Especialista en lavado de dinero y delitos financieros, el juez Sérgio Moro, divide a la sociedad brasileña. Desde 2014 atemoriza a empresarios y dirigentes políticos.
En Brasil hay dos miradas sobre el juez Sérgio Moro: un luchador contra la corrupción endémica o un justiciero que criminaliza a la política. Esas son las imágenes que se proyectan sobre el magistrado que ordenó detener al expresidente Lula da Silva.
Moro nació hace 45 años en Maringá, Paraná, donde obtuvo su licenciatura en Derecho. En 1996 se convirtió en juez y con los años se transformó en un especialista en lavado de dinero y delitos financieros. En rigor, desde 2014, atemoriza a altos dirigentes e influyentes empresarios brasileños que tiempo atrás parecían intocables.
Desde su despacho en Curitiba, lideró la operación Lava Jato, como se conoce popularmente a la mayor investigación sobre corrupción en la historia de Brasil, que involucró a la firma Petrobras, la más grande de ese país. El juez y su equipo descubrieron que desde puestos gerenciales de la petrolera se manejaba un millonario esquema de corrupción que se desarrolló entre 2004 y 2012.
Sus pares, como toda la sociedad brasileña, tienen opiniones divididas sobre su figura. Algunos lo definen como un magistrado rápido para decidir, preparado y resuelto, aunque otros lo juzgan por «abusar» de las prisiones preventivas o de las delaciones premiadas.
Ante los medios de su país, el juez admitió haberse inspirado y ser admirador de la histórica operación Mani Pulite (manos limpies) que desarticuló una red de corrupción en Italia en la década de 1990.
Moro no tiene el perfil habitual de un magistrado. Es, para buena parte de la sociedad, una estrella de «rock»: recibió en diversas oportunidades aplausos en un restaurante, un supermercado de Curitiba y una ovación que quedará en el recuerdo en un shopping de San Pablo.
Está casado con Rosângela Wolff, una mujer que defiende a su esposo con fuerza en las redes sociales y con quien tuvo dos hijos.
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