Universidades: sólo el 20 por ciento se recibe

En la semana se reflotó el debate sobre el sistema de ingreso a las facultades. Pero el problema es mayor. El 60 por ciento de los estudiantes abandona durante el primer año. La emoción de entrar por primera vez a una universidad, con el porvenir en el bolsillo, con el cosquilleo de la duda y todas las preguntas del día después del secundario, se esfuma demasiado pronto en la Argentina. Apenas cuatro de cada diez de esos chicos superan el primer año de estudios. Apenas dos de cada diez llegan a tener el diploma en la mano, tanto en universidades públicas como privadas.

La Universidad de La Plata decidió la semana pasada que los cursos de ingreso para la Facultad de Medicina no debían ponerles freno a los estudiantes y que el ingreso debía ser irrestricto. Esa medida desató una polémica que en realidad pone en evidencia una grave crisis en el sistema universitario, al que asisten hoy casi un millón y medio de estudiantes.

Los exámenes para el ingreso a Medicina de La Plata se habían convertido en una leyenda maldita, porque aprobarlos era casi un milagro y los bochazos eran enorme mayoría. Pero la discusión excede a si ese método es el adecuado para conseguir una educación superior eficiente. En un país donde siempre se sacó pecho por tener universidades libres y gratuitas, la pregunta es ahora cómo sobrevivir en la Universidad sin perderse en el camino. Los especialistas y las estadísticas oficiales consultadas por Clarín ponen el foco en tres de las claves del problema:


Los estudiantes llegan muy mal preparados a la Universidad.


La Universidad funciona aislada del resto del sistema educativo, no está preparada para recibir a los estudiantes, ni ofrece alternativas que no sean las tradicionales y extensas carreras.


Es más difícil para los estudiantes con escasos recursos económicos solventar las dificultades y llegar al codiciado título. Dejó de ser un pasaporte de ascenso social.

Una de las variables que mejor definen la eficiencia de las universidades en el mundo es la tasa de egreso. Esto es, el porcentaje de alumnos que llega al final del ciclo y consigue su diploma.

En la Argentina, esa tasa es de entre el 18 y el 20 por ciento. Según la última estadística del Sistema de Información Universitaria —que hace 5 años empezó a medir este índice—, en el 2003 se matricularon en el sistema universitario, en el público y en el privado, 369 mil estudiantes. Pero egresaron sólo 74 mil, apenas el 20%. Es decir que ocho de cada diez quedaron en el camino.

El secretario de Políticas Universitarias del Gobierno, Juan Carlos Pugliese, admite que la tasa de egreso de Argentina es muy baja, inferior a las de Brasil o Chile, y que ocurre porque se practica «un darwinismo social» en el que sólo triunfan los que tuvieron una buena secundaria. «Por eso preferimos que la selección de los estudiantes no se haga en la puerta de la Universidad, sino que depende del esfuerzo de los estudiantes ya dentro de la Universidad», dice Pugliese.

Las comparaciones son contundentes. En Colombia llegan a la Universidad la mitad de estudiantes que en la Argentina, pero se reciben la misma cantidad o más —79 mil por año—, de acuerdo a un estudio elaborado en el 2003 por el investigador Marcelo Becerra para el Banco Mundial. En Chile, egresan 38 mil al año, pero con un tercio menos de inscriptos. Es decir que esos países tienen tasas de egreso de entre el 30 y el 40 por ciento. Es cierto que allí las universidades funcionan con cupos y hacen su «filtro» antes del ingreso.

«La Universidad argentina es hoy una máquina de producir desertores», sostiene Adriana Puiggrós, especialista en educación e investigadora del Conicet. Puiggrós dice que la Argentina «está atrasada en la forma de acreditar los saberes» y propone una profunda reforma para que los estudiantes no se vean obligados a abandonar la carrera «por la distancia en la que se ubica la meta». Según un estudio elaborado por la Secretaría de Políticas Universitarias, en promedio un estudiante argentino tarda 7,7 años en recibirse. «Lo mejor sería certificar tramos, acortar las licenciaturas a un promedio de cuatro años y luego completarlas con maestrías y posgrados. Eso funciona bien en Canadá. Una persona que hizo ocho materias figura como desertor, pero está más capacitado que alguien que no las hizo», sigue Puiggrós.

