El próximo martes 13 de marzo el Papa Francisco celebra 5 años de pontificado

Aunque por momentos el ruido de las urgencias locales devore la atención de los medios, conviene también recordar lo importante. El próximo martes cumple cinco años el pontificado de Francisco, el argentino Jorge Mario Bergoglio. La encarnación de un largo proceso

 

El 13 de marzo de 2013, con su consagración llegaba a la cátedra de San Pedro no apenas, como se dijo entonces, «un pastor de los confines», no sólo el primer Papa no europeo, no meramente un cardenal latinoamericano muy singular, sino la encarnación de una visión renovada y abarcadora del catolicismo universal forjada en América Latina: la teología del pueblo desarrollada durante décadas (desde mediados de los años sesenta del siglo XX) por una corriente de pensadores laicos y sacerdotes que Bergoglio integró y algunos de cuyos nombres más destacados fueron Juan Carlos Scannone, Lucio Gera, Rafael Tello, Justino O»Farrell, Alberto Methol Ferré.

 

Para Austin Ivereigh, autor de una excelente (quizás la mejor) biografía del Papa (Francisco, el gran reformador), hay un «cambio de época en la Iglesia: el pontificado de Francisco es el primero de esa nueva época: la Iglesia latinoamericana se ha convertido en la fuente de la Iglesia universal».

En la segunda conferencia general del Consejo Episcopal Latinoamericano, Celam (Medellín, 1968), ya se observa el paso de una suma de iglesias locales a un cuerpo eclesial continental, que reflexiona y debate como un conjunto cada vez más orgánico. En los preparativos para la tercera conferencia (Puebla, 1979) ese proceso ya está muy avanzado y allí ya se perfila con claridad el pensamiento de lo que luego se conocería como la teología del pueblo. Es notable la correspondencia entre aquellas ideas y las que Francisco despliega en su pontificado, que había incorporado en el documento de Aparecida (V Conferencia del Celam, 2007).

 

LA COHERENCIA DE UNA VISION

Algunas de esas ideas, en su formulación de cuatro décadas atrás, pueden ofrecer una ilustración de esa coherencia. Los fragmentos pertenecen al libro Puebla, proceso y tensiones, escrito en 1979 por el uruguayo Methol Ferré, siempre próximo a Bergoglio y muestran el nivel de análisis y la profundidad con que la teología del pueblo planteaban la visión y la misión de la iglesia continental.

«Al iniciarse el siglo XX, la Iglesia Católica en América Latina era marginal y minoritaria en relación al gran centro metropolitano europeo (…) La Iglesia latinoamericana está emergiendo hoy en el escenario mundial. Su antiguo centro secular muestra signos profundos de cansancio. Deja la posta a otra Iglesias. Es irremediable e irreversible (…) América Latina, dependiente, desunida, envuelta en las contradicciones sociales más hirientes, es el crisol de esta nueva Iglesia emergente, que será probablemente la mayoría de la Iglesia católica mundial al iniciarse el año 2000. El tercer milenio nos espera y la Iglesia de América Latina está a sus puertas. Inmensa responsabilidad. Es la gran Iglesia Católica del Tercer Mundo. Es heredera profunda de la tradición de la Iglesia católica latina. Y tiene los grandes retos de la Evangelización y Liberación, en servicio y preferencia de los pobres»».

En los años 60, la Iglesia se planteó problemas que ahora permiten tomar una mayor conciencia del tránsito general de un tipo de sociedad agrario-urbano a otro urbano industrial, y de la responsabilidad y necesaria participación en ese proceso de transformación. Ahora define más expresamente sus caracteres universales, el fin de los mundos rurales y la emergencia universal de lo urbano-industrial, irreversible, que plantea problemas hasta ahora no conocidos.

La Iglesia se dirige al mundo entero, que no es un continuo uniforme e indiferenciado de individuos, sino que se configura dinámicamente en pueblos y culturas. Por eso, debe siempre evangelizarse desde la cultura propia del pueblo destinatario. Ya sea por las semillas del Verbo en su cultura, ya sea desde sus propios elementos cristianos si los tiene, asumiéndolos siempre críticamente, purificándolos, elevándolos. Es un proceso continuo, en extensión, profundidad y calidad. Ninguna cultura es desechable o asumible enteramente desde el ángulo del Evangelio. Pero la evangelización debe hacer el esfuerzo permanente de alcanzar el centro de la cultura de un pueblo, es decir «los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida del hombre».

