Río de Janeiro no logra controlar la ola de violencia e inseguridad provocada por la guerra entre bandas criminales

El punto de inflexión se produjo el 2 de octubre de 2009 en Copenhague. Jacques Rogge, entonces titular del Comité Olímpico Internacional, anunció ese día que Río de Janeiro sería la sede de los Juegos Olímpicos de 2016. La alegría del presidente Lula da Silva y del gobernador Sérgio Cabral se transformó rápidamente en preocupación: cómo organizar un evento de esa envergadura en una de las ciudades más peligrosas de América Latina.

Bajar el delito se convirtió en una obsesión de la clase política brasileña, que además debía organizar el Mundial de Fútbol en 2014. Gracias a un trabajo conjunto de los gobiernos federal y estadual, la tasa de homicidios bajó de 44 a 28 cada 100 mil habitantes entre 2009 y 2012, alcanzando el nivel mínimo en más de 25 años.

Una de las claves, además de la millonaria inversión, fueron las Unidades de Policía Pacificadora (UPP), que se convirtieron en un modelo para otras ciudades de la región. La exitosa estrategia de seguridad consistió en ingresar por la fuerza a las favelas, desplazar a las bandas que las controlaban y, en lugar de abandonar el territorio, ocuparlo con las UPP.

Pero fue un espejismo. Bastaron cinco años para que la seguridad pública volviera a salirse de control. En el marco de una creciente violencia provocada por enfrentamientos entre bandas rivales, 2017 terminó con un registro de 6.700 asesinatos. La tasa trepó hasta 40 cada 100.000 habitantes, apenas por debajo de 2009.

«Parte de la violencia es causa del avance de la guerra entre el Primeiro Comando da Capital (PCC), de San Pablo, que está tratando de tomar el control en Río de Janeiro, contra las pandillas locales, que son agregaciones de las que actúan en las prisiones. Es un problema serio, que necesita de investigación federal, porque ocurre entre dos estados», explicó Enrique Desmond Arias, profesor de políticas públicas y gobierno en la Universidad George Mason, consultado por Infobae.

A pesar de la obvia preocupación que genera esta escalada, la «Cidade Maravilhosa» aún está lejos los 54 homicidios cada 100.000 habitantes que había en 2003, y todavía más de los 64 que se alcanzaron en 1995, el máximo en el último cuarto de siglo.

Por eso sorprendió tanto la drástica decisión que tomó el presidente Michel Temer el viernes 16. A través de un decreto, puso a las Fuerzas Armadas a cargo de la seguridad en Río. El Senado ratificó el miércoles a la medianoche la medida, que constituye la primera intervención federal desde el fin de la última dictadura militar, en 1985.

Río, entre el carnaval y la muerte

«Es difícil responder por qué Río de Janeiro tiene esa imagen de ser el lugar de las fiestas y de la alegría, al mismo tiempo que es un sitio de una extrema violencia. No se puede subestimar el papel de las favelas como comunidades marginadas, que son centros de violencia del crimen organizado y de los agentes de seguridad, y, a la vez, fuente de innovación cultural y artística», dijo a Infobae el politólogo Nicholas Barnes, investigador del Instituto Watson de la Universidad Brown, especializado en seguridad pública.

La ambivalencia de Río no es nueva. Su geografía única la convirtió desde muy temprano en un gran polo turístico, pero también contribuyó a potenciar la segregación social y especial. Los más pobres se fueron concentrando cada vez más en las favelas, erigidas precariamente sobre los morros, al margen de las instituciones del Estado y del esplendor de la costa. Durante demasiados años, la única política de los gobiernos para esas comunidades fue la intervención de una policía muy corrupta y violenta sobre los criminales surgidos en su seno.

«La mayor parte de las personas conocen a Río a través del turismo, que está restringido a la zona sur, apenas una pequeña parte. No obstante, casi toda la ciudad está compuesta por favelas, que tienen mucha densidad de población y pocos recursos públicos. El narcotráfico y las milicias dominan las fronteras territoriales con altísimos niveles de violencia», contó Bráulio Figueiredo da Silva, profesor de sociología en la Universidad Federal de Minas Gerais, en diálogo con Infobae.

De todos modos, sería un error pensar que la criminalidad es una característica exclusiva de Río. El fenómeno atraviesa al país entero, sólo que la espectacularidad de la gran ciudad hace que todo resuene más. «Río ha sido eclipsada en términos de violencia por muchas otras ciudades —dijo Barnes—. Brasil tiene 19 urbes que están entre las más violentas del mundo, pero Río no entra en esa lista».

El «modelo de seguridad» que terminó desvirtuado

«Las UPP no eran una mala idea, pero eran una idea incompleta», afirmó Arias. «Les daban a los moradores de los barrios pobres la seguridad de que la única gente que veían con armas eran los policías, y no los pandilleros. Era una situación absurda que antes tenían que vivir y que ahora están viviendo de nuevo. Las UPP no resolvieron el problema del narcotráfico, pero tampoco estaban para eso, sino para ocupar los espacios que controlaba».

El plan tenía una primera etapa de reconquista de la favela que se quería ocupar. Esa instancia era liderada por el Batallón de Operaciones Policiales Especiales (BOPE) y no estaba exenta de abusos en el ejercicio de la fuerza. Pero una vez que el territorio estaba asegurado, empezaban actuar propiamente las UPP. Los agentes de esa fuerza no estaban entrenados para la guerra, sino para interactuar con los vecinos, asistirlos en sus problemas y disuadir la resolución de conflictos por vías violentas.

En una tercera etapa, la idea era hacer un trabajo más social, que reconstruyera la precaria infraestructura de esos barrios marginales y mejorara las condiciones de vida de sus habitantes. En ese punto es donde menos se avanzó, y eso explica en gran medida lo efímero de su éxito. Tampoco se logró una regeneración de la Policía, mirada con mucha desconfianza por los vecinos por su larga historia de abusos, que se mantiene viva.

Pero, con las estadísticas de homicidio en la mano, el ex gobernador Cabral concluyó su mandato en 2014 convertido en un referente en políticas de seguridad. Dos años después, fue arrestado por orden del juez Sérgio Moro. El magistrado lo condenó en junio de 2017 a 14 años de prisión por desviar fondos de obras públicas por 64,9 millones de dólares.

Con la misma velocidad se derrumbó su programa estrella. En parte por la corrupción que caracterizó a su gestión, y en parte también porque el Estado se había beneficiado del hallazgo de yacimientos hidrocarburíferos cuyo valor disminuyó abruptamente, Río se declaró en quiebra en 2016. Sin recursos, todo se vino abajo.

«Como las UPP eran una política muy costosa, la reducción de los fondos para la seguridad pública hizo que los policías se fueran degradando. Eso culminó en lo que estamos observando ahora», dijo Da Silva.

Por otro lado, la seguridad dejó de ser una prioridad política después del Mundial y de los JJOO. «Cuando pasó la atención por los grandes eventos, al gobierno dejó de importarle el tema como antes —dijo Arias—. Además, la situación ya había mejorado. Entonces, entre la pérdida de interés y la crisis fiscal, se complicó mucho mantener el programa».

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