La historia de Gladys, una adolescente misionera que fue rescatada de un prostíbulo

San Ignacio, el pueblo que atrae turistas por sus célebres ruinas jesuíticas, también es visitado por buscadores de niñas y jóvenes, a quienes se llevan con falsas promesas de trabajo, con destino de explotación sexual. Aquí se cuenta la historia de Gladys, que después de meses logró ser rescatada de un prostíbulo de Entre Ríos y se reunió con su madre en su pueblo natal.
Le dijeron que iría a cuidar niños. Pero al llegar a destino, muy lejos de esta tierra colorada, descubrió cuál sería su verdadero trabajo: a fuerza de amenazas y coerción, Gladys fue obligada a dejar su indumentaria adolescente por lencería erótica. Tenía 17 años recién cumplidos. La peor parte de su pesadilla duró varios meses, en los que tuvo que prostituirse, casi sin ver la luz del sol, encerrada en una whisquería de una localidad turística de Entre Ríos, junto con otras chicas, menores, como ella. Hasta que un operativo policial la rescató de ese mundo oscuro. Pero Gladys apenas se anima a hablar. Vive aterrada: es que el prostíbulo fue clausurado pero volvió a abrir y sigue funcionando al mando del mismo regente que la tuvo a ella como esclava. La que no se calla es su mamá: «Le dijeron que no abriera la boca, que era peligroso para su familia. Mi hija tiene miedo de que la ubiquen por Internet, tiene miedo de que la maten. Pero esto hay que contarlo: no puede seguir pasando. De Misiones estas mafias están llevando cantidad de chicas», dice Mónica S., la mamá de Gladys.

El verdadero nombre de Gladys es otro. El de su mamá también. Es la condición que imponen para contar la historia, la de tantas jovencitas misioneras que son reclutadas bajo engaño, con la promesa de un trabajo decente, por las redes de trata que operan en el país, sobre las cuales Página/12 viene dando cuenta en las últimas semanas.

El departamento de San Ignacio, 60 kilómetros al norte de Posadas, es uno de los puntos de Misiones elegidos por los tratantes para captar mujeres. Es tierra de colonos descendientes de inmigrantes europeos: ucranianos, polacos, alemanes. Aquí la pobreza es rubia y de ojos celestes.

Matrimonios desparejos

«Como el remisero siempre sabe todo, cada tanto me viene a ver gente que me pregunta si conozco chicas que quieran irse a trabajar, incluso me ofrecen alguna moneda si les consigo alguna. Yo les digo que vayan ellos a buscar a los barrios. Acá se sabe que después las tienen esclavizadas, porque se dice que así las tienen», dice Jorge Silva, un remisero de San Ignacio.

A una cuadra de la municipalidad, un pizarrón colocado en el frente de una casa ofrece trabajo como «niñera» en la ciudad de Corrientes. Fernando Mao, coordinador nacional de la Red Alto al Tráfico y a la Trata de Niños, Niñas y Adolescentes, duda sobre la oferta. «A veces se encubren reclutamientos de chicas para prostíbulos a través de este tipo de anuncios», dice a este diario, en una recorrida por el pueblo. El calor ahoga.

Mao es el vicepresidente de Cirsa (Centro Integral de Rehabilitación Social Argentino), una ONG que trabaja con el municipio local en la concientización sobre los derechos de los más chicos, con el aval del Comité Argentino de Seguimiento y Aplicación de la Convención Internacional de los Derechos del Niño, que preside Estela de Carlotto (ver aparte).

«A veces vienen matrimonios medio desparejos, ella muy joven, él muy mayor, y nos preguntan si conocemos chicas que quieran ir a vivir con ellos para atender la casa. Supuestamente son ellos dos solos en un departamento grande en la Capital Federal, siempre dejan teléfonos y direcciones, enseguida los tiramos», cuenta María Victoria Cardoso, dueña del maxikiosco La Moro, en el centro de San Ignacio. Ella no duda de que ese tipo de parejas, en realidad, son una pantalla del reclutador para parecer más confiable.

