360° se deja ver desde fuera del estadio y al ingresar, aún de día, minutos antes de que el grupo Muse oficie de telonero, se percibe que más allá de canciones imbatibles, de estribillos pegados en la memoria o de mensajes solidarios, esta noche la estrella será esta suerte de catedral futurista pensada para abrumar, y que a lo largo de la noche creará situaciones de belleza tecnológica e inspirado vuelo musical, en un espacio que busca sus límites más allá del rock y que persigue gestos temporales y espaciales.

Ya de noche, en Santiago, y con las luces del estadio encendidas, Bono, The Edge, Adam Clayton y Larry Mullen finalmente suben al altar y comienza la función a ritmo sincopado, con una grabación de «Gracias a la vida» que machaca. «Esperamos que difruten del show? «Sgt. Pepper’s Lonely Heart Club Band», canta Bono en medio de «Beautiful Day» y anuncia: «Show time». Arriba del escenario circular, la banda reversiona sus canciones, y lo hace con arreglos envidiables: «I Will Follow», «Magnificent», «Mysterious Ways», «Elevation», «Until The End of the World». Bono predica y canta y sermonea y teatraliza y repite una y otra vez cada uno de los gestos cliché del gran entretenedor post-Elvis Presley, pero lo hace consciente de que él y sus amigos han corrido unos cuantos metros los límites de eso que se llama rock de estadio. Y tiene un as en la manga.

Los obispos italianos del siglo XIV argumentaban a favor de las dimensiones de la catedral de San Pedro con la idea de constatar la inmensidad de Dios, Jake Berry, el dios productor en esta gira, dice que lo de la inmensidad, aquí, es para procurar intimidad, forzando a los estadios a empequeñecerse. ¿Cómo es posible lograr intimidad en un espectáculo de rock como éste, destinado a compartirse con miles de personas? U2 se hace la idea.

Primer acto: la guitarra de The Edge eriza la piel de buena parte de la clase media y alta chilena que se hizo presente en el barrio de Ñuñoa -Miguel Piñera, hermano bohemio del presidente chileno incluido- con los acordes de «I Still Haven’t Found What I’m Looking For»; segundo acto: Bono invita a la cantante local Francisca Valenzuela para homenajear a Victor Jara con «One Tree Hill» -pie para que el hombre orquesta anuncie que «es una canción que hacemos en ocasiones especiales» y ustedes lo son, por supuesto- y «Pride»; tercer acto: el juego con la joven cenicienta que sube al escenario para que la voz de Bono la arruye con el viejo verso de «en un ratito serás mía» de «In a Little While»; cuarto acto: las metáforas del futuro y un astronauta que emite desde el cielo mientras Bono hace lo suyo con «Miss Sarajevo». Y así hasta que las pantallas del mundo nuevo que desde lo alto transmiten en directo lo que ocurre allá abajo, te pregutan qué estás pensando, qué querés y qué pasa? ¿Soy yo o la pantalla se está desmantelando? No, se está abriendo y bajando al mismo tiempo hasta encerrar en un tubo lumínico de más de 30 a metros a la banda de rock que, mirando casi de reojo a 60.000 personas silenciadas de la impresión, se larga con los acordes de «City of Blinding Lights». Sí, esta gira tiene la mejor pantalla del mundo del espectáculo, si es que eso es un título.

En esta catedral, las organizaciones y corporaciones como Amnesty, Greenpeace, LiveNation y Universal Music se dan la mano y bailan al ritmo del pastiche más luminoso de la cultura pop, mientras la independentista birmana Ang San Suu -que fue liberada en medio de esta gira que comenzó hace ya 21 meses pidiendo por su liberación tras dos décadas de arresto domiciliario- le deja paso a uno de los mejores riff de los últimos treinta años. Es tiempo de «Where the Streets Have No Name», de proclamar que «lo único que se necesita es amor», de autohomenajearse con imágenes en el desierto de Mojave o en las calles de Berlín, en dos paradas clave de sus años de juventud, en tiempos de The Joshua Tree y Achtung Baby . Ahora la pantalla circular baja y flota como una nave espacial y nada más queda que otro acto más de Bono colgado de un micrófono a su medida. Llegan «With or Without You» y el cierre de este encuentro religioso, con la torre más alta que comienza a lanzar humo como si realmente se tratara de una proclama: «Habemus show».

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