Reflexión de Marcelo Raúl Martorell, Obispo de Puerto Iguazú

“Las lecturas de este domingo presentan el tema de la paz, en múltiples aspectos. Isaías habla de ella como una síntesis de bienes: gozo, seguridad, prosperidad, tranquilidad y consuelo, que fueron prometidos por Dios tras el destierro a Babilonia. “Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz…como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones…como un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo” (Is. 66, 12-13). Se aprecia claramente que se trata de un don divino característico de la era mesiánica.

En el Nuevo Testamento será Jesús el portador de esa paz, que es a un tiempo gracia, salvación y felicidad eterna no sólo para los individuos, sino para todo el Pueblo de Dios, que confluirá de todas partes del mundo a la Jerusalén celestial, el reino de la paz perfecta. Pero también la Iglesia, la nueva Jerusalén terrena, posee ya el tesoro de la paz ofrecida por Jesús a los hombres de buena voluntad, teniendo además la misión de difundirla en el mundo.

 
La misión que Jesús confía tanto a los setenta y dos discípulos como a los Apóstoles enviados a predicar el reino de Dios, es una misión caracterizada por la mansedumbre, la bondad y la paz, semejante a la de Jesús “el cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn. 1,29), el cual no condenaba a los pecadores, sino que inmolándose a sí mismo, “estableció la paz mediante la sangre de su cruz” (Col. 1,20). Jesús dio esta indicación a sus enviados: “cuando entréis en una casa, decid primero: paz a esta casa, si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; sino volverá a vosotros” (Lc. 10,5-6).
 
Este deseo de paz no se trata de un simple saludo, sino de una bendición divina obradora de la paz, del bien y la salvación. Donde “descansa la paz de Jesús”, que ha reconciliado a los hombres con Dios y entre sí, descansa también la salvación. Quien la recibe, está en paz con Dios y con sus hermanos, vive en la gracia y el amor y está a salvo del pecado. Esta “paz” se posa sobre “gente de paz”. Los hombres por la gracia de Dios somos los herederos afortunados de la paz de Cristo y esto es para todos los cristianos. Pero esta paz no es como la paz que ofrece el mundo ya que ella puede coexistir hasta con las tribulaciones más punzantes.
 
Los evangelizadores aunque son rechazados no pierden la paz interior, que es la que da Cristo. Ellos continúan predicando el Evangelio, continúan en el mundo la misión de Jesús ofreciendo a quien quiera acogerla “la buena noticia de la paz” (Hech.10,36). San Pablo invoca para sí y para cuantos sigan su ejemplo: la paz y la misericordia de Dios vengan sobre todos los que han asumido la cruz de Jesucristo.
 
Al mundo y al hombre contemporáneo les falta la “paz de Jesucristo”. Por eso el hombre vive inquieto, desconsolado y muchas veces sin rumbo. La falta de paz interior lleva también a la agresividad externa y por eso no estamos en paz con nosotros mismos, ni con nuestros vecinos ni con nuestro prójimo. La ausencia de Jesucristo no nos deja descansar y nos hace vivir en continua inquietud. Nos quita la serenidad frente a la vida y a los problemas que ella conlleva. No nos permite tampoco la aceptación de la realidad. Tener la paz de Jesucristo implica vivir en la serenidad y en el descanso del corazón que vive confiado y seguro de la Providencia de Dios.
 
Pidamos a Nuestra Señora de la Paz que nos acompañe a lo largo de nuestra vida”.
 
 
                       
+ Marcelo Raúl Martorell                              Obispo de Puerto Iguazú

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