La investigación de Becerra que publicó el Banco Mundial fue la fuente de ese organismo para cuestionar al sistema universitario argentino. El Banco Mundial sostiene que las universidades no son equitativas como se presume y se dice a los cuatro vientos. Y se apoya en un dato: de los que llegan a la Universidad, apenas un 5 por ciento integran la quinta parte más pobre de la sociedad.

¿Es la Universidad, aun siendo pública, un privilegio para los que más tienen? El índice de inscriptos, según reconocen todos los especialistas, es tan alto como el de los países europeos. En el 2003 —último dato disponible— había en el país 1.493.556 estudiantes universitarios y más del 85 por ciento estaban en universidades públicas. El Ministerio de Educación sostiene que la tasa de matriculación es «muy buena», ya que representa al 27,7 por ciento del total de los jóvenes que tiene entre 18 y 24 años.

Pero a ese dato que refleja la masividad de la Universidad, le sigue otro preocupante. Los que alcanzan a recibirse, ese pequeño veinte por ciento, son los que más recursos tienen: seis de cada diez recibidos en la UBA son hijos de egresados, es decir, hijos de profesionales. Aquel viejo sueño de los inmigrantes de ver a «m’hijo el dotor», vuelve entonces a ser una quimera.

La pregunta que se hacen todos los especialistas e investigadores es cómo hacer para evitar tantos «expulsados» del sistema. Una de las soluciones se encontraría, coinciden todos, en lograr una mejor conexión de la Universidad con la sociedad.

Según Inés Dussel, coordinadora del Area de Educación de FLACSO, la polémica de La Plata —donde la Universidad se opuso al sistema de ingreso de una de sus facultades—, abre una discusión indispensable sobre la autonomía que deben tener o no universidades y facultades. Desde 1918, todas las universidades —actualmente hay 99— tienen potestad para decidir sus políticas. Pero eso es ahora cuestionado por distintos sectores: «Es importante pensar la Universidad en el marco de las políticas públicas de educación y no de manera aislada», dice Dussel. Para ella, los exámenes de ingreso sólo sirven «para sancionar la exclusión» de los estudiantes que llegan peor preparados, que fueron a un secundario de peor nivel.

Los cuestionamientos a la autonomía universitaria apuntan que su «aislamiento» impide vincular sus programas de estudios con los del colegio secundario, que es, en definitiva, de donde salen sus estudiantes. En esa línea apunta el plan oficial del Ministerio de Educación. En el último año, dice el secretario Pugliese, el ministerio ha hecho acuerdos con 29 universidades e institutos terciarios para que dicten a los aspirantes ciclos iniciales de estudios, para así «procesar una articulación entre el nivel medio y la Universidad». Una especie de pequeño CBC (Ciclo Básico Común) como el que existe en la Universidad de Buenos Aires desde 1985 (ver página 37).

«El problema es esa transición. Hay muchísimos chicos que llegan sin haber nivelado conocimientos, sin haber sido preparados para la Universidad», se suma Avelino Porto, presidente de la Academia Nacional de Educación y rector de la privada Universidad de Belgrano. Porto se queja puntualmente del último año del secundario, al que llama «el año festivo» en el que «sólo se piensa en el viaje de egresados».

El diagnóstico es claro. Con examen o sin examen de ingreso, pasar del secundario a la Universidad es un golpe demasiado duro. Seis de cada diez no llegan ni siquiera al segundo año, dicen las estadísticas de la Secretaría de Políticas Universitarias.

¿Qué hace el Congreso Nacional en medio de esta crisis?

El diputado de centroderecha Guillermo Cantini, de la Comisión de Educación, advierte que el Congreso «tiene un papel decorativo» en la discusión. «Sólo se discuten salarios docentes, pero no se tratan cuestiones importantes como el ingreso a la facultad». Ese silencio podría explicarse en que existe un fuerte consenso. Pero no es así. Para Cantini, «el mejor sistema de ingreso a la Universidad es mediante cupos por conocimientos» y cree que los alumnos «podrían hacer un mínimo aporte» económico a la Universidad. En las antípodas está Marta Maffei, diputada del ARI: «Argentina se convirtió en la fábrica de pobres más formidable de América latina y la educación perdió su norte acosada por la necesidad. La Universidad tiene que ser exigente, pero una vez que el estudiante ya ingresó».

La Universidad, está visto, debe aprobar un nuevo examen. (Clarín).

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