Reflexión de Monseñor Marcelo Raúl Martorell, Obispo de Puerto Iguazú

“La liturgia de este domingo nos adentra en el tema de la oración. En primer lugar se presenta en el libro del Génesis la conmovedora oración de Abrahán en favor de dos ciudades pecadoras, magnifica expresión de su confianza en Dios y de su afán de interceder en favor de los hombres.

 Dios le ha revelado a Abrahán la decisión de destruir a Sodoma y Gomorra pervertidas por el pecado. El Patriarca busca detener el castigo de Dios pidiéndole tenga en consideración los justos que podrían habitar en esas ciudades. Pero desde la propuesta de cincuenta justos se ve obligado a bajar gradualmente hasta el exiguo número de diez justos en esa súplica de oración de intercesión que el Patriarca hace a Dios: “Que no se enoje mi Señor si hablo una vez más. ¿Y si sólo se encuentran diez justos?” Ni la condescendencia de Dios, llena de bondad que va aceptando la reducción del número de los justos ni la cordial súplica de Abrahán, logran salvar las ciudades de la ira de Dios a causa de la corrupción reinante. Pero la oración de intercesión de Abrahán y la misericordia divina -que desciende a causa de esa oración- logran salvar a una familia, la de Lot. Esta escena del libro del Génesis queda como testimonio de las terribles consecuencias de la permanencia del mal de los hombres y la fuerza reparadora del bien, en donde si hubieran habido diez justos solamente, habrían podido impedir la ira del Señor. Abrahán ora y el Señor escucha y en ese diálogo se van desarrollando los acontecimientos, como sucede siempre en la oración. Es el diálogo entre el hombre y Dios frente a un acontecimiento cualquiera de real importancia. Es en la oración donde se muestra la humildad del hombre que ora y la misericordia de Dios que escucha.

 

 
El Nuevo Testamento es una maravillosa página de la misericordia de Dios que nos muestra que un solo justo, “el Siervo de Yavé” ya anunciado por los profetas, basta para salvar no solamente a dos ciudades ni una nación, sino a la humanidad entera. A través de la Pasión de Cristo y su muerte en la Cruz, Dios perdonó a toda la humanidad, como nos asegura el Apóstol Pablo en su carta a los Colosenses (Col. 2, 14).
 
El evangelio nos muestra a los discípulos pidiéndole a Jesús que les enseñe a orar. Jesús les responde enseñándoles el Padrenuestro: “cuando oréis, decid Padre santificado sea tu nombre, venga tu reino …”. Es de notar que Abrahán el “amigo del Señor” le llama a Dios “Señor”. Jesús, en cambio, nos enseña que Dios es nuestro “Padre”. Esta es la diferencia entre el Antiguo y Nuevo Testamento. La oración aquí es filial, ya no de servidor, sino del hijo que le abre el corazón a su Padre, exponiéndole sus necesidades en forma sencilla y espontánea. Así nos lo muestra la oración del Padrenuestro, oración que es el diálogo más profundo y completo que puede darse entre Dios y el hombre. Quien reza el Padrenuestro, glorifica a Dios, pide que la esperanza cristiana del encuentro pleno con Dios se cumpla, que se haga en nuestros corazones su voluntad y rompa todo egoísmo, que nos dé el pan que ganamos con el sudor de nuestra frente, que perdone nuestra debilidades y caídas y nos haga generosos en el perdón hacia nuestro prójimo y que la fuerza de su gracia no nos deje caer en las tentaciones de la vida y que el mal no nos despoje de su gracia y amor.
 
Por otra parte la parábola del amigo inoportuno, que sigue inmediatamente al texto de hoy, nos enseña a orar con perseverancia e insistencia –como lo hizo Abrahán- sin miedo a ser indiscretos frente a Dios que es nuestro Padre y Amigo: “pedid, buscad, llamad”. Dios no tiene horarios frente a la oración de un humilde hijo que le pide ayuda. “Quien pide recibe, quien busca halla y al que llama se le abre”, dice la Palabra de Dios. Pero no siempre encontramos lo que pedimos, pero es seguro que Dios escuchó y que por caminos misteriosos y de alguna manera -de cualquier otra forma- estará en su amor respondiendo a nuestro pedido. Frente a nuestras súplicas tenemos que saber leer dónde y de qué forma está respondiendo Dios a nuestras súplicas, tal vez será de un modo oculto y diferente al que esperamos. Tenemos que saber descubrir -en la misma oración- la respuesta oculta de Dios. No debe faltarnos la gracia de ser fieles a Dios cada día. Esta gracia está asegurada al que ora sin cansarse. “Si vosotros que sois malos sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos ¿cuánto más vuestro Padre Celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?”. En el don del Espíritu Santo se incluyen todos los bienes sobrenaturales que Dios quiere dar a sus hijos. Los cristianos tenemos que tener la certeza de que el que pide recibe siempre, Dios nunca deja de dar a sus hijos lo que necesitan. Oremos por nuestra Patria. Debemos rezar mucho, con confianza y perseverancia para que el Señor cuide a sus hijos y para que seamos fieles a su camino y a su divina Voluntad.
 
Que la Virgen, la gran orante, nos haga crecer en la certeza de que Dios siempre nos escucha”.
 
Marcelo Raúl Martorell                                                                                                                          Obispo de Puerto Iguazú

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