Es una de las estrategias a las que apelan los que quieren llevarse chicas para entregar en prostíbulos a cambio de una comisión. Las rutas de la trata en Misiones terminan en Entre Ríos y en Buenos Aires; en este último punto se distribuyen hacia otras provincias, como Córdoba, Santa Cruz, Neuquén, Chubut y Tierra del Fuego, como reveló la reciente investigación sobre el tema que hizo en el país la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).

María Victoria también recuerda que un año atrás, un matrimonio que decía venir del Gran Buenos Aires, llegó en busca de chicos y chicas: «Decían que tenían muchos negocios y les ofrecían trabajar allá. Hicieron asados para agasajar a los pibitos y las pibitas que andan en la calle, les hacían regalos, les compraban útiles, eran muy amigables». María Victoria no sabe si finalmente se llevaron a alguno, pero ella los vio tratando de convencerlos.

Porvenir

En este pueblo, conocido por sus ruinas jesuíticas y porque fue morada del escritor Horacio Quiroga, creció Gladys.

El futuro para las chicas aquí no es alentador. «Tenemos dos problemas graves: la prostitución infantil y la trata de mujeres», reconoce el intendente Arturo Vanderdoorp, justicialista, alineado con el gobernador Carlos Rovira, detrás de su escritorio, una pieza en madera hecha por las manos de Horacio Quiroga, cuando el escritor se ganaba la vida en este pueblo como carpintero.

La deserción escolar, agrega el jefe comunal, también es alta. Gladys dejó la escuela sin terminar la primaria. Mónica, su mamá, tiene 37 años: trabaja como empleada doméstica y vive en una casa que estaba abandonada, casi derruida, que desde hace dos años le presta el municipio. Mónica está separada del padre de Gladys. Su actual pareja es changarín. En San Ignacio el desempleo golpea fuerte. Alrededor del 40 por ciento de la población no tiene trabajo, precisa Vanderdoorp.

Crecer en San Ignacio no es fácil para las chicas. El embarazo puede sorprenderlas a edades tempranas. «A los 12 o 13 años muchas chicas ya están embarazadas», advierte el intendente. En las aldeas indígenas (hay diez en todo el departamento) hay criaturas de 8 y 10 años que ya son madres, revela a Página/12 Eduardo «Lalo» Ramírez, delegado del municipio ante las comunidades miguá guaraní, donde viven medio millar de aborígenes.

La desnutrición es moneda corriente. En el interior del departamento de San Ignacio, donde están asentado los colonos, «la mayoría de los pibes sufre desnutrición de grado II», apunta Alejandro Rosales, administrador del Centro de Salud San Agustín, desde donde cada 15 días parten con una ambulancia a asistir a la población rural infantil. «Se alimentan mal, comen sólo lo que producen en las chacras y entonces las comidas se limitan a mandioca, batata, maíz y otras pocos vegetales. Desde el municipio se entrega leche para los bebés que dejan la teta, pero las mamás la comparten con todos sus hijos y nunca alcanza», describe Rosales.

Las familias tienen una prole de cinco a siete chicos. Pero el problema de la desnutrición no afecta sólo a la zona rural. En 2006 el municipio relevó uno por uno a unos cuatrocientos chicos entre 1 y 12 años del barrio Perón, en las afueras del centro: «Más del 60 por ciento tenía algún grado de desnutrición y el ciento por ciento de los chicos estaba infectado con algún tipo de parásitos», indica el médico Ricardo Barissi, del Area de Medicina Comunitaria de la intendencia.

Cuatro de cada diez hogares en San Ignacio tienen sus necesidades básicas insatisfechas. Tal vez la plaza, ubicada frente a la intendencia, refleje el lugar que tiene la infancia en este pueblo. Entre el pasto crecido, se ven los juegos oxidados, desvencijados, rotos. El tobogán no tiene tabla para deslizarse, los sube y baja no tienen manija, y el esqueleto de la hamaca no tiene hamacas.

