El Parque Teyú Cuaré es la opción agreste en San Ignacio

El peñón del Teyú Cuaré se eleva más de 150 metros junto al río Paraná, en Misiones, rodeado de una espesa selva que desde arriba semeja un embravecido mar verde, surcado por el rojo de los caminos de tierra, y constituye una opción interesante a pocos kilómetros de las ruinas jesuíticas de San Ignacio.

El camino semeja una herida fresca que serpentea entre el verde y permite alejarse de San Ignacio en pocos minutos, y pasar de esa isla urbana al tórrido ambiente natural de la selva misionera. 

Atrás quedan las calles empedradas y el incesante desfile de turistas con sombrillas y cámaras que visitan las ruinas jesuíticas y los vendedores de artesanías que los persiguen. 

A ocho kilómetros de la ciudad, por ese trazado ondulante se llega al Parque Provincial Peñón del Teyú Cuaré, una reserva natural cuyas 78 hectáreas son diferentes al resto de la provincia, tanto en su origen geológico como en flora y fauna. 

Se trata de una zona de transición entre selvas mixtas y campos, con especies que migran de un ambiente a otro según la época, entre ellas una gran variedad de saurios, cuya presencia le dio el nombre, ya que Teyú Cuaré, en guaraní es “cueva del lagarto”. 

La tierra colorada es sólida y maciza y los vehículos se asientan en la huella soleada, pero donde la selva se cierra el suelo se vuelve blando a la sombra y deben pelear con los barriales que dejan las lluvias que se alternan a diario con el sol radiante. 

“Imposible perderse”, dijo un lugareño, ya que el peñón es inconfundible, con sus más de 150 metros de altura a pico sobre la costa, pero para los foráneos todos esos caminos son iguales y un error en una bifurcación puede alejarlos de la meta. 

En ciertos tramos, el camino está bordeado de arbustos de tallos blandos y hojas gigantes, arcos naturales de troncos y ramas a baja altura, hilos de agua rojiza que cruzan la huella y, a la sombra, nubes de tábanos y mosquitos, entre otros insectos. Cada tanto, desde algún rancho solitario de habitantes de la zona, unos perros ladran desganados y los cebúes se alteran con el ruido del escape. 

Las lomas, cada vez más frecuentes y pronunciadas, terminan su descenso hacia el Paraná en un abra verde donde se acaba el techo de ramas y aparece el peñón, tan grande que parece al alcance de la mano desde un centenar de metros, cubierto de vegetación salvo del lado del río. 

Los paraguayos dicen que desde su orilla ven una gran cara de indio tallada en ese frente, y algunos hasta aseguran que es el rostro de Cristo, como corresponde a una región con una gran influencia jesuítica. 

Sin ruido de motores, junto al peñón sólo se oye el trinar de los pájaros -hay más de 100 especies en la zona- y surgen lagartos, lagartijas e iguanas desde numerosas cuevas en las rocas. 

Una víbora verde y amarilla que contrasta con el rojo del suelo se detiene un instante y se pierde entre los pastos, mientras hormigas voladoras, rojas y grandes como avispas, zumban amenazantes junto a un hormiguero donde miles de sus pares sin alas trabajan como tales. 

Mientras delgadas lagartijas huyen entre las piedras, mariposas de todos los colores revolotean en grupos y se posan en los brazos y ropas como para abrevar del sudor. La subida por la escalinata de bloques de piedra -250 anchos peldaños, dicen los lugareños- es agotadora y demanda varios descansos en los que se puede apreciar, abajo, el tupido verde cambiante, como un mar embravecido que oculta los caminos de acceso. 

El único espacio sin vegetación es el curso del Paraná, turbulento y rojizo entre ambos países, aunque celeste por reflejo del cielo, y constituye otra de las tantas postales del lugar. 

Desde la cima, coronada por una cruz hecha con troncos, se ve la costa de Santa Ana, a unos 20 kilómetros al sur; las praderas de Paraguay y, al pie del crestón, la isla “el barco hundido”, que desde arriba, efectivamente parece una nave escorada. 

En la cumbre se puede recorrer el “Sendero de la Selva”, de unos 500 metros, bordeado de paredes de vegetación baja y cerrada que en algunos tramos lo asemejan a un laberinto. 

Cuando el crepúsculo desangra sobre Paraguay, el aire se torna más fresco y se oye infinidad de cantos de pájaros y el zumbido de remolinos de mosquitos enardecidos al caer el sol, que no huyen ante los primeros murciélagos. 

Todos los pájaros, monos aulladores y otros animales se hacen oír al unísono y parece ser la selva toda que anuncia la noche, mientras los insectos se tornan más insistentes, por lo que es buen momento de descender y regresar a una habitación con mosquitero en alguna posada de San Ignacio.

LA REGION

NACIONALES

INTERNACIONALES

ULTIMAS NOTICIAS

Newsletter

Columnas