Carta de monseñor Juan Rubén Martínez: «El aval de la coherencia»

Este domingo celebramos el nacimiento de San Juan Bautista, el Precursor del Señor. San Juan como profeta del Antiguo Testamento era testigo de la Ley con su propia vida. El profeta es el que da testimonio. El canto de Zacarías que leemos en el Evangelio de este domingo (Lc 1,57-66.80), enmarca el ambiente profético que prepara el nacimiento de Jesús.

En este mensaje dominical, quiero que reflexionemos sobre la figura ejemplar de San Juan Bautista para ahondar en la dimensión testimonial de la vocación profética. En realidad, todos estamos llamados a ser profetas desde el bautismo. En la unción post-bautismal se dice: «[Dios Todopoderoso] los unge ahora con el crisma de la salvación,para que incorporados a su puebloy permaneciendo unidos a Cristo,sacerdote, profeta y rey, vivan eternamente». Sabemos que no es fácil para los cristianos ejercitar esta dimensión profética en el mundo en que nos toca vivir. Sin embargo, será clave que profundicemos nuestra vocación bautismal, y como discípulos busquemos caminos para poner en práctica la Palabra de Dios, y construir nuestra vida familiar y social sobre la verdad.

Tomando como ejemplo la figura de San Juan Bautista, quiero reflexionar sobre nuestra Iglesia diocesana en este camino de pastoral que vamos transitando. Sin conversión a la persona de Jesucristo, será imposible cualquier proyección pastoral que sea fecunda para el Reino de Dios. Nuestro tiempo necesita de varones y mujeres ejemplares que traten de vivir la santidad. En esto se asienta la dimensión profética de la Iglesia. La comunión con Dios y con los hermanos siempre es fruto de la conversión. Desde esta fidelidad debemos plantearnos la necesidad de buscar caminos de evangelización y humanización.

Es importante recordar que, en el mismo nacimiento de la Iglesia la apertura al mundo pagano generó un conflicto con los cristianos venidos del judaísmo. (Hech 15,5). Es importante la lectura de los Hechos de los Apóstoles (cap.15) donde se refiere al primer Concilio de la Iglesia, «el Concilio de Jerusalén». En él se explica cómo el Espíritu Santo iba obrando en la apertura al mundo pagano que era un desafío para la Iglesia, cuya misión era salir a evangelizar para cumplir con el mandato del Señor.

No dudo que es importante que miremos la historia y saquemos algunas conclusiones de ella, porque este inicio de siglo nos presenta nuevos desafíos a los cuales tenemos que responder desde la evangelización.

Cuando hablamos de una Iglesia abierta, que quiere comunicar los tesoros de la revelación, no debemos confundirnos con algunos males de la época, que creen que ser abiertos es ser relativistas. Ser abierto es amar, dialogar, escuchar, cambiar, aportar, aprender y recuperar, sin perder la propia identidad. Ser abiertos no es mezclar todo como una especie de sincretismo religioso, o bien confusión y mezcla del bien y el mal, de valores y antivalores. ¿Cuáles son los tesoros de la Iglesia? Los tesoros son los que la Iglesia debe cuidar a través de la historia, lo revelado por el Señor, lo que Él nos comunicó y el Magisterio (o bien las enseñanzas de la Iglesia), que van acompañando con el Espíritu Santo la historia, para que ésta sea una historia de salvación.

San Juan Bautista nos llama a la conversión a la Persona de Jesús, por ser el Precursor. En todo caso todo lo que vivimos en el día a día de la evangelización, requerirá que todas las acciones que realicemos estén respaldadas por la credibilidad, y buscando la conversión para que nuestros hermanos crean.

¡Un saludo cercano y hasta el próximo domingo!

Mons. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas

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