Reflexión dominical de Monseñor Marcelo Raúl Martorell, Obispo de Puerto Iguazú

Todo el Antiguo Testamento y la Ley, preservaban en el corazón del creyente el mandamiento del amor, desde la Ley de Moisés pasando por el Libro del Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev.19,17). 

Y aunque el pueblo lo interpretaba en sentido restringido, es decir dentro del ámbito del Pueblo de Israel, ya esta ley -por ser divina- contiene el espíritu del Nuevo Testamento, en donde Jesús rompe todas las barreras dando al precepto del amor (caridad) dimensiones universales: “habéis oído que se dijo amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo, yo, -pues os digo– amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen” (Mt. 5, 43-44).

 

El odio a los enemigos no es un precepto bíblico, es más bien una deformación de los preceptos del Antiguo Testamento, pues habría entre el amor y la misericordia de Dios una contradicción esencial con un precepto que nos llevara al odio de alguien, deformación de la Ley convertida en norma de vida. El odio pone un abismo con el amor, motivo de la vida y de la vida misma del Redentor. Jesús al perfeccionar la ley lo hace de un modo especial con la “caridad–amor” que serán el cauce de todos los preceptos evangélicos y de la relación misma del hombre con Dios y con los hermanos.

 

Todos los preceptos y mandamientos se reducen al “amor” y al final de la vida seremos interrogados en el amor. Jesús es claro: el cristiano ha de amar tanto al amigo como al enemigo sin excepción, no se admiten interpretaciones arbitrarias. El amor para cristo es la fuente donde nos nutrimos, es el camino por el que tenemos que caminar y es el término de nuestro andar cristiano. Nos preguntamos por qué esta realidad tan dura en el precepto del amor, amigos y enemigos en un mismo nivel. Y esto es porque ambos son hijos de un mismo Dios y Padre y por eso todos los hombres somos hermanos y por lo tanto prójimos. Aquí en este precepto no entran las distinciones humanas, el sentido de pueblo, de maldad u odio, el bien o el mal, pueblo y pueblo, raza y raza, beneficios y daños u ofensas recibidas.

 

Por ningún motivo le será lícito el odiar a un creyente en Dios. Más aún a un cristiano, pues todos somos hijos de un mismo Padre y de un amor eterno que se cobija en nuestros corazones de hombres creyentes. ¡Y qué terrible sería decir que odiamos “por amor a Dios”! Es un grave error en la concepción de la fe en el Dios Único y Señor. El Señor nos dijo: “amad…para que seáis hijos de vuestro Padre Celestial que hace salir el sol sobre buenos y malos y llover sobre justos e injustos” (Ib. 44-45). Nosotros, semejantes a Cristo por el bautismo, debemos reflejar en nuestras vidas el amor de Cristo y de Cristo Crucificado por nuestros pecados. Nuestros rostros deben reflejar el amor de Cristo, nuestras palabras y gestos, cuidar lo que decimos de y a nuestro prójimo, cuidar lo que decimos de su fama o de su  vida. Somos fáciles en el juzgar al hermano y hablar mal de él, con o sin razón. Esta realidad entrará en el juicio de Dios y hemos de pagar gravemente esta falta de amor, ruptura con el precepto más importante de la Ley del Señor.

 

El mundo tiene como necedad pagar el odio con amor, el mal con bien, las ofensas con perdón, pero San Pablo nos enseña que para seguir a Cristo es preciso hacerse “necio”, “porque la sabiduría de este mundo es necedad a los ojos de Dios” (1 Cor. 3,19). Nosotros no somos del mundo, porque el mundo no es de Dios y tampoco su sabiduría. El cristiano es de Cristo y Cristo de Dios y siendo de Cristo, el cristiano sigue su doctrina y con Él  y en Él quieren pertenecer a Dios. Imitar a Cristo en el amor nos hace vivir en una dimensión distinta a la de los hombres sin fe y nos lleva a elevar la dignidad humana de hijos de Dios y construir una sociedad distinta a la que vivimos, sin odios, sin rencores, reconciliados entre nosotros. Será la única forma de sanar nuestra sociedad.

 

Que María, fuente del amor  eterno, nos ilumine y nos guíe en el conocimiento del amor de Dios y nos haga testigos en el mundo de ese amor.

 

Marcelo Raúl Martorell                                                                                                                                       Obispo de Puerto Iguazú

 

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