En los alrededores del ingreso a las ruinas jesuíticas, donde se extienden los puestos de artesanos, un grupito de nenas rubionas, descalzas, ofrece a los contingentes de turistas plantas de orquídeas. San Ignacio es parada obligada en las excursiones hacia las cataratas del Iguazú. «Hasta los 10 años las nenas venden plantitas. Pasan esa edad y las podés ver a las mismas en el centro o en la entrada a San Ignacio, sobre la ruta, con un topcito negro, una pollerita corta y botas. Se ofrecen a los choferes, a los turistas, a veces por 5 pesos», cuenta Patricia Back, dueña del restaurante La Misionera, a pocos metros de las ruinas.

En esta tierra, algunas jovencitas caen engañadas en redes de prostitución. Otras, desde muy chicas, se ven forzadas a prostituirse para ganar unos pesos.

Niñera

Queriendo escapar de un porvenir sin ilusiones, a fines 2005, con 17 años, Gladys se fue con una amiga de su misma edad, que ya tenía un bebé, hacia el norte, a Puerto Iguazú. Les habían comentado que allí, en la zona de la Triple Frontera, era más fácil conseguir trabajo. Al poco tiempo de llegar, un matrimonio le ofreció ir a Entre Ríos a cuidar un nene. «Me dijeron que iba a trabajar de niñera, que ése iba a ser mi trabajo», recuerda Gladys a Página/12.

Gladys tiene el pelo lacio y rubio, y los ojos verdes. Cuenta que en Puerto Iguazú no tuvo buena suerte, así que decidió aceptar la oferta y rumbear con el matrimonio, en su auto, para Entre Ríos. El hecho de que Gladys no tuviera DNI (nunca había hecho la renovación del documento que debe hacerse a los 16 años) no fue obstáculo para atravesar el puesto que Gendarmería tiene en la localidad de San José, donde se cruzan las rutas provincial 105 y la nacional 14. Es control obligado antes de cruzar la frontera con la provincia de Corrientes. «La gente con la que iba sobornó a los de Gendarmería para que los dejaran pasar con una menor: eso me contó Gladys», relata la mamá.

El destino fue la ciudad de Gualeguay. Pero a poco de llegar, Gladys se enteró de que no iba a tener que cuidar un nene. Ni iba a vivir en una casa de familia: el lugar era un cabaret. «Me dijeron que me cambiara, me dieron la ropa que me tenía que poner, y me dijeron que tenía que salir al salón a trabajar», cuenta, con mucha vergüenza. Gladys no se resistió. Le bastó ver cómo le pegaban a otra chica que había llegado engañada como ella y que se negaba a acostarse con los clientes del prostíbulo.

Gladys sabe el nombre del boliche, pero no lo quiere decir. Lo dice su mamá, pero pide que no se publique. El lugar tenía cuartos pequeños. «Las tenían aisladas unas de otras y no las dejaban hablar entre sí. A algunas las dejaban salir pero vigiladas. También había mujeres que trabajaban ahí porque querían. Menores como mi hija había dos o tres más», cuenta Mónica, a la sombra del monte tupido que rodea la casona vieja que le presta el municipio de San Ignacio. Corre un poco de aire fresco y se aguanta mejor el sopor del verano misionero.

Gladys estuvo en el prostíbulo de Gualeguay varios meses. Su mamá pensaba que estaba en Puerto Iguazú. «Durante ocho meses perdí contacto con ella», recuerda Mónica. A Gladys la rescató la policía. En abril de 2006 hizo un operativo en el lugar y lo clausuró. Dice la muchacha que la denuncia la hizo una mujer que trabajaba ahí y que en una pelea con el regente del lugar, le juró que iría a la comisaría. También dice Gladys que se enteró de que la mujer tuvo que ir más de una docena de veces a la seccional para que le tomaran la denuncia. Gladys quedó bajo la tutela de un juzgado de Menores. Como la situación económica de su familia era endeble, se decidió que la adolescente fuera a un hogar de monjas, donde volvió a estudiar y le están enseñando oficios.

Gladys no se anima a dar más datos. «Yo no voy a cambiar el mundo», dice. El prostíbulo volvió a abrir y sigue funcionando en el mismo lugar. «Ellos son como una mafia allá –dice Mónica–. Le dijeron que a ese lugar no volvía más, pero que no abriera la boca porque era peligroso para su familia. Psicológicamente trabajan así. Ella tiene miedo de que la ubiquen por Internet, tiene miedo de que la maten.»

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