Reflexión de Monseñor Marcelo Martorell Obispo de Iguazú

El domingo pasado leímos el Sermón de la Montaña. Este domingo el Señor muestra la grandeza de sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra”….”Vosotros sois la luz del mundo” (Mt.5, 13-14). Ciertamente el Señor sabe en su corazón que los discípulos llevarán en sus vidas el espíritu de las bienaventuranzas. Son los pobres de espíritu, los mansos de corazón, los misericordiosos y puros, los pacíficos y serenos, los que sienten gozo en el Señor Dios en medio de las persecuciones. 

Los discípulos están llamados a transformar el mundo, un mundo insulso y necio que se  funda sobre la vanidad de las cosas caducas, pero si no son sal y luz no podrán hacerlo pues sólo servirán para ser tirados y pisoteados, que es lo que acontece cuando no tienen espíritu evangélico. El discípulo cuando es sal, también es luz, luz que se compara con la luz verdadera “que ilumina a todo hombre” (Jn.1,9). Este es Cristo, “luz verdadera”, resplandor del Padre que contagia de su luz a cuantos siguiéndole con fidelidad a Él y a su Evangelio, se convierten en  portadores de su luz para los demás.

 

Solamente viviendo conforme a estas bienaventuranzas lograrán los discípulos poseer la sabiduría que los hará “sal y luz” para el mundo que vive en tinieblas; de otra forma serán sosos, no tendrán sabor y serán como la luz que se esconde y no alumbra. Que relación maravillosa la del Señor, luz para alumbrar y no la que se enciende y se mete debajo del cajón (v.15) y la sal que da sabor y riqueza a los alimentos. La comida sin sabor es sosa y no nos deja gustar de los alimentos.

 

Cada cristiano, en cuanto portador de la luz y del sabor de Cristo, debe ser transformador del mundo en el que vive y constructor de una sociedad nueva, capaz de hacer brillar en medio de la humanidad, una luz y sabor que se confunden con la verdad y la vida. Cada cristiano debe ser portador de esa luz verdadera y transformadora a través de una vida que se expresa en una conducta que deje transparentar a través de ella a Cristo, Señor y dador de vida. Así las buenas obras del cristiano glorificarán al Padre que está en los Cielos (5,16).

 

Las obras que se hacen en la verdad y la caridad de Cristo son “luz encendida sobre el candelero, para iluminar a los que están en la casa“ (v. 16) y son capaces de atraerles a la fe y al amor de Cristo. Esta doctrina que desde el Antiguo Testamento era predicada y trataba de ser cumplida, se hace imperiosa para entrar en el Reino de los Cielos: “Si repartes al hambriento tu pan, y sacias al alma afligida, resplandecerá en las tinieblas tu luz” (Is. 58,10). Estamos llamados a la caridad, que es resplandor de la vida de Cristo en nosotros y que ilumina aun a los más alejados de la fe, disipa las tinieblas del pecado y conforta el alma. No olvidemos que la caridad es luz de Cristo que se inclina sobre el corazón doliente y lo conforta. Mirando a Pablo, el cristiano tiene uno de los modelos más claros de su accionar por la vida “no quise saber entre vosotros, sino a Cristo y a Cristo crucificado” (1 Cor. 2,1-2).

 

Debemos preguntarnos si somos verdaderos cristianos o si sólo nos llamamos tales. ¿Somos sal y luz que iluminan y dan sabor o hemos defeccionado de tal misión? ¿Nos llamamos cristianos por tradición, aceptando las más tremendas aberraciones morales, posturas contrarias a la moral cristiana porque nos mantienen en la tranquilidad de una conciencia deformada, o nos arriesgamos a defender las virtudes cristianas y nos esforzamos por practicarlas? ¿Dejamos “pasar” todas aquellas posturas contrarias a la fe y la moral porque nos resulta más cómodo y nos evita la confrontación, dejando que nuestros jóvenes vivan con una conciencia errónea sobre el sentido de la vida y la pertenencia a una sociedad más limpia y verdadera? Los cristianos hoy debemos tener una conciencia formada a la luz del evangelio. Así seremos “luz del mundo y sal de la tierra”. Cristo y la Iglesia espera en nosotros, en nuestra autenticidad como bautizados. Espera que seamos verdaderos heraldos de la fe, comprometidos y capaces de dejar nuestra comodidad de conciencia y comprometernos con el Evangelio de Jesucristo.

 

Que María, fiel reflejo de la Luz del Mundo, nos ayude a ser verdaderos testigos del Evangelio.

 

 Marcelo Raúl Martorell                                                                       Obispo de Puerto Iguazú

 

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