Carta del domingo de Marcelo Raúl Martorell, Obispo de Puerto Iguazú

“La liturgia de este día nos introduce a la consideración de tres situaciones: el pecado del Rey David, la intromisión de la mujer pecadora en la sobremesa de la casa del fariseo que había invitado a comer a Jesús y el perdón de los pecados.

 

David había pecado gravemente, quien cegado por la pasión había hecho morir a Urías, para apoderarse de su mujer. El Profeta Natán trata de hacerle comprender la gravedad de su culpa contándole una historia de injusticia. El rey David se irrita ante el relato que le hace Natán del rico ganadero que -para preparar la comida a un huésped- roba la única oveja que tenía un pobre. Pero cuando Natán le dice que el ladrón es él, David llora (2 Sam. 12,7) y comprende su pecado. Dios había colmado a David de todos los bienes, pero esto no le bastó y despreciando la ley divina había arrebatado la mujer ajena. La culpa de David es grave. Sin embargo, David reconoce su culpa y confiesa humildemente su pecado: “he pecado contra el Señor”. Entonces Dios le perdona el pecado, pero resta expiar la pena correspondiente y por eso el profeta le anuncia: “el hijo que te ha nacido morirá sin remedio” (Ib. 14). Dios perdona al pecador que reconoce su culpa y la misma misericordia de Dios le castiga para que no peque más.

 
El Evangelio nos da una luz nueva sobre los temas del perdón y la misericordia: el de la infinita salvación actuada inmediatamente por Dios. Dios ya no envía a Profetas a reprobar a los pecadores. Ha enviado a su Hijo para salvarlos y éste los va buscando por todas partes, en las casas y en las calles. Lucas nos pone el ejemplo del Fariseo que había invitado a comer a Jesús y después de una sobremesa bien preparada -tengamos en cuenta que el Fariseo no había invitado a Jesús amigablemente sino con actitud crítica- en ese momento entra una mujer y Jesús se deja besar y ungir los pies. Esta mujer es una pecadora a los ojos de la gente. Simón, el fariseo, se incomoda por este atrevimiento y aprovecha para criticar a Jesús: “si este hombre fuera un profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo está tocando (Lc. 7,39). Simón –al igual que David- se escandaliza de las acciones de los otros sin examinar su propia conciencia. Pero Jesús -como Natán- procura iluminar las acciones de los otros con el ejemplo de los dos deudores a los que les fue condonada la deuda. ¿Cuál amará más?, pregunta Jesús. “Aquel a quien se le perdonó más” (Ib 43), responde Simón y no se da cuenta de que como en el caso de David, en su misma respuesta está su condenación.
 
La mujer, verdaderamente es una pecadora y ha cometido muchos pecados, pero se le perdonan por el gran amor demostrado en el gesto de bañar con lágrimas los pies del Señor, secarlos con sus cabellos, besarlos y perfumarlos con un ungüento. Simón no ha cometido muchos pecados, pero tiene cerrado el corazón al amor. Jesús se lo hace notar: “Simón, no me diste el beso…No ungiste mi cabeza con aceite (Ib 45-46). Simón está más abierto a la crítica y pronto a escandalizarse. Si Simón reconociese su culpa -sobre todo el querer sorprender al Salvador en culpa- quedaría perdonado y la misericordia de Dios se derramaría en él y lo llenaría de amor.
 
El perdón de los pecados es iniciativa del amor misericordioso de Dios y de la humilde disposición del pecador. Cuanto más motivos de amor hay en el arrepentimiento, tanto más abundante es el perdón de Dios, hasta borrar no sólo la culpa sino incluso la pena. Jesús no impone una penitencia a la mujer pecadora por sus pecados y eso no sólo porque el amor de ella es grande, sino porque Él mismo la ha tomado sobre sí ofreciendo su vida por el pecado de la humanidad. Por eso los cristianos debemos estar atentos a amar y estar abiertos al perdón y a la misericordia de Dios. Muchos cristianos estamos como parados sobre una loma de santidad creyendo que no tenemos pecado y nos sentimos con el derecho de criticar a todos. Muchas veces lo hacemos contra nuestra propia Iglesia y sus miembros, no teniendo en cuenta nuestra pertenencia a ella y nuestros propios defectos y pecados. Hay que tener cuidado con esta actitud, porque el amor y la misericordia de Dios se alejan de nosotros. Lo mismo con las críticas a nuestro prójimo y hermanos, sin mirar nuestra propia conciencia.
 
Que María, Madre de la Iglesia, nos lleve con humildad a la búsqueda del perdón de Dios frente a nuestras propias miserias”.
Marcelo Raúl Martorell                                                                       Obispo de Puerto Iguazú

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