Recibimos el impacto de la emergencia de la «tercera» revolución post-industrial, controlada por las grandes potencias industriales científicas. El despliegue industrial está esencialmente ligado a la cientificidad matemática entrañada en la física, con el impresionante avance de las computadoras, la química y la biología. Este tipo de ciencia y tecnología se convierte en un factor de poder entre los Estados y genera rasgos de una cultura científica universal. Sin su empuje arraigado en nuestras sociedades, será difícil la liberación de dependencias económicas de otras sociedades. Hoy ya son cosas del pasado las extrapolaciones de las ciencias de la naturaleza y de la Iglesia, invadiendo campos distintos. Por eso, la Iglesia debe promover el espíritu científico y tecnológico en América Latina, pues es un elemento importante de su proceso de liberación, principalmente en el orden de las penurias materiales.

El Concilio Vaticano II ha significado la liquidación definitiva de la añoranza de viejos ordenamientos social-religiosos y la aceptación de los valores objetivamente aportados por la modernidad, como son la ciencia, la técnica, la apertura a un más eficaz dominio de la naturaleza, la aceptación, en el fondo, de la autonomía de lo secular. Pero más allá de la acogida prestada a esos valores, el Concilio marca el llamado de la Iglesia a una superación de la modernidad que integre los valores que ella ha aportado, pero en el cuadro de una nueva civilización.

 

La avidez consumista de naciones y clases sociales no sólo hiere a las generaciones actuales sino que destruye las futuras. Las sociedades urbano-industriales, tan productivas, están en honda crisis. Todo parece replantearse de nuevo. Ahora el hombre reencuentra su finitud constitutiva, antes oculta. El dominio de la naturaleza se vuelve destrucción de la misma, con los gravísimos problemas ecológicos que angustian a la humanidad.

Para que surja una nueva civilización, deben variarse sustancialmente los valores vigentes en la actual sociedad urbano-industrial. Nuevos valores fundan nuevas pautas sociales. La «calidad de vida» lleva de suyo la cuestión del «sentido». Sin la base del «sentido», la calidad de vida se vuelve deseo vacuo. La crisis de la modernidad exige una nueva civilización. Así, la Iglesia debe evangelizar en la sociedad urbano-industrial, para transfigurarla sin negarla, para generar un nuevo tipo de sociedad industrial.

 

UN ARGENTINO EXCEPCIONAL

En aquellas reflexiones de la teología del pueblo estaba la semilla de enseñanzas y acciones que Francisco lleva adelante en su papado. Poniendo el centro en «las periferias» (de cada sociedad, del mundo en su conjunto) y proyectándolas al centro de la atención, propone una visión universal apartada de la indiferenciación y la homogeneización (pues el mundo «se configura dinámicamente en pueblos y culturas» legítimas y respetables, «por eso, debe siempre evangelizarse desde la cultura propia del pueblo destinatario») y trabaja para «que surja una nueva civilización» que no niegue, sino que supere «la modernidad, que integre los valores que ella ha aportado» pero en un nuevo marco, en un nuevo nivel. Que cuestione «la avidez consumista» y la pretensión de dominio de la naturaleza que destruye y provoca crímenes ecológicos».

Aunque a pocos meses de la consagración de Francisco, en junio de 2013, se conoció la encíclica Lumen fidei («»La luz de la fe»»), hay coincidencia en adjudicar ese documento a su antecesor, Benedicto XVI.

La primera encíclica de Bergoglio, en mayo de 2015, fue Laudato Si («»Alabado seas»»), donde se observa que «no hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental», por lo que reclama que debemos «escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres».

En Laudato si, Francisco realiza una crítica mordaz del consumismo y el desarrollo irresponsable y se introduce en la necesidad de una gobernabilidad mundial para encarar esa problemática global.

En estos cinco años, Francisco se ha transformado sin duda alguna en una figura de influencia y prestigio mundial: ha alzado la voz en defensa de los refugiados y migrantes, ha producido iniciativas de mediación y de paz en diferentes escenarios, ha impulsado el diálogo ecuménico con luteranos y ortodoxos, ha propiciado el encuentro de las grandes religiones monoteístas, ha puesto en movimiento a la Iglesia para recuperar su misión: salir de sí misma e ir a las periferias, construir puentes para dialogar, compartir y ayudar, especialmente con los más desfavorecidos de la sociedad.

Esa voz, que fue excepcionalmente acogida y escuchada en los poderosos ámbitos de grandes potencias y que es atendida inclusive en la China de Xi Jinping (en vías de cerrar una brecha histórica con El Vaticano), es la voz de un pastor de almas nacido y criado en la Argentina, seguramente el argentino más prominente de nuestra historia (aunque la miopía de círculos pequeños pero influyentes del país no consiga distinguir y reconocer esa realidad).

Al cumplirse el quinto aniversario de su papado, habrá que alegrarse de que, al menos en un punto, Bergoglio no sea infalible: aunque en varias ocasiones ha sugerido que su pontificado «será breve: cuatro o cinco años, creo», él no es alguien que aprecie dejar tareas incumplidas. En cualquier caso, los procesos que con él se han puesto en marcha no se detendrán.

 

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